El pasado mes de julio defendí la tesis doctoral en la facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid. Titulada Estrategias de representación del genocidio ruandés: Alfredo Jaar y la mirada insuficiente, la tesis es una estrategia de representación en sí misma que utiliza la obra del artista Alfredo Jaar para tratar de encarar el genocidio de Ruanda de 1994. Frente a un jurado formado por miembro de diferentes disciplinas: historia del arte, filosofía, periodismo… y echando de menos la presencia de otro artista en el jurado, la discusión se centró en un problema de metodología, dejando casi de lado el debate sobre el papel de las emociones en un trabajo de investigación.
Meses antes, en febrero del 2010, había realizado una exposición de dibujos en el Hautes Ecole de Trabajo Social en Ginebra. La muestra, era parte de un coloquio titulado Homenaje a la resistencia del genocidio tutsi en Ruanda. Investigación, justicia y reparación para los Abasesero. A mí, que me obsesiona el contexto en el que la obra se muestra, aquel me parecía un lugar perfecto para colgar los dibujos de la Resistencia. Cuando en 1994 tuvo lugar el genocidio de Ruanda, un grupo de hombres, mujeres, niños y ancianos se agruparon en las montañas de Bisesero (al este del país), para defenderse con piedras y palos de los hombres armados hasta los dientes que cada día trataban de aniquilar a los tutsis y hutus moderados de la zona.
La primera exposición sobre la Resistencia de Bisesero partió de la realización de una serie de retratos de los supervivientes. Utilicé lápiz sobre papel continuo marrón, fácil de transportar, de desplegar, de montar… una forma de ceder el peso a la historia. La muestra tuvo lugar en Madrid en la sala El Carromato en julio de 2009, donde una serie de dibujos narraban de forma fragmentada la historia de la Resistencia.
Los motivos que me llevaron a centrar mi atención en Ruanda se remontan al comienzo del proceso de investigación. Entonces, me interesaban las estrategias artísticas que colocaban la percepción en un espacio situado entre ver y velar (o entre ver y no ver nada): el desenfoque, las interferencias, el ruido, lo semi-oculto… eran algunos de los mecanismos para pensar la percepción y la imagen con los que entonces estaba trabajando. Entre estas estrategias estaba la utilizada por el artista Alfredo Jaar en Real Pictures (1995), una instalación que forma parte del Proyecto Ruanda (1994-2000). En Real Pictures, 80 fotografías, de las 3.000 tomadas por Jaar en Ruanda en agosto de 1994 (poco tiempo después de las matanzas), se presentan encerradas dentro de cajas negras. Sobre cada una de estas cajas, un texto serigrafiado en blanco describe las fotografías a las que no tenemos acceso.
Esta estrategia que opta por las palabras para generar imágenes esta pensada, como gran parte del Proyecto Ruanda de Jaar, en contraposición a la construcción visual que hizo la prensa occidental del genocidio en el 94. Frente a la invisibilidad y el silencio que produjo el orden visual establecido por los medios, Jaar da forma a su experiencia leyendo en alto sus fotografías para los espectadores de Real Pictures.
Comencé de esta manera a mirar Ruanda a partir de 80 fotografías escondidas en cajas negras en Real Pictures. Tratar de mirar fue desde un principio un problema que ponía la distancia a juego, ¿desde dónde? La falta de un vínculo inicial con el país africano generó la necesidad de buscar un lugar donde situarme para poder primero mirar, y luego comenzar a hablar, a escribir, a ordenar lo que encontraba. La tesis esta pensada como un cuaderno de viaje dividido en tres libros: Mirar Ruanda a distancia, Viajar a Ruanda y Recuperar la distancia. Tres etapas de un proceso de implicación como un viaje de la mirada que reflexiona sobre los problemas que se establecen entre la experiencia y su representación.
Mezclando práctica y teoría, una serie de propuestas artísticas dan continuidad al pensamiento que se desarrolla de forma más analítica en la tesis. Esta propuestas son nudos que sin dar respuestas generan direcciones para seguir pensando: a veces como dispositivos que cuestionan el orden que se fija a las cosas, a veces son interrupciones, a veces formas de dialogar, y otras mecanismos que sirven para encarar emociones que atravesadas no permiten seguir pensando. La tesis mira y piensa imágenes llenas de dolor, trabaja sobre emociones que es difícil ordenar y en algunas ocasiones parece tener más sentido poner la energía en dejarlas atravesadas y aprender a convivir con ellas.
La primera vez que leí un texto sobre los acontecimientos en Ruanda en el 94 intenté hacer memoria y recordar dónde estuve ese año. Deseé recordar tan solo una imagen sobre el genocidio, tan solo una, ya fuera de un periódico, de la televisión… Tan solo una imagen que me ayudara a situarme en ese momento. No pude recordar ninguna.
En un seminario en la Facultad de Ciencias de la Información organizado por Gonzalo Abril Curto en el 2006 alguien me dijo que nunca olvidaría las imágenes aéreas que mostraban a toda aquella gente saliendo de Ruanda en el 94. Fue entonces cuando pude recordar una imagen que quizá podría ser aquella difícil de olvidar. No sabría decir con seguridad si se trataba de Ruanda o de otro país, pero ahí estaba la multitud envuelta en polvo caminando hacia no se sabe donde ¿Para qué me servía recordar aquella imagen si era incapaz de contar la historia que dio lugar a esa situación? ¿Se puede decir entonces que era capaz de leer la imagen, de verla? Como una vez dijo Paul Valéry, y como David Levi Strauss no cesa de repetir una y otra vez: los ojos son órganos para hacer preguntas. (Citado por John Berger en ‘Where are we know’ introducción a Between the eyes. Essays on photography and politics, de David Levi Strauss, Nueva York, Aperture Foundation, 2005). Mirar una imagen es como raspar en ella una cerilla una y otra vez, hasta hacer saltar una chispa. Mirar es solo el comienzo de la aventura: ¿Quién es toda esta gente? ¿Huyen de algo o de alguien? Y si huyen, ¿de qué? ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿La foto es de un periódico, de la televisión?… ¿Por qué la cámara no desciende al suelo, al barro? ¿Por qué no caminar también? ¿Por qué los planos abiertos, lejanos?… Impresionante, eso sí, la cámara estaba lejos de construir un diálogo con su referente, tan solo un monólogo, se cubre el acontecimiento pero no se está en él. ¿Qué significa entonces estar en el acontecimiento?
Alain Caillet propone una forma de estar en lo real que desplaza la idea de compromiso, que le resulta una forma más moral que física, y lo sustitye por la idea de implicacion: implicarse consiste en sumergirse y amarrase a lo real. (Aline Caillet, ‘Figures de l’engagement, esthétique de la résistence’, en 20 Ans d’engagement, Rev. Esse art+opinión nº51, p. 11). Se trata más de un cuerpo a cuerpo que de un cara a cara, donde existe una adhesión a lo real como etapa fundamental para comenzar toda relación profunda. Este proceso de implicación es en muchas ocasiones peligroso pues, como muy bien dice Didi-Huberman, la implicación supone ser afectado, es decir, implicarse suponía en el caso de mirar Ruanda dejarse herir. Adiós a la distancia crítica que como investigadora parecía necesario respetar y, aunque ya trataría de recuperarla mas tarde, la primera etapa de encuentro con Ruanda fue un proceso doloroso, de pérdida de distancia que me llevaría a viajar a Ruanda en el año 2007.
Siguiendo los pasos de Alfredo Jaar, quien en el 1994 miraba al país africano a través de la prensa occidental (en el año 94 no existía internet como lo conocemos ahora), realicé un dossier de prensa que recogía los artículos publicados por The New York Times, Le Monde, The Times (de Londres) y El País, desde el 6 de abril, fecha del asesinato del presidente ruandés, Juvenal Habyarimana, y del presidente burundés, Cyprien Ntaryamira, hasta finales de julio del 94, cuando el Frente Patriótico Ruandés (FPR: formado en su mayoría por tutsis exiliados de Ruanda y refugiados en Uganda, donde se organizaron con la idea de hacer frente al gobierno hutu en el poder en Ruanda) controlaba la mayor parte del país, el gobierno interino había huido hacia el este y los tropas francesas llevaban a cabo la controvertida Operación Turquesa.
Este dossier me permitió hacerme una idea de la construcción visual que hizo la prensa del genocidio: desde la falta de atención inicial hasta que el cólera y la salida de refugiados de Ruanda convirtió el evento en un espectáculo mediático.
La prensa describió el genocidio como una guerra entre dos etnias: hutus contra tutsis. De esta forma se reducía enormemente la complejidad social y política de Ruanda y situaba la responsabilidad occidental lejos, muy lejos de lo que estaba aconteciendo. Sin embargo, la historia de Ruanda desde finales del siglo XIX es una historia de colonización, de imposición y distorsión de significados. Antes de la llegada de los europeos (primero llegaron los alemanes y luego los belgas y los “padres blancos”) no había confrontación racial entre tutsis, hutus y twas, la tercera clase social que vivía en Ruanda. Como si las palabras tutsis y hutus fueran contenedores elásticos, su significado fue inflado y distorsionado por los colonos. El enfrentamiento entre hutus y tutsis nació de esta distorsión y sobre todo, no nos dejemos engañar, debajo de la piel del odio racial, la sed de poder pasa también hambre. Aunque los belgas salieron de Ruanda en 1962, la propaganda racista alentada por los extremistas hutus y difundida por los medios de comunicación ruandeses (en revistas como Kangura y la Radio televisión Libre Mil Colinas) siguió hinchado furiosamente los ya distorsionados significados de las palabras hutu y tutsi que estallaron violentamente el 6 de abril de 1994. (Imágenes 7 y 8)
El genocidio de tutsis y la masacre de hutus moderados devastaron el país. El dolor y el miedo subyugaron a la población. Un falso silencio dejó que los escombros se posaran, pero los muertos seguirían gritando fuerte
Viajé a Ruanda por primera vez en noviembre del 2007. En algunas de las intervenciones en seminarios y conferencias que hice posteriormente sobre el proceso de investigación de la tesis, el papel concreto del viaje a Ruanda en la construcción de la experiencia fue una pregunta que se repetiría constantemente. Viajar a Ruanda supuso colocarme dentro del fuera de campo (de aquello que se quedaba fuera) de las imágenes que estaba utilizando para mirar Ruanda a distancia para elegir mi propio encuadre. Viajar a Ruanda suspuso sustituir la importancia de ver por la necesidad de estar. Dice Roland Barthes en Cámara lúcida que la videncia del fotógrafo no consiste en ver, sino en estar. Viajé al pais africano consciente de la importancia de estar, pero sin la confianza en la fotografía a la que se agarra el fotógrafo para no perder de vista en los momentos dificiles el motivo por el que se encuentra en ese lugar.
En África mas allá del espejo, el escritor senegalés Boubacar Boris Diop se basa en su experiencia para hablar de la diferencia de escribir sobre el genocidio de Ruanda antes y después de viajar al país. En 1997, Boris Diop publicó El Caballero y su sombra, una novela escrita antes de viajar a Ruanda donde su protagonista, Khadidja, narra su experiencia en los campos de refugiados ruandeses de Mugunga y Uvira. Como explica el autor, “los refugiados ruandeses son tratados en la novela como víctimas, ignorando que entre ellos había también planificadores y ejecutores del genocidio: más vulnerables de lo que queremos admitir, los creadores llegamos, como el ejemplo de Khadidja, a tratar como un bloque uniforme a las víctimas y sus verdugos, y a no hacer ninguna diferencia entre las causas y las consecuencias de los acontecimientos. Esta tendencia a confundir los dramas políticos en un lamento universal, cuyo único punto en común es que suceden en África, abre un camino real hacia los peores estereotipos. En este sentido, las situaciones específicas y los seres singulares se evapora”. (Boubacar Boris Diop, África más allá del espejo, Barcelona, Oozebap, 2009. p.25).
En 1998, Boubacar Boris Diop viajó a Ruanda como parte del proyecto Escribir por deber de memoria. Organizado por Fest Africa e impulsado Nocky Djedanoum y Maïmouna Coulibaly, pretendía romper el silencio de los escritores africanos en torno al genocidio. Durante los meses de julio y agosto de 1998, un grupo de escritores se trasladó a Ruanda y como resultado de esta estancia se publicaron diez textos: cinco novelas, dos libros de viaje, dos ensayos y una colección de poemas.
Para Boris Diop, cuando se escribe a distancia de los acontecimientos, “la tentación de abusar de imágenes espectaculares es muy fuerte porque, en África, la realidad, delirante y cruel, impone una competencia desleal a la ficción”. El autor reconoce haberse sentido incómodo al viajar a Ruanda y ponerse en una situación donde la imaginación estaba condicionada por la vida, sin embargo también subraya que viajar al país les hizo más humildes, lo que parece ser la causa de apostar por la simplicidad de los textos como estrategia para que la imaginación guarde una distancia prudente con los hechos.
Cuando en el 2007 viajé por primera vez a Ruanda, no había leído todavía a Boris Diop y a excepción de un acercamiento más transversal, a partir del trabajo del grupo de teatro Groupov, y su obra Ruanda94. Un intento de reparación simbólica de los muertos para uso de los vivos, conocía Ruanda principalmente por los textos y las imágenes que había recopilado en torno al genocidio de 1994. Esta manera reducida de mirar se hizo evidente mucho antes del viaje, cuando Antoine Rubaki, cónsul honorífico de Ruanda en Madrid, con un sentido del humor que me descolocaba, me aconsejó que no me preocupara por el billete de vuelta a Madrid, pues lo más seguro era que me enamoraría de un ruandés y me quedaría a vivir en Ruanda para siempre.
Aterricé en Kigali, la capital ruandesa, acompañada por mi amiga Nadia Texeira, a finales de noviembre del 2007. Durante la primera semana acudimos a diario al Memorial de Gisozi. Situado en una colina cerca del centro de la ciudad, abrió sus puertas en el 2004 con motivo del décimo aniversario del genocidio. Pasamos mucho tiempo viendo el material audiovisual que tenían en el centro y a medio día comíamos en la cantina con los chicos y chicas que trabajan en el memorial. A los pocos días de llegar volvimos al centro caminado por la cuneta con Gerard, uno de los guías del memorial, en dirección al hotel Mil Colinas (escenario de horribles experiencias durante el 94, es muy conocido por la película Hotel Ruanda, de Terry George). Las moto-taxi paran constantemente o nos pitan desde el otro lado de la carretera. Las mujeres sentadas en el suelo venden plátanos, tomates, aguacates. Un hombre mayor apoyado en un tronco vende cigarrillos y chicles. Los niños juegan alborotados y solo se detienen cuando pasamos a su lado y nos miran susurrando “Umusungu” (blanco). Gerard nos cuenta que en kinyaruanda, el idioma ruandés, hay dos significados para la palabra umusungu: “Aquel que circula y aquel que viene y se lleva lo que no es suyo”. Supongo que esto explica el peso de algunas miradas cuando en lugar de coger un taxi caminamos por la cuneta. Viajar a Ruanda supuso darse de bruces con el error de lo aprendido, de aquellas ideas e imágenes fijas que sin cuestionar había dado por ciertas. Ahora me tocaba rescribirlo todo, lo que de alguna manera daba sentido a mi torpeza a la hora de saber estar.
Aquella noche en lo alto del hotel Mil Colinas tocaban música en directo, la gente bailaba y charlaba alborotada. Acabamos a las 4 de la mañana bebiendo cerveza en una discoteca enorme forrada de espejos y fluorescentes azules.
Unos días después, organizamos la visita a los memoriales de Nyamata y Natarama. En 1997, el gobierno de Paul Kagame comenzó un proceso de exhumación de las fosas comunes con la idea de dar a los muertos un entierro decente. Muchas de las iglesias y los colegios donde se cometieron las matanzas se convirtieron en espacios para conservar la memoria del genocidio.
La iglesia de Natarama es una construcción de ladrillo rectangular, de una sola planta, a la que se accede por una puerta doble situada en la parte trasera del edificio.
En el interior, los bancos bajos de madera para escuchar misa siguen ocupando la mayor parte de la sala, uno detrás de otro, dejando un pasillo en el centro. Sobre unos andamios metálicos, al fondo de la sala, están colocadas las calaveras y los huesos de las víctimas de Natarama. Su presencia en la sala vuelve el genocidio insoportablemente presente.
Me muevo despacio por la iglesia. Llevo el trípode y la cámara de fotos colgados del hombro. No me atrevo a tocar la cámara, y mucho menos a abrir el trípode. Pienso en la cámara digital con la que sería más fácil mirar a hurtadillas, rápido, ¡clic!, sin exponerme a lo que veo, ya lo miraré más tarde, sin el peso de la ropa que no deja de gritarme. Pienso en recorrer el pasillo de arriba a abajo una y otra vez o sentarme en uno de los bancos, cerrar los ojos, respirar hondo y volver a mirar. Pienso en abandonar la iglesia sin hacer ninguna foto. Mientras decido si hago una cosa u otra, no veo nada. Al final abro el trípode, sujeto la cámara y la fijo. Me pongo detrás. Cierro un ojo. Apunto. Creo que me olvido de enfocar.
Salimos del memorial de Natarama y nos dirigimos hacia la iglesia de Nyamata. Nadie habla. Cada uno tiene bastante con lo suyo. En la iglesia de Nyamata hay una cripta a la que se accede bajando unas escaleras desde el centro de la sala. En este espacio hay una vitrina de cristal donde se guardan cuidadosamente algunos huesos y pequeños objetos. En la parte más baja de la vitrina hay un féretro de madera. Luis, nuestro guía durante la visita, nos cuenta que en el féretro descansa el cuerpo de una mujer que había sido torturada antes de ser asesinada. Se decidió dar un lugar especial a su cadáver. La mujer enterrada en Nyamata se llama Mukandori:
Iglesia de Nyamata
Sitio del genocidio
Más ó menos 35.000 muertos.
La mujer atada
Mukandori. 25 años. Exhumada en 1997
Lugar en el que habitaba: Centro de Nyamata
Casada
Hijo?
Así comienza el fragmento que Véronique Tadjo (una de los escritores invitados en 1998 a escribir sobre el genocidio de Ruanda en el proyecto organizado por Fest Africa) dedica a su encuentro con Mukandori en su libro El hombre de Imana. Cuando en 1998 Tadjo visitó Ruanda y llegó hasta la iglesia de Nyamata, el cadáver de Mukandori se exponía sin féretro “pour que personne n’oublie” ( para que nadie olvide): “Que mis ojos vean, que mis oídos oigan, que mi boca hable. No tengo miedo de saber. Pero que mi espíritu no pierda jamás de vista lo que debe crecer en nosotros: la esperanza y el respeto a la vida”. (Véronique Tadjo, L’ombre d’Imana. Voyage jusqu’au bout du Rwanda, Arles, Babel, 2005, p. 19).
A unos cuarenta pasos de la iglesia de Nyamata, hay un colegio. En la pared del colegio hay un mural que dice: mi cuerpo, esqueleto humano.
Entre el Memorial de Nyamata que hace presente el genocidio de 1994, y el mural del colegio que habla de Ruanda en el 2007, la memoria parece exigir tener en cuenta los efectos del tiempo. No hablo de olvido, sino de la difícil convivencia de los muertos y su memoria con los vivos y su lucha por seguir viviendo.
El mural del colegio de Nyamata pone en evidencia la experiencia de todo el viaje y motivó la realización del video Ellas hacen ruido. Este corto es una estrategia para dar forma a un cierto equilibrio entre el contacto con la memoria del genocidio y la conciencia de la lucha por salir adelante de los vivos. La última semana de estancia en Ruanda fuimos a Butare, la ciudad universitaria (al sur del país), donde nos encontramos con Odile Gateke Katese, una mujer de presencia rotunda, directora del Theâtre de Verdures. Allí encontramos a un grupo de mujeres que tocan el tambor (tanto hutus como tutsis, cada una cargando con su propia historia). La idea de una mujer africana tocando el tambor raya el déjà vu en mi imaginario y sin embargo era una imagen inusual en Ruanda, donde el tambor fue durante mucho tiempo un instrumento sagrado reservado al hombre.
Recuperar la distancia, última etapa de este viaje de la mirada a Ruanda, parece ser el proceso necesario para recobrar una postura crítica, afectada pero no supeditada a esta afección, capaz de formular la experiencia. Sobre la noción de distanciamiento de Bertolt Bretch dice Didi-Huberman que sería la “toma de posición por excelencia. Pero hay que entender que no hay nada sencillo en un gesto como este. Distanciar no es contentarse con poner lejos: se pierde de vista a fuerza de alejar, cuando distanciar supone, al contrario, aguzar la mirada”. El resultado de este proceso sin acabar es la estructuración, la escritura de la tesis y más concretamente el tercer libro en el que, después de mirar Ruanda a distancia y de viajar al país africano, vuelvo a mirar y a pensar el trabajo de Jaar y su Proyecto Ruanda.
Con la tesis acabada y habiendo perdido la cuenta del momento en el que me encuentro, trato de no perder de vista al país africano. El 19 de noviembre, Pablo Mediavilla publicó en FronteraD El genocidio como superlativo, donde hacía referencia al informe del pasado 1 de octubre de Naciones Unidas que da cuenta de las “más graves violaciones de los derechos humanos y del Derecho Internacional humanitario en la República Democrática del Congo entre 1993 y 2003”. En un apartado de este informe se hace referencia a los miles de hutus que huyeron del genocidio en el 94. Entre estos refugiados habían también miembros de la interhamwe y del ex-FAR (Fuerzas Armadas Ruandesas). Pero las víctimas de tortura y asesinato a las que se refiere el informe son sobre todo niños, mujeres, ancianos y enfermos que no ofrecieron resistencia a los ataques de la Alianza de las Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo (AFDL) y los ejércitos de Ruanda y Burundi. Al leer el informe de la ONU, los rostros de algunos de estas víctimas comenzaron a surgir en mi memoria. En 1997, Hubert Sauper, director de La pesadilla de Darwin, viajó en un tren destartalado a través de la jungla del Congo en dirección a Ubundu. En este tren viajaban también dos expertos en refugiados de la ONU, algunos miembros de la Cruz Roja y un grupo de reporteros de la televisión francesa. Iban en busca de cientos de personas que huyeron de Ruanda en el 94 y que desde entonces habían sido borradas de la conciencia de todos. Y los encontraron. Diary of Kisangani (se puede ver en Youtube dividido en cuatro capítulos) comienza con un prólogo de Jean Rouch: “Esta no es otra visión de África del hombre blanco. En el documental de Sauper la cámara nos ayuda a ver. Muestra simplemente la crueldad del hombre…”, y una introducción: “Este documental trata sobre gente que huye. Es una cuenta del I al X. Para cuando lo veas, la mayoría de los que aparecen aquí habrán muerto”.
En este documental se muestran también los intentos por mandar de regreso a Ruanda a estos miles de refugiados hutus perdidos en la jungla desde el 94. Debido a una serie de “problemas logísticos”, solo 20.000 de los 50.000 refugiados llegarían a Kigali. El resto fue condenado a seguir huyendo en medio de una guerra complicada entre fuerzas militares de diferentes orígenes donde los objetivos y los intereses se enredan haciendo de la Republica Democrática de Congo, pobre pais rico, como lo describe Sauper, una complicada jungla de corrupción e intereses. Como dice Mediavilla en su articulo, del informe de mapeo de la ONU a una acusación sólida de genocidio hay un montón de trabajo por hacer, dinero que invertir y voluntad para llevarlo a cabo. Parece que al hablar a la ligera de genocidio la idea de “ojo por ojo, diente por diente” haga la labor de una justicia perversa en la conciencia de muchos. Nada de comparar conflictos, siempre son las victimas las que salen perdiendo en este proceso. El genocidio de tutsis y hutus moderados en Ruanda en 1994 no puede perder peso al pensarlo junto al asesinato y tortura de refugiados hutus en el Congo, como tampoco el asesinato de estos puede ser obviado frente a las dimensiones del genocidio. Cada uno tiene sus características propias, su propia identidad y requiere una respuesta especifica. Por esto, entre otras cosas, es importante tener en la mente la película de Sauper y ponerle también rostro a las víctimas de Kisangani.
Lara García es artista e investigadora, vive y trabaja entre Londres y Madrid.