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AA


En este nuevo mundo pandémico que vivo desde hace un año sobrevivo fundamentalmente gracias a la lectura y el cine. No queda otra. La vida social la tengo muy restringida y los viajes, que tanto colmaban mis ilusiones pre-covid 19, los tengo por ahora congelados. No sé qué hacen los demás, cómo llenan su tiempo y si trastean para sortear los protocolos que de manera errática nos marca el poder establecido. Asusta a veces la improvisación de quienes nos gobiernan y observar que esos vaivenes de timón no se registran únicamente en mi país, sino en otros sobre el papel más serios. Pienso, por ejemplo, en el giro dado en menos de 48 horas por el gobierno de Angela Merkel relajando medidas o la decisión del tribunal constitucional alemán de bloquear temporalmente los 750.000 millones de euros en préstamos y ayudas directas aprobados el verano pasado por la UE para combatir la pandemia. Más sufrimiento y más empobrecimiento para los tildados países derrochadores frente a la frugalidad de los del norte. Una vuelta de tuerca más para el descreimiento de quienes no creen en Europa y que sólo piensan en ella cuando suena el himno de la Champions.

Afirma el filósofo José Antonio Marina en su último ensayo Biografía de la Inhumanidad, que lo único que nos salva a los humanos de la barbarie es el sistema de normas jurídicas y morales establecidas, así como las instituciones políticas, judiciales y religiosas que nos hemos dado. Si no fuera por eso, porque en el fondo somos disciplinados y obedientes y temerosos con el poder, viviríamos en la selva, aunque tal vez las tribus ancestrales selváticas muestran más humanidad que la nuestra. El filósofo pinta de todos modos un cuadro bien pesimista de nuestra sociedad cada vez más carente de eso que nos distingue de las demás especies, la compasión, la solidaridad con el otro, la ayuda al prójimo más allá de pensamientos religiosos. “La compasión es lo que nos hace humanos, pero la hemos desprestigiado, y eso es terrible y peligroso”, afirma Marina.

En mi concepción un tanto fatalista de la vida como paso previo a la muerte, pienso que el ser humano actual no podrá resistir mucho más tiempo si persisten nuestras conductas y hábitos egoístas, materialistas, depredadores, criminales y destructivos con la naturaleza. Es por eso que tal vez asistimos a la gradual extinción del ser humano, a la aparición de algo nuevo (un humano más desarrollado gracias a la robótica) o simplemente a nuestra sustitución por otras especies. Quién sabe.

Hace un par de días, en mi escasa actividad social, asistí a un concierto en Málaga, mi ciudad accidental, de la Orquesta Filarmónica de la ciudad andaluza y la coral Cármina Nova de la Misa por la Paz del compositor contemporáneo galés Karl Jenkins. La actuación iba acompañada de imágenes proyectadas sobre una gran pantalla al fondo del escenario de las barbaries perpetradas por el hombre fundamentalmente a lo largo del pasado siglo. Me dejaron sin alma ver escenas de desfiles militares en Moscú, Berlín o Pyongyang, acompañados de gran despliegue armamentístico, bombardeos con napalm de poblados norvietnamitas, las dos últimas guerras mundiales, el fanatismo nazi, la persecución antisemita, la barbarie de los campos de exterminio, los atroces crímenes en la extinta Yugoslavia, Ruanda y Medio Oriente y la llegada masiva a Europa de desesperados africanos. Conforme avanzaba la música combinada con la imagen pensaba si podía sentirme orgulloso de mí como individuo racional, como representante, y de algún modo responsable, de tanto atropello y degradación moral.

Leo en una entrevista conjunta con varios intelectuales españoles la opinión que les merece nuestro comportamiento en estos más de doce meses de pandemia y ya con la esperanza de la vacuna de por medio. La opinión generalizada es que no hemos aprendido nada positivo; o casi nada. Si acaso, la aparición y casi segura consolidación del teletrabajo y por ende nuestra mejor aceptación y adaptación de las nuevas herramientas tecnológicas. Quien no las domine hoy en día se queda atrás y puede calificarse de analfabeto estructural. Pero aparte de ello, ¿qué más he aprendido yo o el resto de los mortales? ¿Era necesario el estallido de una pandemia vírica para manifestar lo frágil que soy, lo insolidario que me muestro ante el dolor y el sufrimiento del otro? El penoso espectáculo de la desigual distribución de dosis de vacunas, así como el indecente enriquecimiento de la media docena de multinacionales farmacéuticas ilustran bien lo que afirmo.

El filósofo e ingeniero alemán de origen coreano Byung Chul Han, uno de mis favoritos, opina que este virus no ha hecho más que amplificar la crisis de nuestra sociedad. Es el espejo de una sociedad desorientada, cansada y materialista sin capacidad de crear mimbres para un nuevo mundo. Y no es mucho más optimista el pintor y disidente chino Ai Weiwei, quien sostiene que Occidente está perdiendo sus valores El intelectual, perseguido por las autoridades comunistas de Pekín, considera que el mundo tendrá que luchar mucho más si pretende proteger la libertad de expresión y la democracia una vez venzamos la crisis sanitaria. El verdadero combate comienza ahora si no sabemos defender nuestros derechos, pero también nuestros deberes. Ése es el otro sistema inmunológico que la pandemia ha dañado. Ha agudizado el quebranto pues ya estaba tocado de antes.

Y pese a todo aquí estoy, aquí estamos, admitiendo y reconociendo los avances científicos y sociales de nuestra sociedad. Una sociedad capaz de crear nuevos motores, nuevas tecnologías, enormes avances en el ámbito de la ciencia y la medicina, de poner un hombre en la Luna y próximamente en Marte, de emocionarse con el arte o la música, pero que aún no ha sabido, o querido, erradicar el hambre.

Al final todo está en nuestras emociones, en nuestros afectos. Si no podemos fortalecerlos de manera natural y espontánea los buscaremos en la robótica, como ilustra el Nobel de Literatura británico, de origen japonés, Kazuo Ishiguro, en su última y original novela Klara y el Sol. Adquiriremos en establecimientos especializados los llamados AA, amigos/amigas artificiales, nodrizas que nos ayudarán durante nuestra infancia y adolescencia a manejarnos en un mundo dividido entre individuos mejorados y no mejorados, robots nutridos por los rayos solares, que piensan y se emocionan como nosotros y sufren y combaten la misma soledad que caracteriza a los humanos.

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