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AcordeónUna mañana de marzo en Madrid

Una mañana de marzo en Madrid

 

Me sacó de la cama un dolorcillo leve pero insistente antes incluso de que sonara el despertador. Por alguna razón que no conozco me causa placer despertarme antes de que lo haga la estridencia del reloj. Será para tener la sensación de que soy yo quien elige mis cuitas y no al revés. Así que aproveché el tirón y me arrastré hasta la cocina, baño, cocina, dormitorio, otra vez baño y de nuevo cocina, y, a pesar de tanto ir y venir, el insidioso dolorcillo me seguía, me precedía y me alcanzaba. ¡Joder! La maldita muela, exmuela, debería decir, ya que me la habían extraído la tarde anterior, seguía decidida a jorobarme el día, como dicen que pasa en ocasiones con el miembro fantasma a aquéllos que han sufrido amputaciones. Es cruel, ¿eh?

     Me puse el termómetro porque me notaba febril, no sólo dolorida, y mientras esperaba que subiera la temperatura decidí que si pasaba de los 37.5º C me quedaba en casa. Lo de ponerme enferma y quedarme en casa sin ir a trabajar siempre me ha resultado muy cálido. Sentimiento que quizá esté arraigado en la voz de mi madre en la cocina hablando por la ventana con alguna vecina o la de Conchita Piquer en la radio, mientras yo me arrebujaba bajo las mantas, soporosa, adormilada y enormemente feliz. En fin, por lo que fuera.

     Pero mi decisión había llegado cuando ya estaba desayunada, vestida y lista para salir a coger el tren de cercanías en la estación de Atocha, a un par de minutos de mi casa. Miré por la ventana y pensé que era uno de esos días, ya el 11 de marzo, que presagian la primavera. Frío y soleado. De repente los cristales de mi ventana temblaron. Temblaron tres veces. Recuerdo con absoluta nitidez que pensé: eso han sido bombas. Nunca había oído bombas en toda mi vida, pero no me quedó ninguna duda. Y también pensé que había sido en Atocha. Abrí el balcón y no vi nada ni a nadie. Marqué el número de la policía, pero colgué inmediatamente porque me di cuenta de que no habrían tenido tiempo de averiguar nada. Reaccioné de inmediato. Cogí el móvil, las llaves y un anorak blanco que no me pongo nunca -¿por qué lo haría?-, y salí corriendo.

      La calle estaba como siempre, aún en sombras, casi vacía y en silencio. Más tarde me daría cuenta de que el silencio me acompañó durante horas, como mi sombra. Cuando llegué a la estación me detuve en la entrada porque estaba absolutamente oscura. Me crucé con dos o tres personas pasmadas, sumidas en el estupor, calladas, que no respondieron a mis preguntas. Aún no habían llegado la policía ni los servicios de emergencia. Empecé a caminar por los pasillos de la estación sin luz, con cuidado, como si temiera pisar algo valioso. Me encontré con un empleado de la Renfe que me detuvo con un brazo. Le pregunté qué pasaba y no lo sabía, pero no quería dejarme pasar.

      Le dije: “Soy enfermera. Si ha habido un accidente, seguro que puedo ayudar”. El hombre me miró con expresión muy triste, como si se compadeciera de mí. Me contestó: “Ha sido en las vías que van a Chamartín”.

      Se apartó y empecé a correr hacia las vías 1 y 2. Recuerdo que iba atravesando el solitario paseo flanqueado de tiendas que aún no habían abierto, preguntándome al mismo tiempo qué me iba a encontrar. Sabía perfectamente dónde estaban aquellas vías porque son las que utilizo yo a diario. Y a esa misma hora. Bajé a saltos las escaleras mecánicas como hago cada día aunque esta vez no funcionaban, sólo acompañada de un silencio pavoroso. 

 

 

       Aterricé en el andén. Había un tren reventado en la vía 2 en medio de una quietud absoluta. Nada se oía ni se movía. En la 1, solo vi cuerpos mutilados, tirados de cualquier forma y en el andén… gente y gente en silencio, llorando quedamente, recogiéndose los intestinos, observando sus manos o pies que no estaban donde debían. Comencé a agacharme junto a ellos, intentaba priorizar mi ayuda… ellos me miraban, pero no sé si me veían. Sonaban móviles. Miré hacia el tren destripado. Entré. Quería saber si quedaba alguien con vida allí. Fui levantando sus cabezas, tomé pulsos, escruté pupilas… no encontraba a nadie vivo. De pronto, una voz me gritó desde el andén:

       “Eh, ¿qué hace usted?”.

       Era un policía. Le dije lo que hacía. Era solo uno y casi lloraba, y tan joven que no creía lo que veía. Salté junto a él y le dije que había que empezar a subir a los heridos al vestíbulo para que los fueran recogiendo los de urgencias, que sin duda llegarían. Eso hicimos. Con chaquetas improvisamos camillas y entre los dos los fuimos sacando. Al poco se nos unieron más policías. Yo les iba indicando a quiénes trasladar primero. No tengo idea de si pasaron cinco minutos o treinta. Vi a Alberto Ruiz Gallardón y a Francisco Álvarez Cascos y pensé que la ciudad ya empezaba a enterarse de lo que yo sabía.

       De improviso nadie estaba a mi lado. Miré a mi alrededor y vi que los policías huían. Les grité. Uno contestó: “¡Hay una bomba en el tren! ¡Corre!”.

       Corrí hacia las escaleras, me caí, subí a gatas, con los pies, con las manos, intentando alejarme de ese infierno cuyos efectos conocía ya. Cuando llegué arriba vi que la gente se había concentrado al otro lado de la calle, dejando un amplio espacio de seguridad. Me lancé hacia ellos. Me gritaban, me jaleaban. Cuando llegué me abrazaron y me asaltaron con preguntas sobre lo que pasaba allí abajo, en esa cloaca de Dante en que se habían convertido las vías de Atocha. Todos ellos tenían allí a alguien, alguien que no contestaba al móvil, que no respondía. Conté algo de lo que había visto, no todo.

        Un policía que apenas podía controlar a la multitud me confió, desolado, que lo mismo estaba pasando en otros lugares de Madrid. Nos miramos horrorizados. Me dijo que estaban llegando servicios de urgencia y esperaban poder evacuar a los heridos a todos los hospitales. Pensé que se iba a necesitar mucha sangre. Me volví a la gente y a gritos les pedí que se dirigieran a donar sangre. Todos corrieron a obedecer, nadie opuso nada. Los taxis paraban y llenaban su vehículo de personas que se abrazaban y consolaban mutuamente.

        Llamé al portero automático de la casa de mi hija. A pesar de lo que estaba pasando a cien metros de ellos, ni mi hija ni sus compañeros de piso sabían nada. Se lo expliqué a través del telefonillo.

        Yo volví abajo. Ya habían llegado los de urgencias y estaban montando un hospital de campaña, una carpa. Una mujer en el suelo me sujetó de una pierna. Lloraba gritando que nos iban a matar a todos. Recuerdo que le respondí que no, que no habían podido. No sé por qué dije eso. Tenía una pierna fracturada y no se podía mover. La arrastré hasta la cola de heridos que empezaban a ser examinados por los servicios médicos, pero no quería que me separase de ella. Mientras yo ayudaba, me coloqué su mano entre mis rodillas para que me sintiera a su lado. Al cabo de un rato conseguí que la subieran a una ambulancia. Le pregunté si quería que llamara a alguien. Me dijo que sí. Le pregunté el nombre y me lo dijo. Creo que era Alicia Yaguas, ya no estoy segura, pero no conseguía recordar ningún número de teléfono. Le dije que sus familiares la encontrarían a ella. Me miró mientras se alejaba.

        Continué en el  puesto al que el destino me había atado esa mañana. Aún tardamos algunas horas hasta que el último herido o muerto fue evacuado. Entonces llamé de muevo a mi hija por el móvil. Llegó enseguida. Me contó que había estado en Méndez Álvaro sujetando la mano de los moribundos, abrazando a los huérfanos, a los viudos, a los padres sin hijos. Me alegré, porque nadie debería morir ni llorar solo.

        Días más tarde me entrevistó la televisión y salí en los telediarios y en otros programas. La mujer herida a quien ayudé quería verme y darme las gracias. Decliné la oferta y me disculpé con ella. La ciudad se estaba recuperando pero aún flotaban en el aire los rescoldos de aquellas horas en que no sabíamos los nombres de las víctimas y los muertos y los heridos habían sido de todos.

 


 

Amparo Ballesteros es enfermera. En Fronterad ha publicado La peor pregunta en el peor momento.

 


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