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Frontera DigitalTaichí en la terraza

Taichí en la terraza

Fue en el verano de 1991. Ricky regresaba de Colombia en su última escala hacia Europa. Ahora ya no ejercía como “auditor” para firmas norteamericanas sino como periodista free-lance. Pensaba permanecer cinco días, en Santo Domingo para conocer el trabajo de un equipo de voluntarios sociales que colaboraban en un proyecto de medicina asistencial y preventiva en una de las zonas más marginadas de la capital. Sus inquietudes revolucionarias habían encontrado un cauce saludable en esa actitud de cooperación con los pueblos empobrecidos del Sur que partía del reconocimiento de su protagonismo en cualquier tarea que les afectase. Le parecía más auténtica que las anteriores que había conocido. Recordaba la impaciencia que tuvo mientras sellaban sus papeles en la aduana y revisaban sus maletas. Se le hicieron eternos esos momentos porque no había superado sus antiguas alertas en situaciones parecidas. Sentía lo que él denominaba «prisas internas».
Era de noche. Llovía a mares. Llovía como hacía mucho tiempo que no había visto llover de manera semejante, salvo en la selva del Chocó y en Los Gazules. Entre la muchedumbre que esperaba a familiares y amigos, acertó a ver a un hombre de pelo gris, barba casi blanca y ojos muy hermosos que se le acercó con una sonrisa. «Usted es Ricky» «Y usted debe de ser el padre Rayo, supongo» «Pensábamos que ya no llegaba. Nos habían dicho que vendría en el avión de las nueve».
«Sí. Lo perdí. Usted ya conoce lo que puede significar en estas latitudes un vuelo con diversas conexiones» «Por favor, permítame que le lleve su maleta» «Padre, no me trate de usted. Estamos embarcados en la misma aventura y si hemos de compartir el mismo techo durante un tiempo es mejor hacernos a la idea de que navegamos con el mismo rumbo».
Después, al recordarlo y contárselo a Ray, no sabía por qué había dicho eso de aventura, aunque Ricky sí sabía que sus actos fallidos vaticinaban acontecimientos interesantes.
Salieron. Afuera había unos muchachos que se agolpaban para coger la maleta. La colocaron gozosos en un destartalado Land Rover. En la cabina se acomodaron el padre Rayo y él, junto a una muchacha, mientras las maletas iban detrás y, sobre ellas, protegidos con impermeables, aquellos entusiastas muchachos.
Bajo la lluvia, en una ciudad oscura, se encaminaron hacia un barrio marginado llamado «las Cañitas». Cuando llegaron a la casa donde vivían los voluntarios, Ricky sintió un estremecimiento. Quizá fuera la lluvia impetuosa, quizá los socavones del suelo, quizá la noche oscura o la linterna sorda del sacerdote para que no pisaran demasiados charcos. Allí olía a soledad, a cita con un destino, a magnolias zarandeadas por el viento.
El Padre Rayo lo condujo a la parte trasera de un edificio muy pequeño, de ladrillos y cemento vistos, sin terminar. Allí, en una habitación de no más de seis por cuatro metros se alojaban seis voluntarios. Dormían en literas, en camastros de hierro, más bien, procedentes de no sé qué naufragio. A Ricky le dieron otro cuarto que tenía por cortinas unas colchas sujetas con pinzas de tender la ropa. Le pidió a uno de los voluntarios que ocupase la litera vecina a la suya para orientarlo por si necesitaba algo, ya que no había luz y desconocía el emplazamiento de las duchas.
Se tumbó allí aquella noche, pero eran tantas las emociones que le borboteaban dentro que no lograba conciliar el sueño.
Y así, cuando sintió la acompasada respiración de su vecino, Ricky se levantó descalzo y subió a la terraza que cubría un techado de palmeras y cañizo. Lentamente se fue desnudando. Era noche cerrada y seguía lloviendo. El calor era sofocante, por eso se quitó la camiseta, el pantalón corto de su pijama y se adentró en la lluvia, bajo la persiana de gotas pesadamente bordadas. Sintió cómo el agua más que templada caía por su rostro, por su cuerpo y en su alma. Y vertió lágrimas, hondas y largas, como enjaretadas, que se mezclaban con el agua.
Sin saber cómo, sin saber por qué, recordó a Zorba y se puso a bailar el sirtaki bajo la lluvia, con el sudor en lágrimas calientes que se mezclaban con el agua hasta fundirlo con ella. De pronto, cambió el sirtaki por aquel Taichíchuang que había aprendido en ocasión memorable. Ray siempre quería saber más pero no lo acosaba a preguntas, sabía que a la larga podía más el silencio. No sin causa un día su amigo le había llamado “varón de espera”.
Encadenando uno tras otro los pasos del Taichí con precisión y armonía recorrió la terraza al compás de las palmeras que se cimbreaban bajo el viento del monzón ya casi huracanado. Sin darse cuenta, sin querer darse cuenta, se acercó al lindero de la terraza y, en el último «paso» de ese Taichí inenarrable, se encontró culminándolo en el vacío.
Nadie se pudo explicar, a la mañana siguiente, cuando recogieron su cuerpo, qué pudo mover a Ricky a arrojarse al vacío, en la noche, desde la terraza de aquel viejo edificio. Lo que más les sorprendió, al dar la vuelta al cadáver, era la hermosa sonrisa llena de paz y con los ojos muy abiertos, como los de alguien que hubiera visto a un dios bueno en el que creyese.
Ricky se despertó sobresaltado, sudoroso y gritando. Su vecino de litera le tendió un vaso de agua «Cálmese, ha sido un mal sueño. La pesadilla ya ha terminado» Se levantó. Bebió entero el vaso de agua y subió a esa terraza de sus sueños. Miró. Escuchó. Y comprendió lo que había sucedido.
No dijo nada a nadie. Se unió a los demás. Desayunó. Visitó las obras que estaban realizando los voluntarios: el comedor para niños abandonados y el centro de formación profesional. Recorrieron juntos la barriada en la que la policía no se atrevía a entrar tan pronto como oscurecía. Los taxistas dejaban a los pasajeros en la linde del barrio y ni por todo el dinero del mundo se atreverían a cruzar sus calles. Y eso que algunos procedían de allí, pero en la noche imperaba una ley que no estaba escrita pero que todos respetaban. Hay que recordar que “Las Cañitas” es un barrio que forma parte de la capital de Santo Domingo y que parece encontrarse en el extremo del mundo. No es difícil encontrarse con niños a los que les falta alguna oreja o la nariz, porque se la comieron los ratones o los cerdos que andan sueltos por la calle. Entran y salen en los cobertizos que sirven de chabolas y propagan las enfermedades junto con las moscas que pastorean sobre los detritus y en las comisuras de las bocas de los ojos de los niños. Ricky se sabía a salvo por el respeto que despertaba a su paso el Padre Rayo. Pero aquel espectáculo de miseria, de exclusión y de pobreza asumida como fatalidad del destino le removían las entrañas. No podía existir un destino tan despiadado ni dioses tan crueles: era la injusticia de los hombres, la codicia de unos pocos sobre el dolor y la explotación de una inmensa mayoría que tenían el mismo derecho a participar en el banquete de la vida.
Pero algo muy hondo en su corazón le decía que habría de volver a esa terraza a encadenar pasos de Taichí cuando hubiera encontrado lo que andaba buscando. Su espera había sido tan larga como su existencia, pero, en aquella especie de catarsis, algo de su hombre viejo se había ido con la lluvia del trópico, con el viento que sabía a mango y a rumor de arenas bajo el mar que olía a vida en laureles frescos. Ricky comprendió que los planetas no habían sido más que anécdotas en una galaxia inconmensurable y en expansión continua.
Ahora se trataba de insertarse en esos encadenamientos de un Taichí que liberaba por la interiorización consciente. De un Taichí hecho de adelfas y de sangre fresca, de sudores y de anhelos, de vuelos rasantes y de estruendosos silencios.
Cuando llegó la noche, aguardó a que todos se durmieran y entonces sí, despierto y consciente no en las madejas de un sueño, subió a la terraza por la escalera de mano que estaba adosada al muro. La lluvia caía con intensidad y ocasionaba un estruendo al chocar contra las pizarras del tejado. Desde la terraza, todavía bajo el cobertizo de palmas y cañas, contempló la barriada dormida difuminada por la manta de agua que caía inclemente y provocaba una sudoración que llevaba a despojarse instintivamente de la ropa.
Así lo hizo. La camisa y después el pantalón corto del pijama. No había nadie. El regatón del tejado vertía un inmenso chorro dentro de un viejo tonel que un día debió contener aceites o pinturas. Se adentró bajo la lluvia y sintió que apenas podía abrir los ojos y extendió con naturalidad sus manos hacia el frente, después las hizo describir un barrido lento y armonioso sobre un lienzo imaginario. Inclinó con suavidad el torso al que siguieron las caderas mientras alzaba como en despegue su pierna izquierda manteniendo en tensión los músculos desde los glúteos hasta el empeine y los dedos. Después, la cabeza se fue ladeando aproándose al viento y recibiendo la cortina de agua que bajaba por sus antebrazos, discurría en tropel por las axilas y se hacía remolino en los costados para recostarse en la cintura y bajar en cascada por el vientre saltando en su sexo alborozado y dejándose caer por los muslos y relumbrar con el fulgor de los rayos que parecían estrellarse en el suelo.
Todo era una orgía de luz y de truenos, de agua y de vapor, de chispas y de reverberos. Sintió una vibración estremecida, más adentro de las entrañas le parecía que estaba naciendo un fuego. Tenía presente el peligro de acercarse al borde de la terraza como le había sucedido en el sueño. Estaba consciente y a la vez se sabía desdoblado para fundirse en el agua y en el viento y en la luz de los rayos y en el retumbar de los truenos.
Por eso, no le pareció extraño sentir el contacto de otro cuerpo que por detrás se ahormaba en el suyo y seguía sus movimientos. No quería volver la cabeza para no despertar, ahora sí, de un sueño. Pero eran dos cuerpos los que giraban y se desplazaban, los que extendían los cuatro brazos y las cuatro piernas. Era otro mentón sobre su hombro izquierdo, era un pecho contra su espalda, un vientre contra sus nalgas, unas rodillas que se encajaban alternadas en sus corvas mientras sus brazos no imitaban a los de la diosa Kali, sino que se mantenían suavemente firmes, piel contra piel, en los suyos que ralentizaron los movimientos.

 

Durante una vuelta audaz pretendió encarar a su oponente y se encontró con su mentón sobre otro hombro, con su pecho contra una espalda, con su vientre contra unas nalgas y con sus piernas que seguían ahora los movimientos pero que cada vez más eran presas de un estremecimiento que partía de las ingles y se arracimaba en el sexo. No vacilaron ni se detuvieron, se dejaron caer sobre unas lonas golpeadas por el agua que formaba cálidos lagos y vertederos. Bebió en su boca y descubrió unos dientes perfectos, un aliento lleno de vida y una lengua que se removía frenética. Ya no eran dos cuerpos sino un mismo acelerón en los pulsos y en los latidos, eran un solo estremecimiento bañado por la lluvia que caía inclemente. Miraba en los otros ojos y los besaba como si hubieran de alzarse en vuelo, apretaba su pecho contra el otro pecho, sentía sus pezones erizados que buscaban los contrarios para titilar como si de su contacto dependiera todo el universo. Se engolfó en su vientre, y retozó y se enroscó en los caracoles de su negro pelo en un pubis que emergía con una tremenda potencia. Hubiera jurado que tenían poro sobre poro, pelo sobre pelo, al igual que tenían sus labios y sus bocas, sus narices rozándose y golpeándose en un placer que se reflejaba en sus sexos. Se revolcaron, dieron vueltas, salieron de la lona y siguieron chapoteando en los charcos que el agua formaba sobre el duro cemento. Nunca hubieran tenido mejor lecho.

 

Al fin, retumbaron todavía más los truenos y el cielo se hizo de luz por el reflejo de los relámpagos que cruzaban en todas las direcciones.  Sintió que, de repente, le faltaba el aire, que desde la base de la columna una epilepsia lo dominaba y le atenazaba los miembros. Una conmoción lo transportó en el otro cuerpo y se fundió con su espuma en la espuma que brotaba ardiente y gozosa desde el hondón del otro cuerpo.

 

Una eternidad, una inmensidad radiante y plena, un éxtasis que le hizo perder la noción del espacio y del tiempo. Perdió la noción de los límites, de los contornos y de su propio peso, no le hubiera extrañado desaparecer en el otro cuerpo y no poder levantarse nunca jamás por su propio esfuerzo. Pero sentía unos dedos que se le metían por el pelo y le acariciaban con fuerza la cabeza como para devolverlo a la vida. Él no quería abrir los ojos, sólo quería conservar el olor de aquel cuerpo que ya nunca jamás podría olvidar. Sintió como le daban la vuelta con suavidad y como una lengua se deslizaba sobre sus labios entreabiertos. Después, un beso en cada párpado y unas manos que apretaron sus hombros con rotundidad y un cierto desconsuelo.

 

 

Cuando abrió los ojos de nuevo, la lluvia parecía amainar y por algún lugar entrevió el cielo.

 

José Carlos Gª Fajardo. Prof. Emérito U.C.M.

 

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