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Independencia


Acabo de terminar la lectura de Independencia, la última novela de Javier Cercas tras su premiada Terra Alta, en ese su nuevo estilo de género policial o novela negra al que parece haberle cogido gusto y que anuncia va a continuar. La verdad que es un libro trepidante, que atrapa al lector desde la primera página y que rezuma trasfondo político, evidentemente muy intencionado. La publicación coincide con la última charlotada del nacionalismo catalán, incapaz de ponerse de acuerdo para formar una coalición de gobierno a dos o a tres. Qué más les dará a ellos. Si resolvieran el problema dejarían de existir. Su razón de vida está precisamente en alcanzar esa Arcadia aún sabiendo que una vez la consiguieran continuarían tirándose los trastos a la cabeza entre ellos sin desprenderse de su papel de víctimas del Estado.

Van camino de casi diez años desde que los independentistas pusieron en marcha el llamado Procés, que descarriló en octubre de 2017 con la breve declaración unilateral de independencia y la huida de Carles Puigdemont a Bélgica. Y ahí seguimos, muy hartos los demás de asistir a sus juegos y observar la incapacidad de que se pueda llegar a un acuerdo que permita una estabilidad política en Cataluña después de no sé cuántas elecciones anticipadas y no sé cuántos presupuestos prorrogados. Siempre me pregunto por qué la mayoría social, contraria a las tesis independentistas, no es capaz de imponerse a esa mayoría política soberanista que controla el Parlament. En su debe pienso que hay que colocar esa falta de valentía y pusilanimidad que ha mostrado hasta ahora. La victoria de Ciudadanos en las elecciones de hace cuatro años se agostó al poco de producirse.

Cada vez pienso más que el conflicto catalán no tiene solución. Es decir, ni los nacionalistas lograran el objetivo de la independencia (aunque habría que preguntarse si hay una gran mayoría de ellos que realmente lo pretende) ni tampoco el resto de España vivirá el conflicto con serenidad y les persuadirá para que acepten algún tipo de encaje en un hipotético Estado federal. Es kafkiano lo que sucede en Cataluña. Me identifico con la tesis que sostenía Ortega y Gasset sobre lo que él llamaba “la conllevanza” entre catalanes y españoles. Son matrimonios mal avenidos, gastados por el tiempo, que la incomprensión, la miopía y el egoísmo político han deteriorado hasta límites insoportables. Sin embargo, una y otra parte saben perfectamente que se necesitan, que es mejor buscar un denominador común de intereses políticos, económicos y sociales que faciliten la convivencia y la relación antes que tomar caminos distintos. Todos perderán llegados a ese extremo. Y eso debería entenderlo también el resto de la población española, aunque temo que ha dejado de hacerlo y no quiere entenderlo más.

En la novela de Cercas, más allá de una trama de extorsión sexual y corrupción en el ayuntamiento de Barcelona, el autor, de origen extremeño pero afincado en Cataluña desde su juventud, me explica, como si fuera necesario saberlo, la insinceridad e hipocresía con el asunto de la independencia que siempre ha manifestado la burguesía catalana. Esa clase que ha sabido sentirse respaldada por el pujolismo.

El teniente de alcalde, un economista preparado ex convergente sin escrúpulos, trata de explicar a un desconcertado corresponsal británico el laberinto del Procés: “El problema fue que se nos escapó de las manos. (…) Nosotros teníamos en la Generalitat a nuestro hombre, que era Artur Mas. Un buen chaval. El heredero del patriarca Pujol y el chico de los recados de la familia. Uno de los nuestros, que hasta hablaba castellano en su casa, como nosotros. Pero las cosas se liaron y a Mas le echaron de la presidencia y dejó a Puigdemont, un don nadie de provincias, que no pintaba nada y no tenía ni poder ni predicamento. Todos dábamos por hecho que Mas lo controlaría sin problemas, pero nos equivocamos. Porque Puigdemont era un creyente, un talibán que se tomaba completamente en serio lo que para nosotros era solo un juego, una añagaza, una estratagema destinada a salir bien parados de la crisis”.

Y efectivamente casi cuatro años después, ese ex periodista desconocido hasta que Mas lo puso al frente de la Generalitat sigue tratando de mover los hilos de la política catalana desde su exilio dorado de Waterloo, rica localidad muy próxima a Bruselas, con su acta de eurodiputado y confiado en que la justicia belga, siempre tan peculiar, no autorizará su entrega a España para ser procesado por los presuntos delitos de sedición y malversación de caudales públicos y eso aún a pesar de que el Parlamento europeo ha levantado su inmunidad.  Ahora, su última justificación para que su partido Junts per Catalunya no apoye la formación de nuevo gobierno con Esquerra Republicana y los independentistas de la CUP, es no gozar de plena libertad para controlar el presupuesto de ese órgano que él fundó en el exilio llamado Consell per la Republica.

Su exigencia no es baladí pues eso le permite moverse a sus anchas. Disponer de más fondos para poder desarrollar su actividad de propaganda desde Bélgica, influir en el día a día de la política catalana y seguir gozando del tren de vida que mantiene desde que huyó de Barcelona sumado a sus buenos emolumentos como parlamentario europeo. Nada que ver su exilio con el modesto del primer presidente de la Generalitat, Tarradellas, en el sur de Francia. Al final uno va a concluir que el dinero está detrás de todas las cosas y desde luego está bien presente en la política de Cataluña. Qué ingenuidad la mía. Eso no quita para concordar con ese protagonista de la novela de Cercas respecto al fanatismo de Puigdemont, quien llega a creerse que es un perseguido político y que España es un país falto de libertades y cuyo Estado es opresor. Los movimientos nacionalistas están llenos de oportunistas y arribistas, pero no faltan en ellos gentes que se llegan a identificar con vehemencia con lo que afirman y defienden. Puigdemont a día de hoy es uno de ellos como lo fue su valido Torra. El día que descubra que él no es el gran mandarín de una futura República de Catalunya entrara en una gran depresión y su familia hará bien en vigilar sus actos no vaya a ser que cometa una tontería.

¿Cataluña hace política? ¿Son buenos los catalanes haciendo política? De nuevo consulto el libro de Cercas y extraigo una conversación entre el teniente de alcalde barcelonés y el protagonista de la novela, un policía de los Mossos d’Esquadra, que saltó a la fama en los atentados islamistas de Barcelona y Cambrils de agosto de 2017: “Los catalanes no sabemos hacer política. Sabemos hacer algunas cosas, pero política no. Haciendo política somos pésimos. ¿Y sabes por qué? Pues porque desde hace siglos el poder político no ha estado en Cataluña. Eso significa que estamos poco familiarizados con él, que no sabemos manejarlo, que en el fondo nos da miedo. Y también significa que cuando lo tenemos, nos emborrachamos. Claro, el poder emborracha siempre, pero, si nunca lo has probado, emborracha mucho más. ¿Te acuerdas del Procés? Parece que hayan pasado siglos de todo aquello, ¿verdad? Bueno, pues el Procés fue en parte, en grandísima parte, el resultado de una borrachera de poder…”

Cercas se encuadra en ese grupo de escritores e intelectuales que viven o nacieron en Cataluña a los que el nacionalismo etiqueta de sospechosos por no escribir en catalán. Que son españoles catalanes o catalanes españoles, según se mire, pero no plenamente catalanes. No faltan ejemplos como Mendoza o Marsé. Supongo que lo tendrá superado pues el éxito literario le respalda. Pero para mí resultaría molesto, aunque confieso que con el tiempo lo obviaría, más aún si mi trabajo fuera ampliamente reconocido. Al fin y al cabo, esa región, comunidad, país, nación, planeta o como deseen los más fanáticos nacionalistas autodenominarla es maravillosa y sus gentes también lo son. Al menos, a fecha de hoy, yo así lo creo y lo siento.

 

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