Esta historia se inicia el 10 de septiembre del año 1883. Ese día, Gian Francesco Gamurrini, director de la biblioteca de la Fraternitá dei Laici, en la ciudad italiana de Arezzo, escribía a un amigo, el arqueólogo De Rossi, un antiguo colaborador del historiador y premio Nobel de Literatura Teodoro Mommsen, que poniendo en orden unos legajos y manuscritos en la biblioteca le había llamado la atención un códice que contenía dos textos en latín. El segundo (Itinerarium o Peregrinatio) contaba un viaje a Oriente y Tierra Santa de una peregrina, cuya lectura, decía Gamurrini, “le hacía perder el sueño”. No era solo por la emoción del hallazgo, sino porque al manuscrito le faltaban hojas, al principio, al final y alguna que otra por el medio, que dificultaban las respuestas a las preguntas que obviamente se hacía y que nos haríamos todos: cuándo se había escrito, quién lo había escrito y cuáles las razones del viaje.
La historia del manuscrito encontrado en Arezzo tiene, como la protagonista, una historia andarina: el códice procedería de la abadía benedictina de Montecasino, el primer monasterio fundado por Benito de Nursia (480 y algo) curiosamente como rechazo al ascetismo excesivo y un poco fanático del extremo Oriente; allí permaneció hasta por lo menos el siglo XVI, dato que sabemos por un inventario de 1532 que contenía la reseña de un códice cuya primera palabra era “abatisse”, que nuestro bibliotecario identifica de forma acertada con el manuscrito encontrado en Arezzo. En lo que se equivocaba el bibliotecario era en la fecha del documento (la copia del original) que fecha en el siglo VIII o IX, pero que hoy sabemos, por estudios paleográficos, que es del siglo XI.
A principios del siglo XVIII el manuscrito aparece en la ciudad de Arezzo en el monasterio también benedictino de Santa Flora y Santa Lucilla y allí lo ve en 1788 y lo cuenta después, en uno de sus relatos, un erudito viajero (como lo eran o lo querían ser todos los viajeros ilustrados empeñados en hacer un mapa absoluto del mundo) de nombre Angelo Di Constanzo y de intrincada vida. En 1810, el emperador Napoleón suprime numerosos monasterios y decide que sus fondos bibliográficos pasen a las bibliotecas públicas. De esa forma el manuscrito hace su último y corto viaje a la biblioteca de la Fraternitá dei Laici de Arezzo, donde nuestro afortunado bibliotecario lo encontró.
El texto solamente da una única pista para saber de dónde era nuestra viajera. En un momento dado leemos que el obispo de Edesa se dirige a la peregrina con las siguientes palabras: “Porque veo que tú, hija, por “motivos religiosos”, te impusiste el esfuerzo de venir de las “extremidades de la tierra” a estos lugares.
¿Pero de dónde exactamente? La contestación ha dividido a los estudiosos hasta el día de hoy: los que creen que la patria de la desconocida peregrina era algún lugar de la Galaecia ibérica y los que, por el contrario, se inclinan por pensar que los “extremos de la tierra” a los que se refería el obispo sirio estaban en algún lugar de la Francia meridional: Gamurrini creía que se trataba de Silvia o Silvina de Aquitania, opinión que fue dada por cierta durante más de veinte años. Pero en 1903, un benedictino francés llamado Mario Férotin, que era bibliotecario del monasterio de Santo Domingo de Silos, relacionó por primera vez (hay que decir en honor a la verdad que el primero había sido el P. Enrique Flórez, autor de esa verdadera joya que es la España Sagrada) a la autora del manuscrito de Arezzo con Egeria, en concreto, escribe, con la “monja” de la que habla San Valerio en su famosa Carta dirigida a los monjes del Bierzo en el año 680: “inflamada con el deseo de la divina gracia emprendió con intrépido corazón y con todas sus fuerzas un larguísimo viaje por todo el Orbe” y termina con un maravilloso párrafo, que constituye toda una incitación al viaje y a la vida, “Caminad mientras tengáis luz, para que no os envuelvan las tinieblas”.
Aunque el monje berciano en ningún momento señala que Egeria fuera autora de ningún manuscrito, una lectura atenta de la carta ha hecho pensar que era ella, sobre todo porque coinciden los lugares que el obispo del Bierzo dijo que había visitado la gallega peregrina, con los que recoge el Itinerarium para llegar a Constantinopla, la Nitria y la Tebaida, el Sinaí, el monte Nebó, Jerusalén, Menfis, Heliópolis, Nazaré, el país de Gessén…
La lingüística también ha reafirmado la procedencia hispana de nuestra peregrina, ya que la mayor parte de los estudiosos ha señalado que algunos términos utilizados en el manuscrito tienen correspondencia con el castellano actual, aunque en el texto aparecen varios galicismos que bien podrían, por el contrario, confirmar la ascendencia gala de la empeñada viajera.
En fin, podemos decir lo que dijo, en su día, el sabio gallego Manuel Díaz y Díaz, sobre que, si bien es la opinión generalizada y aceptada por la gran mayoría de los estudiosos que la autora del manuscrito de Arezzo es una habitante de la Galaecia peninsular, tal afirmación “no aparece al abrigo de ulterior discusión”.
Menos problemas plantea la fecha del viaje de nuestra peregrina, aunque podríamos decir lo mismo que acabamos de señalar para su origen. Gamurrini la fijó en el 385 y a partir de ahí se barajaron distintas fechas, y si bien algunos autores como Aimé Lambert da la fecha entre el 414 y 416 o Karl Meister que data el viaje entre el 533 y el 540, la mayor parte de los investigadores lo sitúan a finales del siglo IV. Uno de ellos, el jesuita Paul Devos, da por fin una fecha definitiva y aceptada por todos, hasta ahora, entre el 381 al 384, lo que parece probable.
Pero ¿cómo era esta persona capaz de viajar desde el fin de la tierra hasta Oriente en el siglo IV? El diario nos proporciona algunos datos de los que podemos entrever su condición: Era una mujer con recursos económicos, tanto como para financiarse un viaje de tres años con un séquito de ayuda personal y una total despreocupación por todo lo relacionado con la manutención y el dinero; pero, además, era una persona significada socialmente y políticamente con buenos contactos en los ambientes políticos de Oriente y también en los eclesiásticos, lo que explica que posea un pasaporte oficial que le permite utilizar los servicios del Cursus publicus (la posta imperial), disfrutar de albergues de carretera, cabalgaduras de refresco, contar con la ayuda de presbíteros y hombres de la iglesia que le salen al paso para ayudarla constantemente y gozar de una protección militar que utiliza en ocasiones: por ejemplo, para ir desde la fortaleza de Clysma, cerca de la actual Suez, en la tierra de Gosén, a Tanis –la bíblica Zoán, donde había nacido Moisés y a cuyos príncipes el profeta Isaías llamó necios– nuestra peregrina es acompañada por, dice ella misma, “soldados y oficiales del ejército imperial que nos llevaban siempre de un punto militar a otro”.
Esas facilidades con las que contó Egeria han provocado que se la relacionara con otro personaje contemporáneo suyo y originario de la Galaecia, el emperador Teodosio, incluso algunos de esos historiadores han señalado que Egeria hizo el viaje aprovechando el del emperador a Constantinopla con motivo del concilio que se iba a celebrar en entre mayo y julio del año 381 en la capital de oriente.
Otra hipótesis que no invalida la anterior es la pertenencia de Egeria al enorme grupo de seguidores del carismático, culto y aristocrático Prisciliano, otro habitante de la Galaecia, que predicaba sus ideales ascéticos de raigambre oriental sobre todo entre las clases acomodadas peninsulares con el objetivo de restablecer el cristianismo primitivo. El intento priscilianista encontró fuerte resistencia en la Iglesia “oficial” que lentamente iba construyendo la ortodoxia y que no dudó en condenarle a morir en el 385, aunque sus ideas pervivieron por mucho tiempo, pese a los esfuerzos de personajes como Martín de Dumio que vino a Galicia en el 550 para acabar con la “epidemia”, como Ramón Menéndez Pidal llamó a las enseñanzas priscilianistas, y prohibir a los gallegos, entre otras cosas, encender luces en las encrucijadas: fracasó en parte, porque no impidió que al pie de los cruceiros apareciera cera negra, cuyas gotas son las almas de los condenados al “infierno frío” (Álvaro Cunqueiro)
Egeria no era un caso excepcional. Sabemos del nombre de otras peregrinas occidentales, hispanas y no hispanas, que en el siglo IV, un siglo de crisis, pensaron que era en Tierra Santa donde debían vivir: María, cuñada del emperador Teodosio; sus hijas Termancia y Serena; y las viudas Melania y Poemania, son algunas peregrinas hispanas que se dirigieron a Tierra Santa, uniéndose a otras muchas que desde Europa hicieron también del viaje a oriente por parecerles la forma más cristiana de seguir al pie de la letra el mandato evangélico: la primera Santa Elena, también Santa Paula, que acompañó a San Jerónimo a Jerusalén, Eutropia, Marcela… un verdadero diluvio. San Jerónimo escribe de ellas así: “Hace poco hemos visto algo ignominioso, que ha volado por todo el Oriente: la edad, la elegancia, el vestir y el andar, la compañía indiscreta, las comidas exquisitas, el aparato regio: todo parecía anunciar las bodas de Nerón o de Sardanápolo”, el último rey de Asiria que dedicó su vida al lujo y al placer y en cuya tumba se podían leer estas palabras: “Come, bebe, juega, y cuando te des cuenta de que eres mortal disfruta de las delicias presentes. El alma tras la muerte no tiene ningún placer”.
Franco Cardini ha dicho que a esa muchedumbre de matronas que había inundado Jerusalén en los tiempos de Jerónimo habría que relacionarla con un fuerte movimiento de emancipación femenina que al final del Imperio fue promovido por mujeres de las clases acomodadas. De lo que no cabe duda es que fueron ellas las que constituyeron los pilares sobre los que se apoyaron las bases de la posterior y trascendente peregrinación cristiana.
Hay muchas hipótesis sobre quién podía ser Egeria, pero tenemos más certezas sobre cómo era:
Curiosa: le interesa todo y por eso lleva siempre lo ojos bien abiertos, como ella misma dice: los recuerdos de la Biblia, las tumbas de los mártires, los monasterios, disfruta de los paisajes, de las montañas, de agua, de las fuentes.
Intrépida, no se queja, no se cansa, no tiene miedo: “Si estoy viva después de esto y si puedo conocer otros lugares, lo contaré a vuestra caridad personalmente, si Dios se digna concedérmelo”. Son muchas las fuentes que hablan del peligro del viaje en esa época, y en cualquiera, y en concreto en la zona que visita llena de bandidos, hombres del desierto (“los sarracenoi” de los que sabemos que atacaron e insultaron a otra famosa peregrina, Poemenia, después de cortarle un dedo a uno de sus eunucos y de matar a otro).
Natural, entusiasta, sensible como para dirigirse a sus “hermanas” llamándolas reiteradamente lumen meun: mi luz, luz de mi vida. Era además irónica: cuando se encuentra con el obispo de Segor (lugar que en el Génesis aparece con el nombre de Bela) éste le muestra el lugar donde posiblemente quedó convertida en sal la mujer de Lot. Egeria escribe a sus “hermanas” diciéndoles: “Pero creedme, cuando nosotros inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para que vamos a engañarnos”. La ironía de nuestra monja refuerza la idea de su galleguidad, aunque el dato tampoco es muy científico.
Pero, además y, sobre todo, Egeria fue una excelente escritora que inventa o contribuye en gran medida al desarrollo del género de la literatura de viaje: nadie como ella había narrado una experiencia personal de viaje. Escribe con un estilo muy cuidado, con una cierta elaboración literaria y detalladas y excelentes descripciones, a veces con tintes poéticos, capaces de despertar la curiosidad de quien lee, como cuando habla de las ruinas de una ciudad de las que dice que parecen infinitas o cuando lo hace de la arquitectura bizantina valorando estética y artísticamente sus características o los criterios que guiaban su construcción, o como cuando se refiere y analiza las imágenes y los símbolos, que ve y que tanto han contribuido al estudio de la iconografía del primer cristianismo; o cuando se refiere como si fuera una moderna información turística a los bellos jardines de las riberas del Nilo, o de los viñedos y arboledas del valle del Jordán que poseen, dice, “grandes cimientos antiguos”. O a la forma que tenían los faranitas (seguro que aún lo hacen) de señalizar por la noche el camino del desierto sin perderse. En ese sentido, alguna autora ha dicho de ella que le debemos el reportaje en vivo al describir, casi hora por hora, su subida al Sinaí.
Así pues, sabemos que la autora del Itinerario se llamaba Egeria, que probablemente era de la Galecia peninsular, que pertenecía a una clase acomodada, que era culta y escribía bien.
¿Cuáles fueron las razones de su viaje? La más importante es obvia, su viaje es la expresión de la vida religiosa con la que trata de aumentar la fe, para encontrar a Dios –“vivir como viajeros”, dijo san Pedro– y por eso visita los lugares donde había ocurrido lo maravilloso, las tumbas donde descansaban para siempre los personajes de la Biblia o los paisajes por los que estos mismos personajes pasaron: “Y ese camino que veis pasar entre el río Jordan y este pueblo, es el camino por el que regresó el santo Abraham después de la muerte de Codollagomor, rey de las naciones, en Sodoma, cuando le salió al encuentro el santo Melquisedec, rey de Salem”.
Pero había también en nuestra peregrina otras razones para el viaje que podríamos calificar de laicas o mejor ancestrales, ir de aquí para allá, un nomadismo como forma de vida que Egeria deja reflejado en este pasaje de su memoria viajera: “llegué a Constantinopla dando Gracias a Cristo nuestro Dios, porque, indigna cual soy y sin merecimientos se dignó concederme tan gran favor como el de haberme dado el deseo de viajar”.
El Itinerarium que, como dijimos al comenzar, ha llegado a nosotros incompleto en sus primeras y últimas páginas, termina con estas palabras: “Desde este lugar dueñas mías y luz de mi vida, mientras escribía esto a vuestra caridad ya tenía el propósito de ir en nombre de Cristo nuestro Dios a Éfeso, en Asia, para orar en el sepulcro del santo y bienaventurado apóstol, Juan. Si después de esto aún estaré viva y si además podré conocer otros lugares, lo referiré a vuestra caridad; o yo misma presente, si Dios se digna concedérmelo, o ciertamente os lo comunicaré por escrito si otra cosa me viene al espíritu. Entretanto, señoras mías y luz de mi vida, dignaos acordaros de mí, sea que esté viva o sea que haya muerto”.
Aquí acaba todo, sin que sepamos que pasó después. Un final abierto que sirve para plantearnos otra vez la misma pregunta que llevamos haciéndonos desde siempre, una pregunta sobre el viaje y la vida, la misma pregunta que el escritor Novalis le plantea también al protagonista de su novela, Enrique de Ofterdingen: “¿Adónde os dirigís?” “Siempre hacia casa, contesta”. Un viaje circular del que Claudio Magris, un escritor dado a los viajes, dice que se sale de casa, se atraviesa el mundo y se vuelve, pero a una casa muy diferente de la que uno partió y probablemente siendo otra persona.
Hay otra idea sobre el viaje y la existencia, la de aquellos que piensan que en el viaje de la vida no hay vuelta atrás, siempre hacia delante, hacia una nada infinita.
La verdad es que no sabemos nada, que estamos ciegos, pero quizás no es conveniente en los tiempos de zozobra que corren quedar instalados en esta duda existencial de difícil solución –decía Carlos Marx que la humanidad solo se hace preguntas para las que no hay, ni habrá solución–, así que mejor echamos mano de la literatura que por lo menos nos permite darle un buen final al viaje de nuestra peregrina: el escritor catalán Joan Perucho cuenta en Las aventuras del caballero Kosmas que a la vuelta de su viaje Egeria se enamora del citado caballero en Barcelona, pero, encantada por el demonio Arnulfo, desaparece, se diluye entre las páginas de un código de San Braulio de Zaragoza. Solamente se libra del hechizo cuando muere Kosmas, y aparece ya como un fantasma delante de Egeria, la dama de misterioso destino, sonriente y con lágrimas en los ojos, mientras canta el rossinyol.