Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoLos libros

Los libros


A falta de un nuevo amor, una de las primeras razones de mi existir si no la más, me deleito con la lectura y la escritura. Sin las presiones ni las exigencias, a veces incoherentes, que yo soportaba cuando ejercía la profesión periodística. Siempre me he preguntado cómo una persona puede vivir sin leer, sin la compañía de un libro, incluso aun cuando no sea un texto maravilloso. Aprender, ampliar el conocimiento, compartir experiencias, imaginar, recordar, soñar, emocionarse. Qué sería de mí si no me diera los buenos días o las buenas noches un libro bien impreso, de páginas blancas y letra mediana, una portada sugerente y un señalador que me indica dónde aparqué la lectura por cansancio u otra circunstancia. Esa misma atracción que siento por el cine y que ahora sufre los azotes de la pandemia.

Tengo un kindle, pero me resisto a leer a través de un libro electrónico por mucho que sea más práctico y la pantalla ofrezca una cómoda visión. Y no sólo es cuestión de poder anotar o subrayar, porque con el e-book también se puede hacer. Además, no suelo recurrir a ello salvo en algunos casos que una frase o un dato me hayan impactado. Nunca me he movido como pez en el agua en la practicidad. Hoy escucho a no pocos amigos contar que se han deshecho de su librería. Algunos la vendieron a una de esas casetas de la madrileña Cuesta de Moyano o si no a esas librerías de viejo que me pregunto cómo todavía subsisten.

Otros en cambio no tienen reparo en confesar que los han amontonado en cajas junto a un contenedor. Los hay, y eso me merece elogio, quienes los abandonan a posta en un banco de la calle para que alguien los recoja y en teoría los lea. A mi juicio esa actitud refleja generosidad. Ahora bien, no sé si logra el fruto deseado o el producto termina en una papelera. Odio a quien marca en una de las páginas de inicio su nombre y apellido para subrayar que ese ejemplar es suyo y no de nadie más cuando en realidad el libro es ante todo de quien lo escribe y desea compartir lo que allí está escrito con los demás. Y ya puestos, me irrita la actitud de aquellos que no devuelven un volumen prestado y que no lo hacen intencionadamente en un afán de poseer lo que no se ha adquirido, sino por distracción sin reparar que tal vez el prestamista tiene un gran apego a él.

Yo vivo de alquiler en un amplio piso de mi ciudad accidental, Málaga, y mucho me temo que tarde o temprano abandonaré el lugar, o me forzará el propietario a hacerlo. ¿Qué haré con mi biblioteca? Prefiero no pensarlo, pero me temo que tendré que seguir los pasos de esos a los que ahora critico. ¿Será entonces cuando notaré que el final ha llegado o, por el contrario, me sentiré más desnudo y liberado de un fardo enorme? De todos modos, los conocimientos y los recuerdos estarán en mi cabeza, aunque desordenadamente almacenados y con la memoria cada vez más agujereada. Pero siempre quedará una pátina, una fina película de lo que yo he leído.

Me gustaría haber leído más y con más orden. Mi profesión no me lo permitía del todo, yendo de acá para allá, dando saltos de mata y exprimiendo el libro en diagonal. Tenía prisa por captar lo que el autor pretendía. Qué poco respeto con el trabajo que a lo mejor había llevado meses o años de elaboración, así como el que carece una editorial donde el currito de turno lee las primeras cuarenta páginas para dictar sentencia. La de veces que se habrán equivocado. Me centraba en el ensayo y durante los periodos de descanso prefería la novela. Nunca tuve esa manía de leer las primeras páginas de una novela e irme al poco a las del final para saber cómo finalizaba. Siempre me acuerdo esa obsesiva conducta que mostraba Billy Crystal en aquella entrañable comedia titulada Cuando Harry encontró a Sally. No sé si era una buena peli, pero confieso que cuando la reponen en algún canal de madrugada la suelo ver. No recuerdo cuántas veces lo he hecho ya. Además esa historia más o menos la he vivido yo, pero sin el final feliz de la cinta.

En estos últimos días he tenido la feliz compañía de dos libros con los que he disfrutado y me han servido para reflexionar sobre el valor de la amistad y la serenidad de la vejez. El primero, Bajo el árbol de los Toraya, del francés Philippe Claudel; el segundo, El huerto de Emerson, del extremeño madrileño Luis Landero. Este último es como la continuación de esa autobiografía, El Balcón en invierno, que escribió hace seis años y con la que yo entendí que se despedía de sus fieles lectores, entre los que formo parte. Dice en un momento Landero que tiene toda la viña ya vendimiada. Yo confío que no sea así. Los recuerdos, aunque sean fragmentados y a veces repetitivos, no se agotan para quienes poseen la envidiable capacidad de transmitir ideas con una buena sintaxis. Es maravillosa su descripción de sus recomendaciones a sus alumnos o el «momento pánico» que sufre el escritor cuando la inspiración flaquea o simplemente se ha alejado sin saber con certeza cuándo regresará o si lo hará. Él tiene la seguridad de que vendrá de nuevo con serenidad, con la paciencia y la disciplina frente a la obsesión y la precipitación. Mal acompañante esta última. A lo largo de la vida ni siquiera fui consciente que la tenía incrustada en el cerebro. Nada ganaba y mucho perdía tomando decisiones atolondradas de las que luego me arrepentía. A veces sin remedio. Otras, salvadas por el afecto y la comprensión de quienes me querían.

Philippe Claudel es guionista de cine y televisión y un prolífico escritor. Algunas de sus obras han sido traducidas al castellano. Yo confieso no haber leído nada de él hasta ahora y sólo gracias a un gran amigo, que me ha regalado su último libro, he podido disfrutar de su narrativa. Bajo el árbol de los Toraya es un canto a la amistad, a esa amistad estrecha, íntima que el autor tuvo con quien fue su productor, que murió de un cáncer tras haberse bebido hasta la última gota de vida. Para nada es una obra triste aun cuando desde el principio habla de la muerte. En realidad cuenta Claudel un viaje que realizó a la isla de Célebes, en Indonesia, y explica el enterramiento de los indígenas Toraya dentro de los árboles. Allí queda su cuerpo quemado, impregnado en las raíces de las plantas como recuerdo de los seres más queridos o de esas amistades con las que tuvimos la suerte de compartir principalmente alegrías, y tal vez alguna desgracia, y con quienes pudimos reír y aprender juntos a lo largo de la vida. ¿Qué más se puede esperar?

 

Más del autor

-publicidad-spot_img