Los romanos reservaban a sus muertos la incineración, no la inhumación. Tal vez por ello lo que esperaban del más allá era una tristeza sombría y tenebrosa en el Averno, sin color, energía, amor ni acontecimiento alguno. Los etruscos, en cambio, hacían de la muerte algo delicioso, absolutamente deseable. Los ambientes de sus tumbas, en palabras de D.H. Lawrence, proporcionaban “una rara e intensa placidez”. Sus cámaras sepulcrales estaban pintadas con escenas alegres que reivindicaban la vida y que representaban la vida cotidiana en el otro mundo: banquetes, luchas cuerpo a cuerpo, música, bailes, caza, pesca y, por supuesto, amor físico. Los colores eran extraordinariamente vivos: blancos de tiza, negros de carbón, rojos de óxido de hierro, azul de lapislázuli machacado y un verde impresionante de malaquita. Vamos, una suerte de fauvismo o de Matisse avant la lettre.
Foscolo en Dei sepolcri hace referencia a las prácticas sepulcrales de griegos y romanos. La urna era el recipiente que recogía las cenizas de los difuntos que habían sido previamente incinerados. Los sepulcros, pues, a juicio de Foscolo, no servían para nada a los muertos, toda vez que la muerte determinaría la abolición o cese del ser humano y su experiencia, reabsorbido en el ciclo eterno de nacimiento ─ vida ─ destrucción. Sin embargo, los sepulcros ─sean etruscos o no─ tienen una función fundamental para quienes aún siguen vivos, pues las vidas que conmemoran nos interpelan profundamente acerca de nuestras propias vidas. Este libro por tanto es una suerte de Spoon river etrusco. Nos detenemos ante las tumbas, preguntamos, inquirimos. Pensamos en esas vidas y en los malabarismos que debieron llevar a cabo avanzando a través del dolor de la vida, solamente iluminado por momentos fugaces de belleza, que es el bien absoluto, esos artificios de eternidad que invocaba Dante cuando pensaba en Beatriz:
Quando a li miei occhi
apparve prima la gloriosa
donna della mia mente
que parecía una cosa que viniera el cielo a la tierra para mostrar auténticos milagros. Los sepulcros, al hacernos pensar en las vidas de los demás, nos llevan indefectiblemente a meditar sobre nuestra propia vida y a preguntarnos acerca de quiénes somos en realidad y de qué está hecha la morada vital que hemos decidido construir. Por eso, estos sepulcros etruscos me han llevado a una vida nueva, entre piedras antiguas y relatos de otras vidas que fueron y ya no son, y entre pinos y cipreses, los árboles sagrados consagrados a Plutón, el dios de los infiernos. Los etruscos y sus descendientes directos, los toscanos, creían a diferencia de Foscolo en la vida de ultratumba y por eso algunos toscanos, entre los que destaca por encima de todos Dante Alighieri, quien aparecerá reiteradamente en estos pecios, han dejado relatos incomparables de esos paseos por el inframundo.
No deja de producirse una evidente paradoja. En uno de los momentos de mi vida en los que más vivo me he sentido, los sepulcros aparecían recurrentemente sin necesidad de ser convocados. Sepulcros de Walter Benjamin en Port Bou y Antonio Machado en Collioure; tumba provisional de W.B. Yeats en Roquebrune-cap-Martin; cementerio marino de los rusos de Menton; sepulcros etruscos, propiamente hablando, en Vetulonia, en Populonia, en Sorano. Sepulcros de almirantes y de corsarios. Sepulcros de profetas iluminados. Sepulcros de escritores en el cimitero acattolico de Roma. Este libro toma el relevo de su casi homónimo La tumba etrusca, de José Carlos Llop, un catálogo de varios de los temas abordados también en este libro: la muerte, naturalmente, pero también su exaltación absoluta: el amor, los sueños, el arte, el paisaje, la guerra y siempre la historia y la literatura.
Sepulcros etruscos surge como corolario de una experiencia que solo puedo calificar de pura maravilla: un viaje en coche a Italia en el verano de 2020, recién salidos del confinamiento, con un profesor de estética, que además de poeta es amigo mío. De los buenos: él es él y yo soy yo. El poeta se llama Ilia Galán y muchos de sus amigos le conocemos como “El Marqués”, pues, aunque no es feo, es muy católico y muy sentimental, como Bradomín, uno de sus Döppelgänger. Por esta razón, cuando haga referencia a mi alter ego en este viaje utilizaré la inicial M. M. es un personaje a medias entre el profesor Chips de Goodbye Mr. Chips en sus vacaciones en Italia, en el aspecto iconográfico y de atrezzo; Moratín, otro miembro de su panteón personal, en su mirada maravillada por la belleza italiana: György Lukács en su viaje por Italia para las cuestiones estéticas y filosóficas, y el Caballero de Seintgal en sus andanzas, valga la redundancia, galantes o galanas. Ilia Galán no es exactamente el M. de este libro, pero se le parece bastante.
El libro que el lector tiene entre sus manos se presenta como una serie, no siempre ordenada cronológica o topográficamente, de breves digresiones narrativas que he dado en llamar “sepulcros”, pues las visitas a cementerios, criptas y otro tipo de tumbas fueron uno de los leitmotiv de aquel viaje. Cada sepulcro toma un cronotopo de nuestro recorrido por la Costa Azul y la Toscana como pretexto para enjaretar un brevísimo relato sobre literatura, historia y paisaje. Eso sí, con alguna trampa al solitario, pues de vez en cuando se intercalan recuerdos de viajes anteriores a Italia. Entre los antiguos se cultivaba un género literario llamado philocalia, el amor por las cosas bellas. Este viaje, además de todo lo que llevó de aprendizaje cultural y personal, tuvo bastante de philocalia, de educación, mejor dicho, de reeducación de la mirada y del gusto que propició tanta belleza, que, atendiendo solo a sus propias leyes, “es una dicha perpetua”, en palabras de John Keats. En su libro sobre Venecia, Fondamenta degli Incurabili, Joseph Brodsky escribió a modo de hydrotaphia, o escrito en el agua, nuestro destino (1): “Italia, solía decir Anna Ajmátova, es un sueño que vuelve durante el resto de tu vida”. Sí, no cabe duda de que Italia es un sueño que vuelve una y otra vez a lo largo de la vida. Sirvan estos sepulcros etruscos, pues, no como exaltación de la muerte, sino como celebración de Italia y de la vida.
(1) L’Italia è un sogno che continua a ripresentarsi per il resto della vita. Josep Brodsky, Marca de agua, Traducción de Menchu Gutiérrez, Madrid, Siruela, 2010, p. 94.