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Frontera DigitalRicky 024 El pescador de ostras

Ricky 024 El pescador de ostras

 

Cartagena de Indias es una ciudad maravillosa. Cien Kilómetros al Oeste, está el pueblecito del reencuentro. Allí vivía el pescador de ostras. Así le llamaban las gentes del pueblo. Hacía tres años que se había ido a establecer allí. No sabían de dónde venía. Había llegado con un saco al hombro y unas sandalias, pantalones tejanos y una camisa de hilo tejida por indios o hippies, él mismo parecía un hippy.
El pelo largo, gris, abundante, recogido atrás en una cola de caballo. Y en la cabeza, sobre los ojos, ocultándole alguna sombra bajo la mirada, el sombrero de paja, que llevaba una cinta de colores como las que tejen los indios de toda Centroamérica. Su andar era pausado y no llevaba reloj.
Nada que lo delatase salvo una sencilla alianza doble en el dedo meñique de la mano derecha. La alianza estaba hecha de oro blanco y platino. Eran como esas alianzas de Cartier, de oro blanco, amarillo y de platino. Le extrañó su manera de andar, porque apoyaba el pie desde el talón hasta los dedos, era como si estuviera midiendo la tierra con sus pasos, como si esa fuera su misión: medir la tierra con sus pasos calculados. Al cuello llevaba un cordón de cuero, del que presumiblemente bajo la camisa, pendía una bolsa de cuero con sus documentos y su pasaporte.
Llegó al pueblo, se dirigió a una fonda. Pidió alojamiento, sabiendo que en aquel tipo de fondas no te pedían documentación. Se registró con el nombre de Tom Perry. Al salir de la habitación, asomado a la pequeña baranda, le llamaba la atención a la posadera que no había perdido de vista la buena facha del cliente, que se hacía subir a la habitación comida estrictamente vegetariana. También llamaba su atención que pidiera ostras de la mejor calidad. Le llamaba la atención que, después del quinto día de cura de ostras el viajero, sin abandonar su sombrero de paja, como sabiendo lo que quería, se paró y se dirigió a las afueras del pueblo, donde alquiló una cabaña a un pescador.
El pescador tenía una barca y era un hombre extraño. Ya no recordaban cuánto tiempo hacía que había llegado allí. Se limitaba a salir, a pescar, a vender si le compraban el producto de su pesca, y si no, lo regalaba. Era un hombre extraño por eso, le llamó la atención a la posadera y a su compañero que aquel tal Perry Tom alquilara tan pronto la cabaña, mientras que el hombre de la barca, desde entonces, ya no vendió pescado, sino que se limitó a aparejarle la embarcación cada mañana.
Allí vivió. Las gentes llegaron a olvidarlos, como a tantos hippies extravagantes y tantos desertores de la guerra de Vietnam y como a tantos hombres que querían olvidar un pasado. Lo curioso es que no vendían lo que pescaban. Mas aún, parecían haberse especializado en los bancos de ostras. Buceaban y nadaban en los arrecifes de coral y, de vez en cuando, el dueño de la cabaña iba al pueblo a comprar verduras, frutas y vegetales. La vida transcurría tan monótona que la gente del pueblo llegó a olvidarse de ellos. La mujer de la fonda tenía el presentimiento de que se conocían desde antes, y de que uno de los dos se había adelantado al otro para abrirle su camino. No sabría explicarlo, pero ella se decía que aquel hombre que, durante los días que permaneció en la fonda no se decidió a medirle las carnes, encerraba un secreto que misteriosamente no ahogaba en alcohol, porque de eso ella si que lo hubiera sabido.
Federico era alemán, rubio, alto, vivía en Salzburgo, pero había pasado gran parte de su vida en Latinoamérica, y un año en Madrid. Viajaba continuamente por Latinoamérica como representante de una compañía de material para empresas lácteas; más bien daba cursillos de capacitación. Era un hombre alto, rubio, en la cuarentena, muy bien conservado. Tez dorada por el sol del trópico. Llevaba una indumentaria bien sencilla y elegante: pantalón claro, camisa abierta, y unas zapatillas sencillas, pero, un reloj de Cartier extraplano denotaba ese buen gusto y elegancia. Imperceptible casi en el anular de la mano izquierda, dejaba ver un cierto sello.
Lo encontramos en el aeropuerto. Ricky le dijo a Roy: «¿Lo reconoces?» Y este respondió: «Parece que sí, pero desnudo». «¿Cómo y cuándo?» «Quítale la ropa». Roy sonrió y vio aquel cuerpo dorado, pues solía tomar el sol desnudo, ya que no tenía ni un solo trazo en su blanca piel de ninguna prenda, en el solarium cercano al gimnasio del Hotel “Camino Real” en Guatemala. Lo reconoció por haberse saludado accidentalmente al salir de la sauna de vapor y dirigirse a la ducha. Le había llamado la atención, como a cualquier reportero gráfico, la estilización de las líneas y de su musculatura. No vaciló en acercarse a él y saludarlo: «Creo que nos hemos visto». Y Federico, como resultó al fin llamarse, le dijo: «Sí, pero más ligeros de equipaje». «Nosotros vamos a Bogotá». Federico respondió: «Yo también voy en esa dirección, pero llegaré más tarde». A Roy le pareció sin sentido, propio de un alemán, aunque su pronunciación era perfecta. “Llegaré más tarde”. Y caminaron arriba y abajo, recordando viejas emociones: Iguazú, el Valle de la Luna, Santiago de Chile, Tiwanacu. Le gustaba Ipanema. Sí, en Ipanema todo es posible. Federico insistió: «Prefiero Ipanema a Copacabana». Y Ricky precisó: «Sobre todo, un sábado en Ipanema se puede encontrar la paz y tranquilidad que se quiere, dentro de una variedad armoniosa». Ricky vio que Federico había comprendido la alusión al dock número 4 de Ipanema. Se despidieron al volver a abordar el avión que había hecho escala en San José, pues Federico se quedó en primera clase, mientras que Ricky y Roy pasaron a preferente, donde solían viajar.
Era una tarde tranquila, pero pronto se había hecho muy pesada. A Ricky se le vino encima la ansiedad del aeropuerto, ese útero por el que transita todo el mundo, útero de prostíbulo, como alguna vez lo denominó. Le impacientó e incomodó la espera, caminando de arriba para abajo, con un Roy lleno de comprensión. Al cabo de unos días, descansaron en Cartagena de Indias.
Roy era feliz tomando fotos a todas horas del día lugares diversos, bellas arcadas, playas ocultas que parecieran nacer bajo el visor de su cámara. Llegaron en un Toyota alquilado al pueblecito de un pescador. Roy no se atrevía a preguntar cuando Ricky preguntaba. Sabía que siempre tendría material para sus reportajes, y que sus cámaras atraparían bellas imágenes; también que Ricky, una vez más, daría cima a una bella historia. Algo le decía que Ricky iba al pueblecito de Itanan, en busca de algo, en busca de alguien. Se adelantó un coche a sorprendente velocidad y a Roy le pareció reconocer al hombre que iba al volante, aunque cubierto por unas gafas grandes y oscuras. Ricky, como siempre sin mirar, respondió a sus pensamientos: «Tenemos que llegar antes». Apretó al acelerador para alcanzar al BMW, pero por suerte, el BMW repostaba en una estación de servicio. Paró antes de llegar a la gasolinera y en un momento en que el conductor se acercase a pagar, ya que era un surtidor automático, Ricky metió un puñado de arena en el depósito de gasolina.
Siempre le había asombrado a Roy esa pequeña llave multiforme, de variados usos en la mano de Ricky. Cogió el Toyota y dijo: «Ahora podremos descansar». Roy no se atrevió a preguntar por qué había reconocido al pasajero del Convert, con el cual caminaron en el aeropuerto San José de Costa Rica tras haber reconocido al hombre rubio de cuerpo dorado sin una sola marca. Bordearon la gasolinera y en el Toyota llegaron a Hipanan.  Sin vacilar, Ricky atravesó el pueblo, miró de soslayo la fonda y se dirigió a la cabaña. No había nadie, paseó alrededor y se introdujo en la misma alzando la falleba interior de la ventana. Roy no se atrevió a entrar, pero, desde fuera, vio cómo Ricky cortaba una caña y ataba a ella un pañuelo en el cual había hecho tres nudos y lo colocó en lo alto de la cabaña. Después, se retiró y se escondió. Entonces, Roy le dijo a Ricky: «¿Podré fotografiar?». Ricky le respondió: «Por esta vez, no lo hagas».
Era ya el atardecer, cuando en el horizonte se perfilaba una embarcación tripulada por un hombre, con un viejo motor de cuarenta caballos. Venía con toda la paz y serenidad del mundo. En el medio, cubierto con un sombrero de paja, el hombre de pelo gris, sujetado en cola de caballo. De repente, Roy vio cómo aquel hombre echaba hacía atrás ese sombrero, desde la placidez inmensa de aquel mar. Me asombraban la placidez, la paz y serenidad de aquellos dos hombres en la embarcación, con el cesto cargado de ostras y unas hermosas lubinas. Me impresionaban el olor del agua del mar, y la sorpresa del hombre cuando descubre la señal de peligro del pañuelo de tres nudos y cómo, de repente, la embarcación gira en redondo y se pierde en altamar, mientras el hombre del sombrero lo agita en el aire y Roy  contempla, en el rostro de Ricky, una cierta sonrisa llena de melancolía. Ricky se volvió y dijo a Roy: “¡Vámonos!, hemos llegado a tiempo gracias al carburador. A su regreso, vieron al BMW al lado de la carretera, mientras un alemán desesperado esperaba que alguien arreglara su carburador”.

José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M.

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