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AcordeónPerú. La democracia que le teme a su pueblo

Perú. La democracia que le teme a su pueblo

 

Este es el país de las maravillas”, era una broma habitual en Lima a finales de los 80 en épocas de elecciones, “porque todo puede pasar”. Lo ocurrido en los últimos comicios generales del 10 de abril confirmó el temor de los pocos analistas que hasta finales de febrero se habían acordado de advertir que en Perú no es bueno subestimar nunca la crónica volatilidad del electorado: los peruanos votaron y las dos únicas cartas que les quedan para la segunda vuelta del 5 de junio son las que auguran el peor escenario posible. Tanto Ollanta Humala, un ex militar que enarbolaba hasta hace unos años un virulento discurso indigenista, como Keiko Fujimori, la hija del encarcelado ex presidente Alberto Fujimori, cuentan en efecto con suficientes antecedentes para ser considerados opciones de extremos. De la izquierda populista el primero, y de un autoritario régimen de derechas la segunda.

       La paradoja está en que Perú acaba de dejar detrás de sí quizá la década de mayor estabilidad de su historia y tiene una de las economías más pujantes de la región. Unas seis semanas antes de la primera vuelta electoral, el ex presidente Alejandro Toledo, uno de los artífices del actual modelo económico, lideraba con una plácida ventaja las encuestas y él mismo se animó a elucubrar en voz alta sobre sus opciones de ganar la lid en primera vuelta. Fue uno de sus varios errores. Su intención de voto se esfumó en pocos días para beneficio de un candidato de un perfil similar al suyo, su antiguo ministro de Economía, Pedro Pablo Kuczynski –conocido popularmente por sus iniciales, PPK–, pero también, extrañamente, de Ollanta Humala.

       Un tipo de análisis habitual entre las élites y clases medias peruanas tiende a ver en el fenómeno una especial vulnerabilidad a la demagogia del resto de los votantes. En un país con un 34,8 % de pobreza y de ella un 11,5 % de extrema pobreza en 2009, se estima, buena parte de la población se deja seducir fácilmente por el populismo reivindicador de un Humala o las promesas infladas de cualquier otro candidato. Las campañas se esbozan así poniendo énfasis en intentar captar el “voto irracional”, y recetan a sus candidatos buenas dosis de folclore. Los electores de los autoproclamados círculos “cultos” y “bien informados”, por su parte, se ofuscan por los imprevisibles vaivenes de la vasta masa de votantes y a menudo, cuando el desastre parece inminente, como en las últimas elecciones, pasan directamente a tildar de “ignorantes” y “burros” a los demás. Más que confiar en él, el establishment político de la democracia peruana le teme a su pueblo en las urnas.

       La volatilidad del electorado peruano, sin embargo, es en primer lugar reflejo de  la poca tradición democrática del país y de la falta de instituciones sólidas. Aunque Perú ha conseguido establecer estándares que han garantizado procesos limpios en sus elecciones generales o municipales de los últimos años –la última manipulación grosera fue la de 2000, cuando Alberto Fujimori intentó reelegirse por segunda vez–, no cuenta en absoluto con verdaderos partidos políticos que representen de forma estructurada los intereses de la sociedad. Y, sobre todo, que tengan la capacidad organizativa de asumir el Estado una vez ganadas las elecciones.

 

La república (utópica) de los tecnócratas

Fue también a finales de los años 80 cuando la clase política peruana perdió toda su credibilidad. Con unos partidos absolutamente deslegitimados para dirigir el país, el discurso público buscaba fórmulas alternativas que llevar al poder. “Queremos a tecnócratas”, era otra vox pópuli de la época. Parecía una reacción lógica en un país a punto de convertirse en lo que ahora se conoce como un Estado fallido, con un récord de inflación tras otro y al borde del colapso bajo la corrupción de sus autoridades y la violencia terrorista de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Otro reflejo de ello fue que Mario Vargas Llosa, desde siempre un conocido intelectual comprometido, pero en realidad un advenedizo en política, se convirtiese en el abanderado de la derecha en las elecciones de 1990, así como que Alberto Fujimori, entonces un ignoto ingeniero agrónomo, acabase por ganar la presidencia gracias al descrédito de los partidos tradicionales que lastraba la candidatura de Vargas Llosa.

       Es sabido que Fujimori optó después por la vieja receta latinoamericana del autoritarismo para hacer frente a los problemas, y que el mérito de restablecer la gobernabilidad y pacificar un país sumido en el caos quedó pronto eclipsado por la creación de un aparato represivo y altamente corrupto. Fujimori, en realidad, no había tenido otra alternativa que confiar en Vladimiro Montesinos, un ex militar expulsado del Ejército por presunto espionaje, para armar una red clandestina con la que controlar el Estado: ni él mismo tenía detrás en 1990 un partido con experiencia política en el manejo del Estado, ni éste último contaba con instituciones verdaderamente operativas. Los gobiernos de Alejandro Toledo y Alan García consiguieron después establecer niveles democráticos mínimos, pero en realidad partían de estructuras civiles muy frágiles.

       El modelo –o la falta de él– persiste hasta hoy. En Perú no existen partidos políticos que canalicen la voluntad popular, sino caprichosas alianzas electorales ad hoc con grupos de financieros que saltan de un bando a otro y representantes que van cambiando de camiseta según la situación actual del atomizado panorama político. Las opciones de ser elegido dependen casi exclusivamente del carisma del líder y el arrastre individual del candidato.

 

 

       Al final, como ocurrió primero con Toledo, el presidente electo suele recurrir a antiguos estadistas con experiencia política para formar su gobierno (el propio Kuczynski fue ministro de Energía entre 1980 y 1985 del presidente Fernando Belaúnde antes de asumir de la cartera de Economía bajo Toledo). El segundo ejemplo es el de Alan García, que cuenta con el que es quizá el único verdadero partido político peruano, el APRA. Aunque cambió radicalmente su política económica en relación con su primer mandato entre 1985 y 1990, García gobernó con el apoyo de gente de su partido que ya lo había acompañado en el pasado. El caso del APRA también es paradigmático: pese a tener las estructuras básicas de una formación política, se desplomó a un mínimo histórico en las últimas elecciones.

       La quimera del “tecnócrata” –antónimo utópico de la denostada concepción del “político”– también marcó el actual proceso electoral. Si la etiqueta catapultó a Fujimori al poder en 1990, esta vez sirvió para impulsar la candidatura de Kuczynski. Su imagen de “tecnócrata” silencioso y eficaz gestor económico contribuyó a erosionar en poco tiempo la candidatura de Toledo, más fácil de criticar como el rostro político visible de su gobierno y por sus errores del pasado. El voto voluble y emocional demostró así no ser patrimonio exclusivo de los sectores populares. Gracias a una brillante campaña electoral, Kuczynski hizo acopio en pocas semanas del apoyo de las clases medias y altas y, de forma trágica para los intereses de ambos candidatos, dividió el voto del centro.   

       Poco hace suponer sin embargo que el “gringo”, como se le conoce por sus raíces alemanas y francesas y su segunda nacionalidad, la estadounidense, hubiese podido reunir mayorías a nivel nacional. Si sus pegajosos eslóganes electorales, como “Sube, sube, PPK”, fueron capaces de desatar la euforia del voto joven al mejor estilo del “Yes, we can”, de Barack Obama, éstos no consiguieron nunca llegar a los demás estratos de un país mucho más fragmentado. Es bastante probable que la candidatura de Kuczynski, pese al amplio consenso con el que intentó armar su alianza electoral, no haya sido más que un fenómeno de la excluyente sociedad limeña, incapaz de asomarse a la realidad de la mayoría de sus compatriotas.

 

El modelo económico exclusivo

La caída del APRA refleja bien la paradoja del éxito económico y el gran descontento popular. El partido peruano más tradicional tendrá previsiblemente sólo cuatro escaños en el nuevo Congreso debido al peor resultado electoral de su historia. Su eficaz gestión del Estado y sus boyantes cifras macroeconómicas –a diferencia de las catastróficas que dejó en 1990– contrastan con su fracaso al impulsar la inclusión social y la distribución de la riqueza. En eso consiste en realidad su verdadera derrota: que el partido de raíces socialdemócratas por excelencia, quizá el más adecuado para hacerlo de forma responsable, no cumplió con la tarea histórica de poner fin a la injusticia social.

       En una de sus comparecencias postelectorales, Alan García repitió el mensaje habitual de estos días según el cual la inclusión de las mayorías abandonadas es una labor lenta y paulatina. Es probable. También es cierto que la propia historia latinoamericana enseña que las soluciones mágicas no existen, y que las curas radicales suelen ser peores que la enfermedad. Es necesario preguntarse, sin embargo, por qué una candidata como Keiko Fujimori obtuvo tantos apoyos en regiones andinas históricamente olvidadas como Ayacucho, donde las últimas obras de infraestructuras públicas que se recuerdan suelen ser las del régimen autoritario de su padre.

       Las últimas elecciones sacaron a relucir las peores carencias de la sociedad peruana. Si los sectores populares optaron mayoritariamente por candidaturas consideradas a priori de extremos, como las de Humala y Fujimori, las clases medias no fueron capaces de agruparse en torno a un candidato que garantizase su interés en proteger el Estado de derecho y mantener el modelo económico y, a la vez, que pudiese recoger la aspiración de corregir el modelo social del resto del electorado.

       Paradójicamente, fueron también los votantes de los sectores supuestamente más cultos los que más se dedicaron a vituperar a los demás. A los habituales insultos racistas de “indio resentido” dirigidos a Humala se sumó a menudo la trillada frase de considerar turbas de “ignorantes” a sus seguidores o a los de Keiko Fujimori, fácilmente comprables con algunos “sacos de arroz”. Hasta el propio Vargas Llosa no vaciló en calificar públicamente de “ladrón” y “asesino” al padre de la candidata, condenado a prisión, sí, por corrupción y violaciones de los derechos humanos.

       Trillado es también el célebre adagio de Winston Churchill según el cual la democracia es la menos mala de formas de gobierno (o, en realidad, de acuerdo al magnífico sentido de la ironía de Churchill, “la peor de las formas de gobierno, exceptuando todas las demás”). Hay otro quizá menos conocido, pero no menos pertinente, según la cual la democracia consiste en la necesidad de hacer a menudo concesiones a los puntos de vista de los otros.

       Ya sea con Ollanta Humala o Keiko Fujimori a la cabeza, el próximo gobierno debe demostrar si la democracia peruana ha llegado a la madurez. Ninguna de las dos alianzas de los candidatos, Gana Perú o Fuerza 2011, cuenta con una mayoría propia en el Parlamento, y deberá buscar apoyos en el Legislativo para poder gobernar con legitimidad. Los temores están ahí: se trata de confiar el destino de un país a un candidato que asegura haber dejado de lado sus ideas radicales para buscar un modelo conciliador, o a una joven legisladora que promete gobernar para las clases más necesitadas, pero que reclama de forma abierta la herencia política de su padre. Ambos despiertan sospechas de autoritarismo, el primero por su intención de cambiar la Constitución, la segunda porque apostará previsiblemente por el mismo aparato de gobierno de Alberto Fujimori. Si respetan las estructuras democráticas, según sus promesas, ambos estarían sin embargo forzados a reconocer que no se puede gobernar en base al deseo de revancha, el resentimiento o la impunidad.

 

 

* Isaac Risco es periodista y escritor. En Fronterad ha publicado, entre otros, Forget Vargas Llosa y El ex recluso de Guantánamo

 


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