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En un bus


Era 1996. En 1995 había terminado la universidad, y a fines de ese año había renunciado a la posición de asistente de editor: ese trabajo que algunas veces me hacía sentir importante.

Había visto en MTV un video de Mano Negra:  Manu Chao viajando en unos trenes por Colombia. Yo quería estar en Bogotá para el Rock al Parque, un festival con bandas de toda América. Solo tenía 180 dólares. Decidí que sería suficiente. Que si me iba por tierra llegaría.

Un buen amigo me pasó la dirección de un compañero que conoció cuando estudiaba en los Estados Unidos. Juan Pablo Hermida vivía a dos cuadras de la Universidad Javeriana. Aceptó alojarme. Yo solo tenía que llegar.

Tomé un autobús en Lima que 24 horas después me dejó en la ciudad de Tumbes. Una combi me llevó hasta el desordenado enclave comercial de la frontera peruana: Aguas Verdes. Crucé caminando el puente hacia Huaquillas. Ahí me compré un pasaje para Quito en la terminal de la Flota Panamericana. Eran unas máquinas enormes. Se veían nuevas. Era casi el mediodía cuando me subí al bus.

Ahí empieza esta historia: la primera vez que la vi.

Hacía mucho calor y su blusa dejaba ver  el color de su ropa interior. Llevaba una falda ajustada y unas medias oscuras que apretaban sus piernas. Se llamaba Paola. Me lo dijo cuando nos presentaron.

Pensé que iba a viajar sin compañero de asiento pero Leonardo llegó cuando ya nos íbamos, corriendo, haciendo aspavientos frente al piloto. Se sentó a mi lado. Era locuaz, era vendedor. Me dijo que conocía su país de palmo a palmo. De lo que más hablaba, recuerdo, era de las mujeres que lo esperaban en cada pueblo.

–¿Te gusta la azafata? me preguntó. Sin darme tiempo a decir que sí, la llamó y nos presentó. Paola me dedicó una sonrisa y sus bucles negros taparon una parte de su rostro.

–¡Mira que señor culo que tiene! Y creo que le gustas–dijo el vendedor.

Carretera del Ecuador.

Reí, haciéndome el desentendido. Conforme seguimos viaje, a Paola se le fue desarreglando el uniforme y pronto la vi con un botón desabrochado, por donde se veía su largo cuello y el principio de su busto. Hacía calor afuera. Ella iba para atrás y para adelante, regalándome una mirada de vez en cuando. Leonardo y yo conversábamos. Él hablaba más que yo. Me dijo que el pegamento UHU no existía en su país, que si yo quería entrar al negocio de exportarlo, podríamos hacernos millonarios.

Paola me trajo un regalo. En uno de los peajes de la carretera había comprado unas cañitas dulces. Frente a la mirada inquisidora de mi compañero de asiento, Paola me las entregó, diciendo que pocas veces le tocaban pasajeros tan simpáticos.

– «Ay, le gustas, le gustas, hermanito», me dijo Leonardo,  mientras me codeaba y yo mordía mis cañas una a una, mirándola pasar.

Así se fue la tarde en el bus. Bajó un poco el calor y Paola se acercó una vez más a buscarme conversación. Le conté algo sobre mi vida pero la presencia de mi compañero –que fingía leer un periódico– me avergonzaba.

Nos quedaban unas cinco horas más de viaje cuando nos detuvimos a cenar. Era un restaurante campestre muy descuidado, al lado del camino, enmedio de una selva de bananos. Mi compañero dijo que le había alegrado el viaje y quería invitarme la comida. Escogió una mesa y nos sentamos. Mucha gente ordenaba al mismo tiempo, el servicio se demoraba, y entonces aproveché para escaparme hacia los baños. Fui buscándola. No pensé encontrarla cerca de la puerta de los servicios, ni que ella me pusiera un papelito doblado en la mano y que con voz discreta me dijera: «Léelo cuando tengas un tiempo ¿sí?»

Me metí al baño, corrí el seguro y desdoblé el papel. Lo leí: «Eres el pasajero más lindo que he atendido en mis viajes, espero que nos mantengamos en contacto y que podamos ser amigos»

No pude cenar pensando en cómo deshacerme de Leonardo. Apenas si escuché sus historias: todas tenían que ver con amantes que lo esperaban con la cama destendida y la comida lista. Paola estaba sentada al otro rincón del comedor, en una mesa especial con el chofer y la tripulación. Cuando llegó la hora de subirnos al autobús, allí estaba ella otra vez, mirándome con calor.

Oscureció pronto. Me hice a la idea de que sería otro viaje sin contratiempos. Pensé que unas horas después entraríamos al terminal de Quito y yo proseguiría. Tal vez Paola me daría un teléfono, podríamos encontrarnos luego. Leonardo estaba distraído haciendo anotaciones en una libreta. Sospeché que Paola estaría en los últimos asientos, al lado de los lavatorios. Pedí permiso y fui hacia allá.

Estaba sentada pero no sola. Conversaba con uno de sus compañeros. Abrí la puerta del baño y me metí.

Sentía el traqueteo del carro mientras espiaba por la ventanita del lavabo el paisaje de plantaciones entre las cuales se abría paso la carretera. Pensé complacido en que por lo menos me había atrevido. No podía hacer otra cosa que esperar llegar a la ciudad.  Traté de animarme: si tenía suerte tal vez saldría de los baños y la encontraría sola. Pero ¿qué le diría? Resignado a cualquier cosa, abrí la puerta y salí.

Allí estaba Paola, sola. Iba sentada en ese último asiento del autobús, pegada a la ventanilla. La saludé, ella hizo un ademán con los ojos y me senté a su lado.

–He leído tu carta. Quería decirte, que tú también me gustas mucho.

No era un discurso pensado. No había planeado besarla ni que ella aceptara mi lengua. Tampoco planifiqué que mis manos siguieran su propia dirección, apropiándose de esos pechos enormes que había seguido con la vista durante el viaje; ni que continuaran camino –provocándole un estremecimiento– hacia ese destino debajo de su falda. Mi boca sostenía la suya en un beso que nos arrancaba el aire.

Unas horas antes, había estado en ese mismo autobús sin saber cómo iniciar una conversación. Ahora, luego que mis dedos encontraron la ruta, le pregunté sin reparos si le gustaría complacer un deseo. La escuché murmurar algo que desconté como una afirmación. Luego sentí el calor de su boca, grande y suave. Ahí se derramaron mis primeras gotas.

Recuerdo con claridad el ritmo frenético de esas horas, la calentura que me estremecía esa noche. Paola ya no era ella: en la oscuridad del autobús la vi bajarse las medias y la sentí dejarse caer sobre mí.

Apenas había luz, si bien se podían ver las espaldas y las cabezas de los pasajeros en los asientos. No supe si dormían, ajenos a lo que pasaba en la última fila; o si es que prefirieron ignorarnos. En ese momento, mientras ella y yo practicábamos un rito al que algún tipo de dios nos había predestinado, nadie pareció escucharnos.

Un timbre sonó de improviso y una luz se encendió entre los asientos, muy adelante. Paola se subió las medias, se acomodó la blusa, la falda, y me susurró al oído: ya vuelvo. Se fue por el pasillo regalándome una visión. Regresó luego de unos minutos para acomodarse con velocidad. Y mientras copulábamos como salvajes, yo apreciaba las curvas fascinantes de su espalda, esforzándome por fotografiarlas para siempre en mi memoria, repitiéndome: Nunca lo olvides. Estos recuerdos son los que hacen feliz a un hombre durante toda su vida.

Terminamos. Nos besamos. Se arregló la blusa y me ayudó a organizar el desorden dentro de mi pantalón. En la oscuridad la vi mirarme a los ojos. Un haz de luz entró por las cortinas arrejuntadas de nuestros asientos. Entonces ella me dijo: «Estamos llegando».

En las gradas del autobús me señalo las luces de un hostal donde podríamos vernos. «Si es que no tengo que quedarme muchas horas limpiando», dijo. Yo me fui hacia la terminal, sin reencontrame con Leonardo, pensando en que si el próximo carro hacia la frontera salía en la mañana, me metería en ese hostal, la esperaría. Vi alejarse el autobús de Paola hacia el área de mantenimiento. Pronto, entre la gente y las oficinas del terminal escuché unas voces que gritaban el nombre de mi ciudad de destino. Me acerqué, compré un pasaje. Salí esa noche de Quito y llegué a Tulcán cuando estaba amaneciendo. 

(Esta historia, con algunos cambios, apareció hace 10 años (marzo de 2011) en The New York Street. )

 

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