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Frontera DigitalRicky 00 6 Tatuaje

Ricky 00 6 Tatuaje

 

Eran los acordes de la «Para Elisa», de Beethoven. Después, siguió «El claro de luna». A Ricky le llamó la atención que, durante una cena, una pianista o un pianista, no acertaba a distinguirlo, pues estaba el piano detrás de una columna, tocara el «Claro de luna» para amenizar una cena. No le prestó más atención. Fue después, a los pocos momentos, cuando vio a la pianista que salía de detrás del piano de cola, cuya tapa levantada le había impedido ver su cara. De lejos, parecía una actriz de los años veinte, de pelo rubio como Gloria Swanson con unos ciertos bucles detrás.

Caminaba majestuosa, como saludando y agradeciendo inexistentes aplausos. Llevaba un traje gris estampado, zapatos de largo tacón, pulseras en ambos brazos, un brazalete que se diría en la distancia, que era antiguo y un bolso, un bolso para colgar del brazo, un bolso para llevar nada, para llevar vacíos, para llevar sueños. Para llevar citas que no llegaban. Un bolso para llevar ausencias.

Se dirigió hacia los chefs, altos, jóvenes todos ellos, tocados con blancos e inmaculados gorros, pues el hotel Comodoro también se utilizaba como escuela de hostelería. Algo les dijo aquella mujer con un gesto, con un movimiento suave de la cabeza, como si les estuviera encargado algo, quizás, para su gata. Después, cruzó majestuosa y altiva, moviendo suavemente la cabeza, como saludando a un lado y a otro a personas que tan sólo se afanaban en comer y charlar.

Era su rato de descanso. Ricky volvió a fijar la atención en el «Chablis», bien frío, que había seleccionado para acompañar el pescado de la cena. Aquella noche, en aquel restaurant de La Habana, se ofrecía la semana de degustación del vino francés y él escogió un «Chablis» del 90, seco, con cierto aroma acanelado y un si es no es de sabor a caoba: se dejaba beber.

Momentos antes, un camarero amable se acercó y le dijo: «Señor, ¿puedo obsequiarle con un daiquiri?» «¿Cómo sabe usted que me gusta el daiquiri?» «Se lo he oído a otro de mis compañeros» «Pues la verdad es que llevo varios días en la Habana y aún no he conseguido, salvo en Floridita, tomar un daiquiri decente. Siempre hay una batidora que no funciona o una coctelera que no existe. Otras veces lo que falta es el hielo frapé. Que, por lo demás, a mí, el verdadero daiquiri me gusta sin hielo frappé.» «Señor, yo quisiera hacerle un daiquiri natural. Mi oficio es barman, pero estoy reciclándome en esta escuela de hostelería. ¿Me permite usted que yo le obsequie con un daiquiri natural, sin hielo frapé, que no tenemos, como nunca probó en su vida?»

Aunque la botella de «Chablis» estaba abierta, Ricky se dio cuenta de que no se estropearía esperando en la copa, pues estaba en su nivel de vino bien frío. Esperó pacientemente ese daiquiri, que vino en copa ancha, con una guinda verde en el fondo y dos diminutas pajas. Era sabroso. El ron era bueno.

Fue en este momento cuando volvió a pasar la pianista. Pero curiosamente, esta vez no pasó por delante del buffet, sino al lado mismo de la mesa en que estaba Ricky. Éste, sin saber por qué, le dijo: «Señora, toca usted con mucho sentimiento».

La pianista, como azorada, fingiendo la turbación propia de una muchacha de veinte años con la que se está iniciando un diálogo, que en Cuba se llama «cuadrar», dijo: «Ay, señor, muchas gracias, qué amable. ¿De dónde es el señor, si me permite?» «Soy de cualquier parte. De todas partes. De ninguna en concreto, señora.» «A mí también me gustaría ser de cualquier parte, como usted dice. Pero, si quiere, para usted, voy a tocar música española».

En ese momento, cuando ella se alejó con la cabeza más erguida, marcando el paso con una finura que a Ricky se le antojó de Rita Hayword en Gilda, con el famoso traje negro sin hombros, y con aquella abertura que ella sabía hacer fatal; como aquella escena en que Rita Cansino se va quitando, con todo el erotismo del mundo, un guante largo, largo, que le llegaba hasta el codo. Probablemente no se haya vuelto a filmar en el cine una secuencia tan maravillosa. Sí, esa escena precede en varias secuencias a la famosa de la bofetada. Rita Hayward, con aquella melena, aquel pelo que le caía sobre el rostro y ella jugaba a quitárselo. Aquella abertura por la que siempre asomaba, de una u otra manera, una rodilla de una pierna maravillosa. Pierna, que había de entusiasmar a hombres como al hijo del Aga Khan, y a tantos hombres que la amaron. Aquella mujer que sabía hacer de una mirada, de ese gesto de quitarse un guante, la escena más erótica, más sensual de la historia del cine.

Así caminaba la pianista y, Ricky, con su vaso de “Chablis” bien frío en la mano, sin atreverse a degustar los mariscos a la plancha que le habían preparado, hermosas cigalas del Caribe, la siguió con los ojos y quiso hacer de ella una Ingrid Bergman en Casa Blanca, quiso hacer de ella una Rita Hayward en Gilda, quiso hacer de ella una hermosa mujer fatal: una hermosa Marlene Dietrich de El Angel Azul, quiso hacer de ella, quizás, una mujer sentada en la mesa de un puerto junto a un marinero, luciendo las más bellas piernas del mundo. Marlene Dietrich de espaldas, la Mistinguette, con las piernas más hermosas de la historia del celuloide que han hecho soñar a tantas generaciones de jóvenes.

Pero aquella mujer, Ricky se dio cuenta de que tenía más de sesenta años. Su cara era un emplaste de cosmético apelmazado, como si fuera una capa de mascarilla. Y en los párpados, excesivamente depilados, con cejas casi invisibles, apenas señaladas pero rubricadas con un lápiz, había dos manchas inverosímiles de color azul claro, como de dos centímetros de ancho. Dos manchas inverosímiles y muy anchas. ¿Qué pretendían aquellas manchas azules mientras tocaba el piano? Que los clientes intuyeran unos ojos azules que debieron ser, en su día, hermosos y atraer incluso algún requiebro, algún piropo.

Aquella mujer, olvidada la «Para Elisa», olvidado el “Claro de luna” y olvidado Debussy interpretó con renovado brío piezas francesas de los años sesenta.

Ricky comió, como le sucedía siempre, intentando olvidar aquellas imágenes que le golpeaban, que le quedaban como tatuajes en la piel, que llenaban sus retinas. Esa condición suya de esponja que lo absorbía todo, pero que, si no se hubiera ejercitado con el paso de los años en alejarse de las imágenes, éstas lo dominarían, lo envolverían y no le dejarían ni vivir. Por eso, Ricky, no mentía cuando decía que era de ninguna parte y de todas las partes a la vez. En verdad, era del lugar, del sitio y del momento en el que se encontraba. Se identificaba con las gentes, vivía sus vidas, que se le metían, se le colaban, se le arracimaban como aquellos niños de Alexander Niewsky en la película de Eisenstein, cuando regresa de la guerra, a caballo. Alexander Niewsky, el héroe, que había hundido a los caballeros Teutones en aquel lago de hielo, atrayéndolos a la emboscada, y habiéndolos serrado previamente por los extremos. Alexander Niewsky entraba en la ciudad con niños subidos a la grupa del caballo, en sus hombros, en sus piernas y hasta en el arzón de su cabalgadura.

Ricky anhelaba ser libre. En sus múltiples correrías como periodista, o como lo que fuera, como observador y devorador de la vida, degustador de momentos. Ricky no quería tener ataduras. Y cuando en su vida se iniciaba una relación de afecto, de ternura, quizá de amor, aunque a Ricky le costaba tanto pronunciar esta palabra, siempre ponía como condición «Por favor, pase lo que pase y lleguemos a donde lleguemos, recuerda que la libertad para mí es el primer fundamento. “Amémonos”, si quieres».

Tantas veces con sorpresa en el rostro, de alguna mujer que estuvo en sus brazos, en aquel instante en que todo era ebriedad y se anunciaba locura y lucha, y jadeo y desesperación, y descanso y ternura, y salto, y arracimarse, y atarse y desatarse de pieles y jadeos, de sudores y murmullos, de ternuras y palabras inconexas. Ricky siempre decía: «Quiero ser libre, quiero amarte en libertad. No soportaría amar a quien no se sintiera libre, no sólo que lo fuera».

Por eso, como otros se habían ejercitado en el sufrir, en el aguantar, en el endurer que dicen los franceses, Ricky se había ejercitado, desde hacía muchos años, en no enredarse en las imágenes, en no quedar prendido en las zarzas, aunque fueran olorosas de jazmines y de jacintos, de algas o de corales.

Siguió bebiendo su «Chablis». Después tomó pescado. No, había vacilado y finalmente se decidió por un pollo preparada a las piñas, justamente a las piñas de La Habana. Volvió a pasar la pianista cuando él se encontraba en el postre. Lo miró y le preguntó: «¿Verdad que le ha gustado, señor?» Y Ricky, con una mezcla de melancolía y de nostalgia, de ternura y de dignidad le dijo: «Señora, es la más bella interpretación de piano que recuerdo desde hace mucho tiempo». Ella le sonrió, se ajustó el brazalete, que Ricky comprobó que no era más que de metal barato, y, arreglándose los bucles como Shirley Temple, saludó con la cabeza como «Ninostcha», la Garbo, que después de tomar champán por primera vez en su vida, cuando David Niven le llama «camarada», ella, con la copa apoyada en su labio inferior, sin atreverse a separar el frío cristal de su boca, entornando los ojos, le respondió: «¡Qué rico está esto!»

Ricky pidió un café solo, sin leche y sin azúcar. Ya se lo servían sin cucharilla. Encendió un Davidoff del 1. Volvió a imaginar aventuras, vidas con las gentes que atravesaban el comedor, pero no lograba alejar de su memoria, de sus retinas, la imagen de aquella vieja dama que se le antojó estrella del «Riviera», cuando el «Riviera» era de Luchy Luciano, cuando ella tenía apenas diecinueve años y utilizaba trajes de lamée de plata, zapatos de satén, y le gustaba lucir aquellos brazos largos, anacarados, que terminaban en uñas bien cuidadas, pintadas de coral. Ella, que, en tiempos de Batista, fue la reina del «Riviera». Ella, que sabía lo que era ir en coche descapotable, con la melena flameando al viento. Ella, que sabía de lluvias de champán en su cuerpo desnudo. Ella, que podía recordar los labios ansiosos que bebieron ese champán en las oquedades de su cuerpo, en el cuenco de sus manos y, muertos de emoción y temblorosos, jugaron con la espuma en aquel pubis de nácar y de oro, en aquel ombligo, en aquel vientre. Ella, que tantas veces se rió de los hombres que la amaron.

Ricky firmó la cuenta y se levantó dispuesto a dar un paseo hasta la playa. Lo necesitaba. Necesitaba descalzarse y sentir la arena bajo sus pies. Necesitaba desnudarse, como tantas veces le ocurría, cuando la lluvia de imágenes como un caleidoscopio de películas, de vida real, de canciones, de letras de canciones imposibles, amenazaban enredarlo, lo confundían, lo hacían sentirse hombre tatuado, porque Ricky, en verdad era un hombre tatuado. En esos momentos recordaba aquella canción que de niño le había impresionado tanto, y que le hacía acodarse junto al mueble, en el que reposaba la vieja radio de baquelita Telefunken con un ojo verde de cristal, en la que una voz, en un fonógrafo de La voz de su amo, contaba «que él llegó en un barco, de nombre extranjero, lo encontró en el puerto un anochecer, cuando el blanco faro, sobre los veleros, sus brazos de plata, dejaba caer. Era alto y rubio como la cerveza. El pecho tatuado con un corazón y, en su voz amarga, había la tristeza, doliente y cansada, del acordeón».

Cuando Ricky era niño, quería ser mayor para buscar a la mujer que cantaba esa canción y preguntarle si había tenido éxito su «errante camino por todos los puertos, a los marineros pregunta por él; y nadie me dice si está vivo o muerto, y sigo en su busca, buscándolo fiel».

Se levantó Ricky, y en el gran hall del hotel, estaba sentada la pianista. Las piernas cruzadas, la mano caída desmayadamente. Ricky la saludó: «Señora, me permite obsequiarla con alguna bebida». Y ella, inclinándose hacía adelante, modulando la voz «Señor, si me pudiera comprar un paquete de cigarrillos. Ahí los venden, en ese bar; Winston o Marlboro, por favor. Nosotros no podemos comprarlos.»

Cuando, después, Ricky se metió desnudo en el agua del mar bajo el azul del cielo, no quiso nadar, se tumbó boca arriba, se llenó de estrellas, se abismó con esos blancos brazos de plata que desde hacía tanto tiempo habían tatuado su corazón.

José Carlos Gª Fajardo. Prof. Emérito, U.C.M.

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