A Mbuyi Kabunda
La noche del 17 de enero de 1961, después de varios días de torturas y malos tratos, Patrice Lumumba, el primer jefe de gobierno electo del Congo independiente, fue fusilado en el patio de una pequeña y aislada casa en la provincia congoleña de Katanga, la más rica en minerales de todo el país. También fueron ejecutados uno de los ministros de su gobierno y el presidente del Parlamento.
Desde que Zaire, hoy República Democrática del Congo (DRC), había accedido a la independencia unos meses antes, el 30 de junio de 1960, la inestabilidad había impedido que el gobierno de Lumumba lograse hacerse con las riendas del Estado. La antigua potencia colonial, Bélgica, y el nuevo imperio, Estados Unidos, habían maniobrado con todos los medios a su alcance para forzar la declaración de independencia de Katanga, la caída del gobierno Lumumba y el golpe militar de Mobutu Sese Seko. Y todo en menos de seis meses.
Para entender por qué Patrice Lumumba se convirtió en un trofeo de caza para Bélgica y Estados Unidos sin haber tenido casi tiempo de llegar a gobernar, conviene recordar el discurso que Lumumba pronunció el 30 de junio de 1960 en la ceremonia en la que el rey de Bélgica, Balduino I, entregó el destino del Zaire a los congoleños representados por Lumumba.
El 30 de junio de 1960 se reunían en el Palacio de la Nación de Léopoldville, hoy Kinshasa, la capital del Congo, autoridades congoleñas y belgas, diplomáticos extranjeros y representantes de organizaciones internacionales. Era el día más importante de la aún joven nación desde el final de la Conferencia de Berlín celebrada en 1885, en la que las potencias europeas se habían repartido el continente africano estableciendo las fronteras de la mayor parte de los países africanos, incluido el propio Congo.
A la entrada del edificio de gobierno se erguía una estatua de bronce del rey belga Leopoldo II, fundador y propietario del estado del Congo hasta su muerte. La colonización del Congo será recordada como una de las más brutales de la historia de la colonización europea y el monarca belga como el más brutal de los colonizadores europeos (como relata pormenorizadamente Adam Hochschild en su libro El fantasma del rey Leopoldo).
Ese último día de junio de 1960 el rey Balduino I, nieto de Leopoldo II, subió al estrado para leer el discurso con el que entregaba formalmente la soberanía de la nación al pueblo africano.
En su discurso, Balduino señaló que la independencia del Congo constituía la culminación de la obra concebida por la inteligencia del rey Leopoldo II. Unas palabras que respondían a la lógica colonizadora amparada por supuestos sentimientos humanistas: las naciones europeas se habían encontrado con unos pueblos africanos retrasados tecnológica, social y políticamente y les habían concedido la gracia de ocuparse de su educación, del mismo modo que los padres se ocupan de sus hijos pequeños, a veces mediante el palo, a veces mediante la zanahoria. Balduino también dedicó parte de su discurso a ofrecer a los congoleños de la nación recién independizada unos consejos sobre el buen gobierno y para tenderles la mano de una futura colaboración belga:
“No comprometáis el futuro con reformas apresuradas y no sustituyáis los organismos que Bélgica os entrega mientras no estéis seguros de poder hacerlo mejor… No temáis dirigiros a nosotros. Estamos dispuestos a permanecer a vuestro lado para ayudaros con nuestros consejos, para formar con vosotros a los técnicos y funcionarios que vais a necesitar”.
Balduino evitó mencionar los métodos colonizadores empleados por los belgas en el Congo. Durante décadas el Congo había sido -en palabras del académico O. P. Gilbert- “el imperio del silencio”. En Bélgica se había perpetuado durante todo este tiempo un tabú sobre el Congo que impedía hablar abiertamente de la colonización en términos que no fuesen elogiosos hacia la gran labor que los belgas estaban desarrollando en tierras (de) salvajes.
Tras el discurso de Balduino, habló el presidente de la República, Joseph Kasavubu, quien –según el escritor belga Ludo De Witte- tuvo una intervención perfectamente insignificante. Cuando Kasavubu terminó su alocución, le tocó el turno al recién elegido primer ministro congoleño, un joven de 35 años llamado Patrice Émery Lumumba. Los no congoleños presentes en aquella sala no se esperaban unas palabras que cambiarían la historia del Congo y que serían el primer cargo que le imputarían a Lumumba para sentenciarle a muerte sin juicio ni jueces unos meses más tarde.
Dirigiéndose a los “congoleños y congoleñas, combatientes de la hoy victoriosa independencia”, y obviando por tanto dirigirse a los blancos presentes en la sala, Lumumba procedió a la lectura de su discurso-acusación:
“Hemos vivido los sarcasmos y los insultos, los golpes que tuvimos que soportar mañana, tarde y noche, porque éramos negros. ¿Quién olvidará que a un negro se le llamaba “tú”, ciertamente no como si fuese un amigo, sino porque el honorable “usted” estaba reservado exclusivamente a los blancos? Hemos vivido el que nuestras tierras fuesen expoliadas en nombre de textos supuestamente legales que no hacían sino reconocer el derecho del más fuerte. Hemos experimentado que la ley nunca es la misma según se trate de un blanco o de un negro: complaciente con unos, cruel e inhumana con los otros. Hemos vivido los sufrimientos atroces de los relegados por las opiniones políticas o creencias religiosas: exiliados en su propia patria, su suerte era verdaderamente peor que la misma muerte… ¿Quién olvidará los fusilamientos en los que tantos hermanos nuestros perdieron la vida, los calabozos a los que fueron brutalmente arrojados los que no querían seguir sometidos al régimen de una justicia de opresión y de explotación?”
Según los presentes aquel día, parece ser que el primer ministro belga, Gaston Eyskens, tuvo que convencer a un irritado Balduino para que no regresara inmediatamente a Bruselas tras escuchar a Lumumba. No puede resultar extraño este discurso (ni por su contenido, bastante ajustado a la realidad histórica, ni por el tono) si tenemos en cuenta que a finales de 1959 Lumumba, entonces uno de los principales líderes del movimiento nacionalista que luchaba por la independencia, había sido detenido por los belgas tras encabezar una protesta pública. Había sido juzgado en enero de ese mismo 1960 y condenado a varios meses de cárcel. Los belgas se vieron forzados a excarcelarlo para que pudiera participar en las elecciones de mayo.
Nuestro país, nuestra gente
La relación entre Bélgica y el gobierno Lumumba empeoró cuando se comenzaron a conocer las medidas nacionalistas de africanización del Estado congoleño. Los belgas habían controlado durante décadas la administración, los negocios y el ejército, y la declaración de independencia no mermó en nada ese poder. De hecho, el plan era precisamente que la independencia no cambiara el control que Bélgica ejercía sobre su ex colonia. Poquísimos congoleños habían tenido la oportunidad de cursar estudios universitarios, se contaban diecisiete licenciados universitarios en todo el país, y sólo a un número muy reducido se les había permitido trabajar en la administración colonial. Tampoco era elevado el número de oficiales negros con puestos de mando en las fuerzas armadas. La africanización de la sociedad congoleña que Lumumba se proponía llevar a cabo, basada en sus ideas nacionalistas y panafricanas, habría implicado una importante pérdida de poder de los belgas y de las empresas extranjeras presentes en el país.
Una de las primeras medidas llevadas a cabo por Lumumba fue la de aumentar los salarios del ejército en un 30%. Con ello pretendía enviar un mensaje a los trabajadores del resto de los sectores productivos del país para que reclamasen a su vez mejoras de sus salarios. Fue la excusa que Bélgica y Estados Unidos necesitaban para confirmar sus sospechas de que el gobierno de Lumumba no iba a ser ni dócil ni beneficioso para sus intereses. De hecho, intuyeron acertadamente que se podría llegar incluso a nacionalizar las joyas de la corona congoleña: las empresas mineras. Bruselas y Washington no esperaron mucho para mostrar sus cartas: el 11 de julio, la provincia de Katanga, gobernada por Moise Tshombe, declaró su independencia. Un movimiento político financiado por Bélgica que trataba de crear inestabilidad en el país.
En su libro El asesinato de Lumumba (Editorial Crítica, 2002), Ludo de Witte comenta la importancia económica y estratégica de Katanga -la provincia del cobre- para explicar la dimensión de la amenaza que hubiera supuesto para las potencias extranjeras una pérdida de su control: “El centro de gravedad económico de la provincia del cobre se encuentra en el sur, y lo forma una serie de llanuras que se elevan a más de mil metros por encima del nivel del mar. La inmensa riqueza de su subsuelo fue calificada en el siglo XIX por el científico belga Jules Cornet como un “escándalo geológico”. En esta zona están las minas principales, el grueso de la industria katangueña y las ciudades principales como Élisabethville, Jadotville y Kolwezi. Para garantizar la exportación de las riquezas katangueñas, el ferrocarril, que discurría en paralelo a la frontera sur de Katanga, unía las grandes ciudades katangueñas con Rodesia y Angola”. Katanga se convertiría desde 1961 en El Dorado de los mercenarios de todo el mundo, contratados tanto por las compañías mineras para proteger sus intereses como por los bandos implicados en la guerra de secesión que duraría varios años. Ex militares suráfricanos, belgas, franceses e ingleses que cobraban miles de dólares y que tenían carta blanca para actuar en aquella remota provincia.
El derrumbe
No había transcurrido ni ni 15 días desde la ceremonia de independencia cuando el país se desmorona. El 12 y el 13 de julio la capital del país es escenario de importantes huelgas en el sector privado. Los congoleños han recibido el mensaje de Lumumba y salen a la calle para reclamar sus derechos.
Tras la declaración de independencia de Katanga, el gobierno Lumumba envía una petición de ayuda militar a las Naciones Unidas. A posteriori cabe considerar esta demanda como un error. La ONU aprueba la ayuda militar. En una de sus primeras actuaciones cuestionables en África, tropas de la ONU terminarán entregando a Lumumba a sus asesinos unos meses más tarde. La relación entre Lumumba y el entonces secretario general de la ONU, el sueco Dag Hammarskjöld, no fue nunca cordial.
Las Naciones Unidas jugaron un papel destacado a la hora de promover la independencia de las colonias africanas en la segunda mitad del siglo XX. El título XI de su Carta fundacional, que entró en vigor en 1945, estableció el respaldo jurídico internacional del que se aprovecharían muchos países sometidos al control colonial tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. A día de hoy, la ONU es vista por muchos africanistas, no sin parte de razón, como una institución beneficiosa que favoreció y alentó las independencias africanas. Aunque también podría ser calificada como una organización internacional que favoreció y alentó las independencias africanas y asiáticas con el principal objetivo de permitir a los Estados Unidos el acceso político y económico a unos territorios que ya no debían seguir perteneciendo a unas potencias europeas exhaustas. Estados Unidos se había implicado en la II Guerra Mundial para salvar del desastre a los países de la vieja y decadente Europa, pagando un alto precio a escala material y humana, como una inversión de futuro que le asegurara su expansión imperial. El control de África y gran parte de Asia por las viejas colonias europeas tras el final de la Segunda Guerra Mundial era por tanto un anacronismo que necesitaba ser remediado y la ONU fue una de las mejores herramientas de las que Washington se sirvió a lo largo de toda la posguerra fría para consolidar su nuevo papel hegemónico de potencia mundial.
Durante el verano de 1961, Lumumba sufre en la prensa occidental una de las campañas de desprestigio más inmisericordes que se recuerdan hasta la fecha. También en medios diplomáticos se le denigra, acosa, descalifica y humilla verbalmente. Entre los calificativos que se le dedican en medios periodísticos y en informes diplomáticos y políticos se pueden destacar los siguientes: demagogo revolucionario que sólo pretende sembrar el caos, ladrón analfabeto, instigador diabólico del terror, loco peligroso, arribista, negro izado a la cumbre, caprichoso, más diablo que hombre, fantasioso, belgófobo, incompetente, racista corrupto…
Su caída se prepara en todos los frentes, especialmente el propagandístico. Antes del final del verano, el 15 de septiembre, el jefe del ejército -un entonces desconocido Joseph Mobutu- anuncia que el ejército se hace cargo del país. El golpe militar llegaba después de que el presidente del Congo, Kasavubu, protagonizara un golpe de Estado político destituyendo a Lumumba y a seis de sus ministros el 5 de septiembre. La ONU se puso de parte de Kasavubu en su enfrentamiento con el gobierno. También Estados Unidos y Bélgica. Parece que Mobutu decidió dar el golpe de Estado tras haber recibido la orden de Lumumba para que arrestara a Kasavubu, y órdenes del presidente para que a su vez detuviera a Lumumba.
La desclasificación de documentos secretos de la CIA demostraría años más tarde que Estados Unidos habían elaborado durante aquellos meses varios planes para eliminar físicamente al dirigente nacionalista congoleño. En sus memorias, el entonces jefe de la estación de la CIA en la capital del Congo mencionó que uno de los operativos que se preparó consistía en hacer llegar a Lumumba un dentífrico envenenado. La embajada estadounidense también jugó un papel importante en el derrocamiento de Lumumba. El dinero fluía en maletines que llegaban a las manos correctas, incluidas las de Mobutu.
El segundo oficial en la embajada americana en Lépolville era Frank Carlucci, uno de los personajes más siniestros en la historia reciente de los servicios secretos y diplomáticos estadounidenses. Carlucci, que llegaría a ser director adjunto de la CIA y secretario de Defensa entre 1987 y 1989 con George Bush padre, había sido compañero de promoción en Princeton de Donald Ramsfeld y James Baker: los jóvenes halcones ya planeaban en aquellos años sobre el campo de caza.
Además de la crudeza de su discurso y de la petición de ayuda a la ONU, Lumumba cometió el error de solicitar respaldo económico y militar a la Unión Soviética para hacer frente a la secesión de Katanga. Fue tal vez su mayor equivocación. En plena guerra fría, los rusos acceden a enviarle recursos, y el primer ministro congoleño se convierte automáticamente en el representante de una amenaza comunista en corazón de África. La ayuda soviética nunca llegaría. No dio tiempo. El final de Lumumba estaba demasiado cerca.
A finales de noviembre, Lumumba consigue escapar del arresto domiciliario al que le tenían sometido las tropas de Mobutu y los cascos azules de la ONU en Léopoldville, hoy Kinshasa. Su intención era dirigirse hacia Stanleyville, donde su vice-primerministro trataba de reagrupar a las tropas nacionalistas que permanecían fieles al gobierno legítimo. El viaje hasta Stanleyville, complicado ya de por sí dado el estado de las carreteras, se alargó aún más debido a las paradas en el camino que Lumumba realizó para pronunciar discursos ante los habitantes de muchos poblados por los que pasaban.
La noche del 1 de diciembre, la comitiva de Lumumba es interceptada por una patrulla del ejército leal a Mobutu a orillas del río Sankuru. De la confusión que siguió a aquella noche -Lumumba arrestado, puesto en libertad y luego arrestado de nuevo- cabe destacar que las tropas de la ONU presenciaron su arresto definitivo sin tratar de impedirlo. Únicamente intervinieron para evitar que le siguiesen golpeando en público, una escena que se repetiría días más tarde a su llegada a Léopolville.
La detención de Lumumba y su traslado Lépolville fue sólo la primera etapa de su vía crucis. Mobutu no podía tomar ninguna decisión sobre la suerte de Lumumba sin el visto bueno de Bélgica. Los belgas no sabían qué hacer. El país era un caos. Ni Mobutu ni Kasavubu se mostraban capaces de controlar las revueltas ni el avance de las tropas nacionalistas que permanecían fieles a Lumumba. La decisión que se tomó fue la de trasladar al depuesto primer ministro a la región rebelde de Katanga. La ONU, en colaboración con los belgas, había permitido que Tshombe mantuviese el poder ante el avance las tropas nacionalistas leales a Lumumba y las revueltas internas que se resistían a intentona de golpe secesionista.
Ludo de Witte recoge en su libro con bastante detalle el definitivo traslado de Lumumba hacia Katanga, cuyo gobernador, Tshombe, contaba con asesores militares belgas que supervisaron y aseguraron el traslado.
En cuanto el avión que trasladaba a Lumumba, a uno de sus ministros, Okito, y al presidente del Parlamento, Mpolo, aterrizó en el aeropuerto de Elisabethville, la capital de Katanga, soldados katangueños bajo las órdenes de oficiales belgas comenzaron a golpear a los prisioneros con las culatas de sus fusiles. Terminadao el ajuste de cuentas, los prisioneros fueron trasladados a una pequeña casa cercana al aeropuerto, vieja propiedad de una familia de colonos belgas.
La noche de ese mismo 17 de diciembre, Lumumba y sus compañeros de cautiverio fueron ajusticiados por un pelotón de fusilamiento comandado “por un europeo”, según las investigaciones de De Witte, y enterrados en el patio de la casa que había sido su prisión durante las últimas horas de su vida. Meses antes de su muerte, Lumumba había escrito: “Si muero mañana, será porque un blanco habrá armado a un negro”.
Sin cadáver no hay delito
Eliminado Lumumba, comenzó a cundir el pánico entre todos los actores que había participado directa o indirectamente en su asesinato. Los militares y políticos congoleños temían que el martirio de Lumumba se volviese contra ellos, tanto a nivel interno como en los tribunales internacionales. La ONU temía que su participación por omisión fuese descubierta. Los belgas, por su parte, no querían ser señalados como los encargados de haberse ocupado del trabajo sucio. Comenzó una operación de propaganda y blanqueo para extender la confusión. Se inventó una historia en la que se aseguraba que Lumumba había conseguido huir y que días más tarde una patrulla había abierto fuego contra él.
Los belgas actuaron con rapidez para eliminar las pruebas. Existen varias versiones acerca de las actuaciones emprendidas por las autoridades belgas, con la colaboración de fuerzas de seguridad katangueñas, para hacer desaparecer los restos de Lumumba. Una de las versiones dice que al anochecer del 18 de enero de 1961, un convoy llegó a la casa en la que había sido fusilado y enterrado Lumumba veinticuatro horas antes. En el convoy iban tres comisarios de policía belgas y los nueve gendarmes katangueños que habían llevado a cabo materialmente el asesinato. Cuando comenzaron a exhumar el cadáver del primer ministro era ya noche cerrada. Depositaron el cadáver en la plataforma de un camión y viajaron hasta la frontera con Rodesia del Norte (hoy Zambia), a unos 220 kilómetros, donde volvieron a enterrar el cuerpo. Quemaron las mortajas en una parada durante su viaje de vuelta.
Sin embargo, el traslado del cuerpo no debió de parecer suficiente. Tres días más tarde, el 21 de enero, un camión de obras públicas se dirigía hacia el lugar del segundo enterramiento de Lumumba. El camión contenía varios paneles de señalización -para justificar unas obras en caso de que pasaran coches- e instrumentos de telemetría, dos garrafones llenos de ácido sulfúrico, un bidón de gasolina vacío de 200 litros, hachas, herramientas varias y una sierra para metales. Formaban parte de este segundo batallón de desenterradores, compuesto en su mayor parte por congoleños, dos hermanos belgas, los hermanos Soete.
Les resultó imposible encontrar la nueva tumba antes de la caída de la noche. No lograron localizarla hasta la mañana siguiente.
En un libro que escribió años antes de confesar su participación en los hechos, uno de los hermanos Soete, Gerard, describió, con el disfraz de la ficción, todos los trabajos llevados a cabo para deshacerse definitivamente del cuerpo de Lumumba. En el libro de Ludo de Witte se recoge este impresionante testimonio. El tono del relato denota perfectamente toda la rabia que los belgas acumularon contra Lumumba como líder del movimiento nacionalista que había amenazado sus intereses y la supremacía blanca. El estilo de la narración parece el engendro de una cópula bastarda entre la prosa contenida y tenebrosa de Cormac McCarthy y la prosa más torrencial pero no menos oscura de Lobo Antunes cuando ha escrito sobre su experiencia en la guerra colonial de Angola. Denota además toda la rabia -y también todo el placer- que sintieron aquellos ejecutores de las frías decisiones tomadas en Bruselas, Washington y Nueva York, sede de las Naciones Unidas:
“A veinte metros de la carretera, en el lugar de la ejecución, en plena sabana arbórea, la mano rígida del Profeta [Lumumba] sobresalía del suelo arenoso apuntando al cielo: era un último intento de acusar, de llamar a sus tropas destructivas. No siempre consiguen matar decentemente. No piensan en el cadáver que queda después de la destrucción del ser humano…
En cuanto dejaron los cuerpos junto a los fustes vacíos y reunido su material, se dieron cuenta de que no estaban preparados para este tipo de trabajo. Regresaron al coche y bebieron whisky…
Poco expertos en la tarea, empezaron a asestar hachazos y a cortar los cuerpos como posesos. Así no consiguieron nada, salvo hedor e inmundicias, de modo que decidieron atarse un pañuelo higiénico para taparse la boca. Schäfer cogió la sierra para metales y una pierna del Profeta y empezó a serrarla por encima de la rodilla, como si se tratase de una rama de árbol. Depositó delicadamente el extremo de la pierna en el fondo del bidón y siguió separando uno a uno los miembros del torso…
Cuando ya sólo quedaban el torso y la cabeza, de golpe se dio cuenta del horroroso trabajo que le tenía ocupado. Denys permanecía inmóvil, como una estatua de piedra y lo iluminó con ayuda de una tea. Fue Schäfer quien despertó su odio. La pasión se mezcló con la borrachografía. Los dedos se aferraron con firmeza al cabello crespo de aspecto metálico, ahí estaba el gesto decisivo…
Dejó la sierra de lado, que no era del tamaño adecuado para aquella cabeza monstruosa. Cogió el hacha, colocó el pie encima de la mandíbula y destruyó el cuello; se quedaba sin aliento, empezó a blasfemar como un diablo, maldijo a todo el mundo como habían hecho sus hermanos de raza…
‘Lo hago en vuestro lugar, malditos cobardes blancos’, a través del algodón y del pañuelo higiénico masculló una súplica chirriante entre dientes…
De golpe, corroído por una inmensa repugnancia, convocó a todos los profetas nacionalistas de barbita de chivo y gafas de caballo, a todos los susurradores con sombrero de seda y a las falsas promesas de su propio país. Con la ferocidad que le inspiraba aquel odio, asestó el hachazo que separó las últimas vértebras del cuello, recogió la cabeza apestosa en sus manos y le escupió. Luego, con la cabeza sobre sus brazos cruzados, se sentó en medio del líquido. A sus pies se encontraba la cabeza, un objeto imposible…
Ahí estaba la única prueba material de la muerte del Profeta. Si alguna vez la adoración del mártir llegaba a ver la luz del día, podría devolverle las reliquias… Sacó una tenaza de su bolsa llena de herramientas y separó con dificultad dos dientes de la mandíbula superior del Profeta. Tenían fundas de oro. Los dentistas acostumbran a identificar los cuerpos que han quedado irreconocibles ayudándose de las características de las prótesis.
Sacó el brazo derecho del bidón y cortó los dedos de la mano rígida. El índice que una bala había herido al cruzar la mano que intentaba protegerse, el índice tantas veces amenazador, que mostró el camino de la destrucción, de la muerte y de su propia destrucción a masas excitadas. El dedo meñique de uña larga que utilizaba durante su encarcelamiento para limpiarse la nariz y las orejas.
Envolvió las reliquias con un trapo limpio, se inclinó hacia el suelo donde había caído una bala que se acababa de desprender del cuerpo, la juntó con las pruebas y lo guardó todo. Cogió el torso, lo introdujo en el bidón, encima de los demás miembros partidos y puso la cabeza encima de todo. Destapó uno de los garrafones y derramó el contenido sobre el cuerpo despedazado. Una columna de gas, blanca y silbante, se elevó hasta el cielo. El ácido transformó al Profeta en una masa viscosa”.
Tras realizar este impecable trabajo, a los hermanos Soete se les concedieron un par de semanas de permiso en Suráfrica para que pudieran “reponerse de los acontecimientos”, según comentaría más tarde uno de asesores de Tshombe.
En septiembre de ese mismo año 1961, Dag Hammarskjöld, todavía secretario general de las Naciones Unidas, falleció, según la versión oficial, en un accidente aéreo cuando sobrevolaba la actual Zambia camino del Congo para inspeccionar el despliegue de los cascos azules en el país. Se le concedería el Premio Nobel de la Paz de ese mismo año a título póstumo.
Madrid. Marzo, 2011
* Lino González Veiguela es periodista. Su última contribución a Fronterad se titulaba Europa en la jaima de Gadafi