Llegamos a lo grande, cuando estaba amaneciendo, en ese preciso momento en el que no se diferencia a un lobo de un perro, el entrelubricán. Hacía un par de horas que habíamos abandonado aún de noche Livorno, tras un paseo por la ciudad desierta que, como ya he contado, me dejó bastante descorazonado. Los páramos de la Maremma livornesa apenas intuidos en la oscuridad fueron augurando la llegada a nuestro destino: las colinas metalíferas y un pequeño burgo en una de esas colinas desde la que más tarde supe que se puede ver el Mar Tirreno: Prata. Era demasiado pronto para recorrer el pueblo y además llegamos exhaustos del viaje desde Niza, fatigados sobre todo de contemplar tanta belleza: Eze, La Turbie, Roquebrune, Menton, Génova, Lerici, Porto Venere, Livorno, de las que he ido hablando en otros fragmentos de este libro. El conductor del carro hubiera podido añadir, con toda justicia, “Hablas de la fatiga de ver tanta belleza. Cómo se nota que no conduces”. Tomé posesión de mi habitación: el sobrado de la casa, amplio, con una altura más elevada de la que suelen tener este tipo de desvanes o buhardillas, con una ventana a cada lado por la que circulaba una brisa nocturna que tanto me ayudará a conciliar el sueño. A un lado, el patio de armas de lo que fue el cassero o núcleo del castillo del pueblo; al otro, las colinas cubiertas de encinas y sabinas que rodean Prata. Me sorprendió enormemente la densidad boscosa y la baja densidad de población de la Maremma, el sur mucho menos conocido de la bellísima toscana. El pueblo está a ocho kilómetros de la costa y a seiscientos metros de altura, circunstancias que lo convierten en un lugar excelente para pasar el mes de agosto: está muy cerca de las salvajes playas de la maremma grossetana y además hay hasta ocho grados menos de temperatura que en la costa. En esto consistía la estatura, en abandonar en los meses de verano las zonas bajas de la Maremma para trasladarse al entroterra, hacia el Monte Amiata, para poder soportar la canícula del ferragosto. La impaciencia por conocer el pueblo me hizo levantarme al poco de salir el sol, tras solo un par de horas de sueño no especialmente reparador.
Para ambientarnos, propongo echar un vistazo a la entrada “Prata” el Dizzionario geografico físico storico della Toscana compilado por Emanuele Repetti:
“Terra e Castello con chiesa plebana (S. Maria Assunta) capoluogo di Giurisdizione nella Comunità e circa 6 miglia toscane a grecale di Massa Marittima, Diocesi di Volterra, Compartimento di Grosseto. È posta sulla cima di un ripido monte all’altezza di braccia 1064 sopra il livello del mare Mediterraneo, in una delle maggiori montuosità della Maremma Massetana, la quale coi monti di Gerfalco e di Montieri costituisce il nodo donde si schiudono verso il mare i valloni della Bruna, della Pecora e della Milia, mentre dalla parte interna si aprono verso le provincie volterrana e sanese le valli della Cecina e della Merse. La storia di questa Terra e quella de’suoi signori si fa strada dopo il secolo XI, tostochè innanzi codest’epoca tutto è oscurità; e comecchè il Castello di Prata esistesse molto innanzi, pure delle sue civili e politiche vicende niente si può accertare prima del 1200.”
Y en cuanto a su castillo, esto nos cuenta el historiador sienés del siglo XVII Atonio Pecci:
“Risiede il castello di Prata sulla sommità di una collina alta metri 570 e posta a capo di un’amena e vasta prateria dalla quale facilmente il suo nome derivò. A mezzogiorno, un monte più elevato del castello, lo ripara in buona parte dallo scirocco e a settentrione altri monti maggiormente elevati lo sovrastano e gli impediscono il rigore dei freddi”
Esto promete. Ya lo creo que promete. Prata se remonta a la alta edad media, a los tiempos de las banderías feudales y de las querellas entre papas y emperadores, entre güelfos y gibelinos, que, callado está dicho, tanto me chiflan. Pronto me sumergiré en las conexiones y profundidades dantescas de esta comarca, pero no quiero adelantar acontecimientos. Tras familiarizarme con la casa ─una casa de labradores que me recuerda extraordinariamente a algunas de mi pueblo natal─, con su bodega llena de tesoros que Ilia aún no ha explorado del todo (me refiero a los cachivaches, en la bodega no hay ni una sola botella de vino, aunque sí algunos garrafones vacios), me senté tras el desayuno en la mesa que está al lado de la chimenea con el mejor amigo del viajero: un mapa de Toscana de la casa Berndt-Freytag y me puse a estudiar la topografía y las comunicaciones de la comarca. A ocho kilómetros las playas en torno a Follonica ─el horrendo Benidorm local─, a seis kilómetros la joya que tanto me maravillará: Massa Marittima (Prata también se llamó Prata Marittima), a otros seis Tatti y su castillo, del que hablaré por lo menudo. Grosseto, Chiusdino, la Abadía de San Galgano y su materia de Toscana, Populonia, Vetulonia y Sorana y sus sepulcros etruscos, Pitigliano, las aguas de Saturnia, Montemassi y su castillo. Nunca podría haber imaginado que me disponía a conocer una región con tal riqueza paisajística, histórica y patrimonial. Comprendo que M. se haya enamorado de estos lugares y se haya adaptado tan bien tras tantos periodos estivales felices en Umbría. Prata va a ser nuestra plana mayor en la Maremma. De aquí partirán nuestras excursiones; aquí regresaremos por la noche; aquí estará nuestra reducida biblioteca sobre historia local y los mapas y libretas de notas. Aquí escucharemos música y leeremos. En fin, aquí haremos balance a la luz de las velas de lo visitado durante el día y planificaremos el derrotero de los días sucesivos.