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El rechazo del modernismo, tres escultores en Estados Unidos: Yasue Maetake, Linda Sormin y Daniel Giordano

¿Cómo se puede describir el formalismo modernista? ¿Qué significa? Por fin estamos entrando en un periodo en el que el modernismo ha quedado atrás, a favor de lo que se podría llamar una anti-estética: un despliegue de torpeza en el arte o la transgresión de los límites del buen gusto. De hecho, la elegante belleza de gran parte del trabajo modernista está ahora totalmente relegada a un plano histórico. En su lugar, encontramos una lengua vernácula populista, donde la improvisada y difícil belleza de las calles se sitúa en oposición a los logros del pasado. Tal vez el primer gran movimiento que reconoció la fuerza de lo cotidiano fue el arte povera, cuyos inicios se remontan a mediados de la década de 1960. Pero los artistas italianos adscritos a él empleaban materiales pobres para construir esculturas maravillosamente atractivas, y en particular, los iglúes compuestos con placas de vidrio de Mario Merz, unidos por abrazaderas industriales, destacan como tratamientos visionarios de lo común. En cambio, los artistas de los que trata este artículo –Yasue Maetake, Linda Sormin (ambas afincadas en Nueva York) y Daniel Giordano (que vive en Newsburgh, una pequeña localidad a dos horas al norte de Nueva York)– no solo apuestan por los materiales brutos; también les interesa la estética dedicada a lo cotidiano. Esto significa que su punto de vista, que si bien no es necesariamente una nivelación de la alta, media y baja cultura, sí aspira a una reorganización radical de la forma, junto con la decisión de llevar lo ordinario a un plano más elevado.

Puede que este sea el momento oportuno para ello. El arte contemporáneo funciona ahora en un medio académico muy estructurado y politizado, al menos en Estados Unidos. Les estamos enseñando a nuestros estudiantes de arte cómo deben hablar de su trabajo –con la fuerte influencia de un marxismo difuso– y, lo que es igual de importante, una dedicación a la cultura popular. La enseñanza de la destreza técnica ocupa un lejano segundo lugar frente a la práctica social, que es la decisión de investir las bellas artes de una posición radical, dedicada a la estética popular. Curiosamente, los artistas de los que aquí se hablará adoptan el estilo tosco de un arte endeudado con la vida corriente, frente a la muestra aristocrática de las obras destinadas a un público reducido. Sin duda, la motivación del actual cambio es bienintencionada, pero también perdemos algo: en concreto, la oportunidad de crear obras sin la presión de intentar llegar al mayor número de personas posible.

El arte modernista no se entendió bien cuando llegó por primera vez; esto se remonta hasta Cézanne, uno de los principales artífices del modernismo, cuyo trabajo no se tomó en serio hasta el final de su vida. Después hubo un periodo, que duró un poco más de un siglo, de auge modernista. Ahora es el momento de cambiar. Las logradas esculturas de metal de Maetake, las intrincadas obras de arcilla de Sormin y los disparatados moldes de epoxi de Giordano buscan una perspectiva distinta. Adoptan una organización intuitiva, que al principio parece una anomalía, en especial para un público versado, al que se le ha enseñado a amar las esculturas de Medardo Rosso, Constantin Brancusi y Alberto Giacometti. Pero estos artistas más recientes buscan otra cosa: el repudio de un estilo elegante que ahora tiene unos fuertes vínculos con la riqueza económica, a favor de un arte cuyas asociaciones son sumamente dispares y profundamente antijerárquicas. Se podría decir que los principios de dicho trabajo se acercan a la vulgaridad, pero ese es el quid: Maetake, Sormin y Giordano están buscando su salida de una vía ya agotada, a causa de un excesivo contacto con lo que equivale a un régimen estético, entre cuyos baluartes figuran inflar falsamente los precios de unas obras concebidas para desafiar a las clases altas, no para aplacarlas, y el culto a la belleza, de nuevo relacionada con la opulencia y la arrogancia.

Esto no quiere decir que esta nueva actitud –que se manifiesta no solo en los artistas de que trata este artículo, sino que es cada vez más visible en gran parte del trabajo tridimensional estadounidense– no tenga sus propios problemas. Si no hay estructura o profundidad detrás de la belleza, resulta meramente decorativa. Si no podemos crear una escultura que desafíe las antiguas jerarquías en sus propios términos, perdemos la coherencia y la especifidad del propósito. Por lo general, esperamos que el arte trascienda los términos de su creación, pero ¿qué ocurre cuando los artistas quieren seguir estando cerca de lo cotidiano? El uso de materiales encontrados y el desdén deliberado de la elegancia permite comprender de forma más aguda el concepto de que nuestra cultura física es, ahora, una expresión de los desechos, de materiales abyectos. No hay ningún error intrínseco en el cambio de las sustancias y motivaciones del arte, pero sí podemos decir que, en las actuales circunstancias, cuando nos volvemos hacia lo cotidiano, se corre el riesgo de que acabe siendo de mal gusto. Sin embargo, los gustos cambian con el tiempo, y el público de la cultura no tiene el poder de detener el ataque de un sesgo artístico diferente; de hecho, puede ser responsable de ese cambio.

Tal vez sea mejor reconocer que es inevitable ver una imaginería democratizada en el arte de hoy, que refleje el espíritu de la época. Sin embargo, los resultados son mixtos: he visto obras tan poco organizadas que desafían cualquier noción de coherencia. Aun así, siempre hay un precedente para el pensamiento actual: curiosamente, la obra escultórica de la difunta artista estadounidense Nancy Graves, con sus intrincadas y estrechas disposiciones de elementos muy diferentes, unos al lado de otros, parece un punto de partida para los artistas referidos en este artículo. ¿Podemos decir que su obra es una visión contemporánea del barroco? ¿Funcionaría esa percepción para Maetake, Sormin y Giordano? Las cuestiones del gusto y la organización visual pasan al primer plano de nuestras preocupaciones; puede que no sea necesario categorizar sus obras, pero una evaluación perspicaz nos ayuda a comprender un arte cuya imaginería entra en conflicto con buena parte de lo que se nos ha dicho que es excepcional como escultura. De hecho, es demasiado pronto para decir si las nuevas obras pueden sobrevivir más allá de las inmediateces de su creación; uno tiene la impresión de que las bellas artes deben contemplarse con la ayuda de la lejanía temporal, que exigen un periodo de dos generaciones de interpretación neutral para que podamos determinar si un movimiento o una persona tendrán una reputación permanente.

Aun así, el trabajo del escritor es evaluar de la manera más convincente posible la obra de los artistas de los que se ocupa. Tengo la sensación de que Maetake, Sormin y Giordano son unos artistas excepcionalmente consumados que trabajan un punto de vista no solo acorde con la innovación visual, sino también con la estructura social de la que surge la exploración. Difícilmente podremos profetizar sobre el futuro del arte estadounidense, pero sí podemos tratar de determinar el cómo y el por qué del trabajo contemporáneo, así como intentar calibrar el logro de la escultura, no en su mesura y su contención, sino en su mezcolanza de intensidades, concebida para ser irracional desde el principio. De los tres artistas, Maetake es quien más se parece a los precedentes modernistas: su trabajo es una mezcla idiosincrásica de la extravagancia barroca y de los sutiles matices del animismo japonés. La artista estudió fabricación de vidrio en la República Checa y después se mudó a Nueva York, donde obtuvo su máster en Bellas Artes por la Universidad de Columbia. Actualmente está montando su nuevo estudio en Ridgewood, en la frontera entre Queens y Brooklyn. En sus instalaciones y obras individuales suele emplear metal y medios mixtos para establecer un ambiente de integridad irregular, que se asemeja a la vida cotidiana.

En su instalación Reverse Subterrestrial (Subterráneo inverso, 2017), en la galería The Chimney, Maetake toma un entorno áspero y lo embellece con sus propios rasgos toscos. Compuesta de acero, madera, junco y un surtido de pulpa natural, se extiende sobre un entresuelo de dos niveles. Colgada del techo hasta el suelo se encuentra la notable serie titulada Sparks of Green Rust Before the Wind (Chispas de óxido verde antes del viento, 2017). Consiste en unos armazones de metal y caña, envueltos con papel hecho a mano que ha sido expuesto a la corrosión verde del cobre. El resultado es una obra de belleza atípica, pero no formal. Maetake utiliza una amalgama de materiales industriales y orgánicos, dentro de una antigua fábrica, difuminando así los límites entre el arte y su espacio expositivo. Aunque Maetake utiliza los entornos de sus creaciones con brillantez, la coherencia no es la clave de la obra. En su lugar, tiene un sentido barroco –una influencia reconocida por Maetake– que acoge el siglo XXI y su producción artística descontrolada e irracional.

Otro grupo de esculturas intensifican la sensación de excentricidad barroca; se trata de una nueva serie y se titula Lineal Fetishism (Fetichismo lineal). Las obras están hechas de una amplia gama de materiales: huesos de animales, acero, latón, cobre, pulpa de celulosa, poliéster y conchas marinas. La obra desafía cualquier descripción fácil más allá de un organicismo improvisado que se basa en la forma inherente de los materiales empleados, en lugar de un modelado jerárquico intencionado de la composición general. El resultado es que la existencia de estas obras transcurre en algún lugar entre la creatividad humana y la naturaleza imparcial. Sus materiales nos llevan a creer que estamos asistiendo a la estructura interna de alguna criatura muerta que vivió en alguna época anterior. Lineal Fetishism II (Fetichismo lineal II, 2020), una escultura que consiste en un gran tablero sostenido por barras de acero en un extremo y por un hueso, que se ensancha hacia la parte inferior, en el otro, parece un esqueleto encostrado con detritos marinos. La parte media de la pieza es una acumulación informe del color pálido que asociamos con los huesos, mientras que una piedra, de un tono lavanda oscuro, presenta la única pizca de color en la obra. En Lineal Fetishism IV (Fetichismo lineal IV, 2020), un tubo de cobre brillante, que parece un saxofón deconstruido, sostiene un anillo de hueso, piedra y resina. Saber con precisión qué significan las dos obras excede la capacidad del público. Nos encontramos con un misterio al interpretar el arte. Esto es fruto de la negativa de Maetake a designar una intención como parte de su estética. Son lo que son: ni más, ni menos. Es más que difícil asignar a las obras una existencia figurativa o abstracta. Parece que existen en un lugar intermedio, con una perspectiva que dirige a lo ignoto.

Sormin, la siguiente artista de la que hablaremos, está en consonancia y a la vez alejada del arte óseo evolutivo de Maetake; si bien las creaciones de Sormin son muy diferentes de las de Maetake, vemos que la primera comparte con Maetake una aversión a la regularidad formal en sus obras de arcilla, que a menudo consisten en intrincadas acumulaciones de formas tubulares estrechas, lo que da como resultado un denso bosque de formas, no de alusiones deliberadas a la naturaleza. También como en el trabajo de Maetake, en el arte de Sormin vemos un experto relato de las asociaciones entre las sustancias innatas incorporadas por los materiales dispares y el equilibrio entre la forma y el motivo del arte. Sormin, que estudió e impartió clases en la Universidad Alfred, en el norte del estado de Nueva York, es ahora profesora de la Universidad de Nueva York. Pero su experiencia académica no se ha abierto camino de forma visible en su arte, lo que es conscientemente irracional, al estar determinado tanto por el azar como por la intención deliberada. Esto significa que su trabajo desafía la imposición de la contención consciente a favor de un arte vernáculo intuitivo, reiterado a menudo.

En Fierce passengers (Pasajeros feroces, 2018), vemos a Sormin realizar una típica instalación compuesta por montones de objetos e invitar a participar al espectador por medio de pasarelas de madera, una decisión práctica que eleva a su público del suelo y los implica físicamente en las dimensiones verticales del arte. En este caso, la exposición de Sormin, mostrada en CAUG, en la Universidad Carleton de Ottawa (Canadá), incorpora objetos donados y cuyos antiguos dueños asociaban con experiencias personales de cambio y agitación derivados de la inmigración. En la acumulación de cosas a la vista se encuentran: envases de comida caducada, números de cerámica esmaltada, cerámicas agrietadas, una bata de hospital desechada, una casa comunal indonesia en miniatura, un señuelo inflable para gansos de Canadá, arcilla cruda, imágenes electrónicas microscópicas de una Leda de arcilla aumentada 20.000 veces su tamaño original… Son demasiados elementos para enumerarlos todos. El efecto general se puede comparar al de una masa explosiva de objetos individuales, para ser negociada en tiempo real, en la pasarela, por las personas que han ido a ver la exposición. Sormin fusiona una experiencia social con el arte de un modo que literaliza dicha experiencia, pero que no da explicaciones al público: necesitamos saber con antelación su contexto, y en concreto, por qué los objetos asociados con el desplazamiento son parte de la obra. Pero el revoltijo de imaginería densamente amontonada es muy característico de Sormin, cuyo modo de trabajar celebra las tonalidades del campo de composición, a medio camino entre la construcción y la decadencia. Esto no solo funciona sobre una base formal; su fuerza deriva de la verdad de que la experiencia tiende a situarse en un terreno intermedio, en algún lugar entre el optimismo y el desengaño.

En sus obras más pequeñas, Sormin utiliza la cerámica para crear objetos estrechamente entrelazados con esmaltes de colores. En Flight Risk (Riesgo de fuga, 2017), el laberinto serpenteante de arcilla es demasiado intrincado para que el espectador pueda darle un sentido; los matices de los esmaltados se intensifican por la naturaleza aparentemente fragmentada de las fibrillas discordantes. La escultura es una pila revuelta; en cierto modo, una presentación alegre de la forma, a pesar de que la obra evade todas las nociones tradicionales de la composición. Muestra lo que puede suceder cuando una artista con talento decide arriesgarse. La forma nunca es una estructura absoluta; cambia a medida que lo hace nuestro gusto, y, como ya he señalado al comienzo de este artículo, necesitamos una salida para escapar del peso del pasado. Los tres artistas descritos aquí rechazan la elegancia lineal a favor de una mezcolanza inspirada; un trabajo cuyas estructuras casuales, no formales, abogan por una visión más popular del arte. En otra de sus obras, Strange Feeling (Sentimiento extraño, 2017), Sormin utiliza de nuevo una densa masa de hebras finas, como espaguetis, estiradas en un formato rectangular, de cuyos lados uno es de un color más claro que el otro. Es una obra indicativa de un nuevo modo de ver: la textura de la escultura significa tanto como la masa; además, está la grata sorpresa de la arcilla, el material artístico más antiguo, que se utiliza de una manera muy contemporánea. El arte de Sormin transforma su humilde sustancia en un medio para una nueva visión, donde la arcilla se convierte en un vehículo para una materia oscura renovada.

Giordano, el último artista de este artículo, era un tenista semiprofesional que cursaba estudios de contabilidad antes de estudiar su máster en Bellas Artes en la Universidad de Delaware. Crea obras que traspasan adrede los tradicionales límites del gusto; en realidad, esto lo hacen los tres artistas. Pero a Giordano, en especial, le gusta socavar los conceptos de lo que es aceptable en el arte. Ha incluido una tarta de queso entera, hecha por su tía, mezclada con epoxi en una reciente escultura. Su experimentación es extrema: parte de su pieza más grande hasta la fecha, My Scorpio I (Mi Escorpio I, 2016-2019) consiste en dos motocicletas de motocrós en una desastrosa condición, rebozadas y fritas. La rueda delantera que falta, en uno de los dos marcos que han sido soldados entre sí, contribuye a la sensación de ruina que transmite el objeto en general, que ahora es un comestible, además de un vehículo. Giordano es un artista joven cuyo sentido del juego se puede considerar antagónico a los poderes del arte que dirigen la cultura de Nueva York. Sin embargo, está en su derecho, ya que es casi una necesidad frente a la excesiva dependencia del pasado que tiene la ciudad, y en particular del ya gravoso precedente del expresionismo abstracto. Algo nuevo debe suceder, y es probable que el alegre repudio de Giordano de casi cualquier producción cultural establecida se interprete como una mirada brillante hacia el futuro, aunque ofenda los límites conocidos de lo aceptable.

Parte de la rebelión de Giordano tiene que ver con los materiales. Son eclécticos en grado sumo, e incluyen sustancias atípicas como orinales, pelotas de tenis y pintalabios. La mayoría de estos materiales están tan bien integrados que los elementos individuales son indistinguibles del conjunto. Pero saber que la obra consiste en esos componentes cambia sutilmente nuestra comprensión del arte, que suele ser un tumulto de componentes distintos, hasta veinte a la vez. Giordano ha estado trabajando en una serie de enormes sombreros de vaqueros; Talent I (Titanic) (Talento I, Titanic, 2016-2019) se compone de ladrillo, arcilla y fibra de totora mezclada con epoxi, que constituyen la forma general, a la que se añade un molde de las nalgas del artista que hacen las veces de pliegue en la parte superior del sombrero. La base de la obra es una pila de latas de tomate, en reconocimiento al estilo culinario de su abuela (la familia de Giordano es italoestadounidense). ¿Qué icono podría ser más estadounidense que el vaquero, que siempre aparece en las películas del Oeste y que aún hoy se utiliza para conmemorar un estilo de vida? La comida desempeña un gran papel en la irreverente versión de Giordano de la Italia suburbana en Estados Unidos. Es fundamental para su familia y para la cultura italoestadounidense en general. En gran parte de las obras realizadas por Giordano, la comida –ordinaria y extraordinaria– ocupa un lugar central.

De hecho, Study for Brother with Pouty Protuberance (Estudio para hermano con seductora protuberancia, 2015-2020), una figura amorfa con dos patas de aluminio fundido, rodeadas a niveles parejos por cerámica cocida con la técnica rakú, está coronada por una tarta de queso de la tía de Giordano, hecha con un molde de epoxi. Según el artista, la obra es un elogio a las inclinaciones eróticas de su hermano; la familia es una influencia no menor en los temas del arte del escultor. El caso es que Giordano, como Maetake y Sormin, elude las cuestiones tradicionalmente formales a favor de una dependencia casi anárquica de la forma excéntrica. Es un primitivismo inspirado al que se adhieren los artistas, entregados a una estética desinhibida que descarta la forma tradicional y acoge lo común. Las consecuencias son primarias, más que sutiles, que conducen a un lugar de desorganización mítica que se resuelve con una mirada más sostenida. Al final, estos artistas se distinguen por su negativa a mirar al pasado, procediendo con la voluntad de sacrificar la elegancia a favor de un inconformismo audaz. Difícilmente se les puede culpar si reconocemos que la gran pintura de Picasso que anunció el cubismo, Las señoritas de Aviñón, tiene más de un siglo. En lugar de atarse a la historia del arte, Maetake, Sormin y Giordano están intentando construir lo que se supone que vendrá a continuación. Su futuro es cada vez más nuestro presente; no importa la nostalgia que podamos sentir por el pasado modernista.

 

Traducción: Verónica Puertollano

Original text in English

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