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Mientras tantoCinco muertos: por una rubia loca

Cinco muertos: por una rubia loca


 

Trump se dirige a sus seguidores. Marcha para salvar a los EEUU. 6 de enero de 2021.

Fue por una rubia loca, que bailaba sola hasta el amanecer*

Los Rodríguez.

En marzo de 1984, un grupo de criminales se amotinaron en la cárcel de El Sexto, en Lima. Yo tenía 11 años y la televisión peruana presentó las imágenes en directo. A uno de los rehenes se le clavó un cuchillo por la espalda, a otro se le roció con kerosene y se le prendió fuego.

Esta semana, viendo las imágenes del Presidente de los Estados Unidos en una manifestación, minutos antes del recuento de los votos electorales, sentí una ansiedad parecida a la de 1984. Esta se ha venido construyendo desde aquella mañana sombría en que Trump asumió el poder.

El pasado miércoles, 6 de enero de 2021, escuchando lo que decía tras un vidrio blindado el líder del Partido Republicano, me importaba muy poco el email que recibí minutos antes, anunciando la victoria de los candidatos demócratas en las elecciones de Georgia.

Esa misma mañana, un analista político me había convencido que la victoria en Georgia era un imposible. Sin embargo, con el esfuerzo de cientos de activistas y su líder, Stacey Abrams (más el daño causado por la retórica extremista del Presidente) sucedió el milagro.

Los demócratas habían ganado dos asientos en el Senado y ahora tenían las armas para revertir algunos daños causados por el gobierno de Trump. Política ambiental, inmigración, educación, economía, política exterior, se me ocurrían como sectores en los que Joe Biden ahora tendría mayor margen de acción.

Sin embargo la buena noticia no servía para la ansiedad.  Frente a una marea de seguidores, visiblemente molesto, este hombre declaraba que le habían robado. Dijo que jamás concedería. Le pidió a su vicepresidente, Mike Pence, en su calidad de presidente del Congreso, que despojara del voto a Biden. Pidió a sus seguidores que marcharan hacia el Capitolio. Que sus reclamos se hicieran escuchar.

Alrededor de la 1 de la tarde vi en directo, por la página de The Washington Post, la sesión del Senado. Mitch McConnell, líder de los republicanos en mayoría, decía que era la misión del Congreso sellar la voluntad de la población que había declarado a Biden y a Harris presidente y vicepresidenta. Que no se le podía quitar el poder a los ciudadanos. Que eso podría darle armas a los demócratas para cuestionar procesos futuros.

McConnell le dijo a los congresistas rebeldes que su actitud cuestionaría la validez del sistema electoral de los Estados Unidos. Este le da poder a estados con poblaciones pequeñas –como el de McConell: Kentucky–frente a estados como California o Nueva York.

Vi uno que otro discurso: el del Senador Schummer despreciando las teorías conspiratorias del Presidente, el de representantes republicanos que pedían reformas para prevenir el fraude electoral. Parecía que íbamos a ver ambos lados del espectro político de una manera civilizada.

Sin que les importara haber perdido el control del Senado, ahí estarían también esos republicanos que, repitiendo las consignas, aspiraban a reemplazar a Trump y ganarse el favor de sus millones de votantes. Sería con seguridad otro show del acomodamiento.

(Eso fue. También. Incluso después de la crisis. Alrededor de las 10 de la noche, Lindsay Graham, Senador por Carolina del Sur, declamaba frente al Senado: Count me out! Enough is enough, «ese buen hombre llamado Joe Biden será el presidente y Kamala Harris la vicepresidenta». Como si las palabras correctas, mezcladas con anécdotas divertidas, lo salvaran de haberse aliado con Trump durante estos años.)

Cuando la Marcha para Salvar a los Estados Unidos ya se había disuelto, vi en el teléfono las imágenes de gente trepando las paredes del Capitolio. Vi banderas de Trump y escuché videos de gente forzando una de las puertas de acceso. Un grupo rompía las ventanas con un objeto contundente. Caos afuera del Capitolio, humo. Vi a policías sobrepasados y demasiado pacíficos. Grupos de gente grabando su caminata por los pasillos del Capitolio. Y leí que había una mujer muerta.

Se lo dije a mi esposa y me pidió que callara. Ella estaba con mis hijos, en pleno proceso de construcción de unas casas con pan de gengibre. La maldita caja se había demorado tres semanas en llegar, con las disculpas del vendedor y la promesa de, si se nos antojaba, devolvernos el dinero.

Cambié la palabra dead por shot. Le han disparado a una mujer. Casi estaba seguro de haber leído dead, pero las imágenes compartidas por los medios (Político, The Washington Post, The New York Times) eran de humo, banderas, vidrios rotos. No había visto violencia física. Pensando que no era buena idea pero era necesario, encendí el televisor. Frances no sabía si pedirme que no lo hiciera. Ella también quería ver.

Los niños empezaron a mirar, creo que intrigados, a grupos de gente marchando con sus banderas, caminando sobre las baldosas blancas y negras del piso del Capitolio, conversando con la policía. Una reportera declaraba para ABC News desde el Capitolio. No vimos a la mujer bañada en sangre, los disparos a matar, ni la gente saltando desde el edificio en llamas que sospechábamos podría seguir. Apagué el televisor y –como muchos, me imagino– intenté seguir con la rutina del día como si lo que pasara en Washington DC no afectara mi vida ni la de mi familia.

A las diez de la noche me conecté otra vez a los discursos desde el Senado. Mi esposa y mis hijos dormían. Yo no podía. Sintiéndome un enfermo, un adicto a esta crisis que se desarrollaba en vivo, escuché a Graham, escuché las votaciones en ambas cámaras que no sostuvieron la propuesta para desconocer los votos electorales de Arizona. Contra lo que se podría esperar, después del caos de la tarde, 120 representates republicanos votaron por desconocer la voluntad de los ciudadanos de Arizona. Igual perdieron.

También escuché a un congresista aliado del presidente, Matt Gaetz, defendiendo a Trump («He told them to be peaceful») y citó al Washington Examiner para decir que algunos de los que violentistas eran gente infiltrada de ese grupo que los allegados a Trump llaman «la organización terrorista Antifa». Como si no bastara la evidencia de los gorros rojos y las banderas que proclamaban a su líder para probar que el asalto al Capitolio había sido instigado desde la Casa Blanca.

Lo que más ansiedad me generaba, a pesar de la silbatina a Gaetz que vino detrás de sus palabras, eran los muchos aplausos. Su gente lo aplaudía.

Ahí, entre ellos, estaban los que creían tener la fórmula para repetir la ascención de Trump al poder. Ahí: en el senador Cruz, en el representante Gaetz, dispuestos a negar la evidencia frente a las cámaras, estaba el gran peligro de que estos años de miseria moral se repitieran en el futuro.

No me preocupa tanto el cómo sucedió como la posibilidad de que suceda otra vez. También me preocupa que la irresponsabilidad de algunos líderes siga sin un castigo apropiado.

El miserable que dirige hoy a los Estados Unidos perdió las elecciones. Ese era, decían sus aliados, el único castigo posible: el de los votos. Se negaron a ver su corrupción, su pedantería, su ignorancia para liderar al pais durante la pandemia. Dijeron que el castigo vendría en las urnas. Y en noviembre de 2020 Trump decidió ignorar las urnas. Y defecar su bajeza en el sistema.

Más allá de lo risibles de sus proclamas, también está la sospecha de que él pueda decir lo que dijo, incitar al caos y que no le suceda nada.

Hoy me desperté y leí que hubo cinco muertos.

Uno de ellos es un policía que se enfrentó a las hordas de los sombreros rojos y las banderas. Leí también que han renunciado las secretarias de transporte (Elaine Chao, la esposa de Mitch McConnell) y la multi millonaria de Michigan que dirigía la secretaría de educación, Betsy DeVos. DeVos es una mujer con una visión racista de la educación, sesgada por su posición de privilegio. Ella, una de las aliadas más sólidas del Presidente, ha publicado una carta de renuncia en la que dice: «Tú eres el responsable, tú eres el culpable de todo».

William Barr, hasta hace unas semanas Fiscal General de los Estados Unidos y aliado de Trump contra las acusaciones de corrupción y de interferencia a la justicia planteadas por la comisión de Robert Mueller, ha publicado una carta pública acusando al presidente de «haber renunciado a sus responsabilidades como presidente».

Se siente como que las ratas saltan del barco, es verdad. Les tomó cuatro años de miseria moral para abandonarlo, pero al final, pareciera que Trump se hunde solo.

Y sé que muchos, como yo, ya quisiéramos estar en esa larga línea que se formará para bailar sobre su tumba.

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*Esa parte de la letra, más la tonada de La milonga del marinero y el capitán, en la voz de Calamaro, me regresa una y otra vez,  no sé bien por qué, desde que vi –con enorme ansiedad– la imagen de Trump arengando a sus tropas, aquella tarde del 6 de enero de 2021.

 

 

Portada de la edición online de The Washington Post. Hoy, viernes 8 de enero de 2021.

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