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Océanos sin ley. La cárcel del mar, la nueva literatura del mar

Transcurridas más de doce horas por la bahía de Halong, entre las islas flotantes verdes y de una piedra casi dorada, nadando con medusas, visitando cuevas, navegando entre casas de caña ancladas al fondo marino, conviviendo con mercaderes que se acercaban en barcas para ofrecer pescado y unas verduras llenas de incertidumbre, alejados de los turistas gracias a la generosidad de un amigo que vivía cerca, apareció el petrolero escondido. Luego fuimos viendo otro petrolero y otro, todos ocultos entre los bloques de retazos del paraíso que un dios generoso nos había regalado, como dejándolos caer desde el cielo, y la superficie del mar se cubrió del azogue oleoso que antes se escondía bajo cubierta, en los depósitos que los marineros se esforzaban por limpiar. Los vertidos iban ensuciando un océano del que habíamos disfrutado como bebés de chimpancé en las ramas de árboles vírgenes. Se enturbió el Edén y ahora, al recordar ese momento, uno se pregunta qué es lo que conocemos del mar.

Por un lado, está esa imagen de descanso que creen encontrar tantas personas, muchas de ellas demasiado urbanas, frente a la estepa líquida que se extiende apuntando al infinito, es decir, a la eternidad, una imagen que nos libra de la tiranía del tiempo. Por otro, están los compañeros de infancia con quienes compartimos la playa en estampas que en la memoria se han grabado como cuadros de Sorolla. Y también la nobleza y la conciencia de los personajes de Conrad, o esa ilusión de relatos de aprendizaje que nos dejan las novelas de Stevenson, incluso cuando aparecen personajes facinerosos como en Los traficantes de naufragios, que tal vez sea su mejor obra. Y en ese mismo fiel de la balanza están los versos de Alberti, el lamento del marinero en tierra:

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

Para los habitantes de la costa, el mar es la madre. Desde el interior, nos referimos a él en masculino. Ese es, tal vez, el sentido de estos dos versos que apenas contienen nueve sílabas. El mar es viril y duro para los que acudimos a él de vez en cuando, pero es el vientre del que sale la vida para quien nace y habita en la orilla. El mar era metáfora de vida entre los fenicios y los romanos. Para nosotros, es el morir. Y sucede que hay muerte en el mar. Ese es el otro lado de lo que sabemos, el más siniestro: la basura de plástico que está a punto de alcanzar tanto peso como el que suman los seres vivos que allí habitan; la explotación indiscriminada de la que apenas tenemos noticia pues sólo vemos la superficie; los inmigrantes desesperados que fallecen en su intento de fuga y, como el niño Aylan, yacen en nuestras costas demostrando la sucísima obscenidad del sistema económico y poniendo en duda la sinceridad de nuestras emociones, que de nada sirven sin reacción.

Ese interrogante es el que empuja al reportero americano Ian Urbina (1972) a escribir durante cuatro años una serie de reportajes sobre las consecuencias de la falta de ley, y de ética, entre quienes aprovechan la extensión del mar para hacer daño: “Una de las peores cosas de este trabajo es la sensación persistente de ser parte de la pornografía de la miseria y estar utilizando como teatro tanto mal sin hacer gran cosa para conseguir cambios”. Y, sin embargo, si se callan estas voces, ¿qué nos queda a los demás? Nos queda la estupidez de maldecir viendo la tele, de soltar la expresión “¡qué barbaridad!” ante las imágenes de desastres, lo cual es síntoma de haber dejado más de media vida atrás, de no ser el que quisimos ser durante la juventud, de habernos marchitado y encontrar justificación para esa decadencia, como el asesino que fuerza la razón de su crimen a través de un ejercicio retorcido de disonancia cognitiva. Urbina sabe, por su parte, que es imprescindible hacer un diagnóstico antes de empezar un tratamiento y así nos lo explica: “Aunque no estaba seguro de cómo escapar de este círculo, me resigné a la idea de que lo único peor que dar una noticia de maltrato una y otra vez es no darla”.

Océanos sin ley (Capitán Swing) es un extraordinario libro que nos muestra la cara oculta, ese patio de atrás de la globalización neoliberal –los juegos de manos del mercado, según las palabras del autor– que va dejando a tanta gente abandonada en los estercoleros que crea a su paso. Y que también destroza el planeta. No cabe equivocarse, no estamos ante un texto tan militante como los de Naomi Klein, pues el retrato de lo océanos que hace Urbina obedece más al testimonio que al empuje político. Y, sin embargo, golpea con la misma pegada y en el mismo lugar de nuestra anatomía. Urbina recorre medio planeta acompañando a “ecologistas justicieros, ladrones de barcos hundidos, mercenarios marítimos, balleneros insolentes, agentes de recuperación de bienes, abortistas marinos, vertedores clandestinos de petróleo, elusivos pescadores furtivos, marineros abandonados y polizones a la deriva”, conociendo actividades que escapan a cualquier tipo de regulación, fraudes de toda índole, tributarios y humanos, estafas, miserias, violencia muchas veces expuesta y otras tantas, al igual que los monstruos marinos, ocultas bajo la superficie. Acompaña a pesqueros, a mercantes, a cruceros, a embarcaciones médicas, se sube a arsenales flotantes y a buques de investigación, se solidariza con los activistas y se intriga en compañía de los patrulleros de la Armada o la Guardia Costera del sudeste asiático.

¿Qué ha llevado al mundo a esta deriva, en la que se permiten en los océanos acontecimientos que apenas tendrían cabida en las regiones más civilizadas? Es posible que la respuesta esté en el alcance la ley, sabiendo que ley es una palabra que se arrima más al sentido del orden que al sentido de la justicia. El primero, el orden, tiene que ver con los deseos de los poderosos, el segundo, la justicia, con la armonía de los sencillos. Urbina no es ajeno a conceptos que se nos escapan, a ideas que nos sobrevuelan y que apenas alcanzamos a definir y mucho menos a integrar y, sin embargo, nos construyen, nos condicionan: “Estas imágenes parecen demostrar que los océanos sin ley y los barcos que los atraviesan no se definen únicamente por las personas que trabajan en sus aguas, sino también por fuerzas intangibles como el silencio, el aburrimiento y la amplitud”.

Entre dos viajes con activistas, uno de ellos persiguiendo a uno de los buques más buscados por la Interpol y el otro tras la caza de un ballenero japonés, elaboramos una serie de éxodos que desconciertan. Nos adentramos en mundo oscuros, por utilizar un eufemismo, en los que ciertas vidas son penas de muerte, y en ambientes indómitos y horribles, junto a esclavos del mar, para descubrir el sufrimiento que puebla los océanos desprotegidos: “… los aspectos más sórdidos y peligrosos de la industria pesquera, relatando las maquinaciones ilegales de un sector que funciona en la sombra, donde proliferan la esclavitud y el sadismo, donde las personas son tratadas como los productos que extraen de los océanos”. Es un mundo de saqueadores, pero también de justicieros y caza-recompensas. Comprobamos cómo un país tan minúsculo como Palaos trata de proteger sus aguas, de la extensión de Francia, con un solo patrullero y dieciocho policías, o llegamos hasta Sealand, esa nación irreconocible montada, gracias a tantos vacíos legales, sobre una plataforma militar en el Mar del Norte y que acoge a poco más que una familia. Paseamos por barcos en estado infame en los que el maltrato y el desprecio a la vida es algo más que una costumbre. O nos subimos a un barco medicalizado fletado por una holandesa para practicar abortos en aguas internacionales, recogiendo a mujeres en países donde el aborto es ilegal. Conocemos a polizones, que no saben nadar y que fueron abandonados en balsas en mitad del océano, y se nos da noticia de la logística de sus repatriaciones, tan llena de arena y ruido. Se habla de la sobrepesca, de los karaokes de los puertos en los que campan a sus anchas traficantes de mujeres que obligan a prostituirse a las niñas. Se menciona cómo las petroleras, por ejemplo, imponen legislación y jurisdicción, y una política medioambiental que permite destrozar arrecifes y ensuciar el fondo marino, y frente a ellas se levantan personas llenas de utopía a los que se maldice desde los medios que son fieles a la voz de su amo: “La distinción entre terroristas y luchadores por la libertad es una dicotomía semántica cargada de política e ideología al menos desde que Espartaco se levantó en armas contra los romanos. La distinción es especialmente turbia en el vacío legal y moral del mar abierto”. En muchos lugares, nos recuerda durante su paso por Brasil, los militantes ecologistas son asesinados: “La intromisión militar en una exploración científica completamente legal demostraba que, en los océanos sin ley, los países y casi todos los implicados se inventan normas con la misma frecuencia con las que las ignoran”.

“El alcance y la intensidad de los problemas que vi durante esta investigación eran escandalosos. Si la población descubriera una industria con una política de facto de mirar para otro lado mientras los trabajadores de fábricas de todo el planeta quedan rutinariamente encerrados detrás de puertas cerradas a cal y canto durante semanas o a veces meses, sin agua potable ni comida, sin cobrar y sin la más mínima idea de cuándo se les permitirá volver a casa, ¿no sería un escándalo inmediato con intervención de la justicia y boicots de los consumidores? No en el mar”. ¿De qué alcance pueden ser los retos psicológicos de los esclavos encadenados, literalmente, o de los furtivos? ¿Y el de los laosianos, birmanos o camboyanos que llegan a un grado de servidumbre por deudas que deja a la historia universal de la infamia en un juego infantil? Y todo, incluidas algunas ejecuciones, amparándose en un anonimato que permite la geografía y la ausencia de fronteras, la misma ausencia que le lleva a presenciar un conflicto entre buques armados de diferentes naciones, exigiendo un intercambio de rehenes. Y, mientras tanto, las plataformas petrolíferas muertas generan residuos contaminantes y en algún punto está anclado el buque que contiene un arsenal a disposición de cualquier señor de la guerra, o cualquier pirata, custodiado por hombres rudos de perfil más próximo a la delincuencia que al del soldado. Para terminar, está el relato de su paso por Somalia, tras la estela de la piratería y los secuestradores, que nos lleva a preguntarnos si deberíamos llamar delincuentes a quienes se ven empujados a ciertos actos por el sometimiento, en este caso internacional, y la reacción frente a cierto tipo de violencia.

Así, mientras habla, Urbina da voz a quienes saben que cuando se enfrentan a la gran industria, acostumbran a perder y, por lo tanto, optan por la seguridad del silencio. La duda, la partición, surge de esa cuestión sin resolver y a la que nosotros tampoco ponemos salida con la lectura, por otro lado importante, de esta obra, pues a la par que tomamos partido, que nos enfadamos y que nos proponemos cambiar el rumbo del planeta, formamos parte de ese grupo de consumidores medios que apoyan, con sus decisiones de gasto diarias, a las empresas de capital inagotable, como las petroleras que envenenan los océanos y demasiadas almas. Debe haber, sí, otra forma de vivir, como hay quien reúne coraje para vivir hasta el final la que nos rodea, entre los que se encuentra Ian Urbina.

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Océanos sin ley
Ian Urbina
Traducción de Enrique Maldonado
Capitán Swing
Madrid, 2020
623 páginas

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