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AcordeónLa justicia no puede ser el resultado de una votación democrática

La justicia no puede ser el resultado de una votación democrática

1. La justicia siempre ha sido un tema mayor de la reflexión política, aunque ahora más que nunca: para los antiguos era una virtud cardinal, es decir, una virtud trasversal que afecta a  los actos que tienen que ver con el otro. Hoy es algo más: “el fundamento moral de la sociedad”. La sociedad moderna, democrática y liberal se legitima en tanto en cuanto se base en principios de justicia.

             Para visualizar el cambio entre los antiguos y modernos se distingue entre “lo bueno” y “lo justo”. Sin pretender de momento hacer un juicio de valor sobre este celebrado paso o pasaje de lo antiguo («lo bueno”) a lo moderno («lo justo»), sí procede señalar las diferencias entre una y otra concepción

             Para los antiguos la justicia es, en primer lugar, una virtud, es decir, un tipo de acción con un recorrido limitado puesto que lo suyo es mediar entre las exigencias de la naturaleza y la realización de su finalidad. En segundo lugar, importa el otro. Para ser justos hay que atender al otro, dar al otro lo suyo. En tercer lugar, su materialismo. Para que haya justicia tiene que haber reparación integral, ad aequalitatem. La igualdad se refiere a bienes, no a personas. Señalaría un cuarto aspecto por lo exótico que resulta: hablan de una “justicia general”. La justicia no es solo distributiva, sino que también se refiere a la creación del bien común. Para entender la originalidad de esta justicia, que ha desaparecido totalmente de la circulación, pensemos un momento en qué consistiría la injusticia contra la justicia general. Una forma de injusticia sería, claro, negarse a pagar impuestos, pero también la privación del talento de cada cual o, mejor, el no desarrollo de lo mejor de cada cual, pues sin ese desarrollo la comunidad queda privada de muchos bienes comunes que podrían redundar en el bien de todos.

             La justicia de los modernos tiene otra lógica, porque asume de entrada que hay que impartir justicia en una sociedad plural en la que circulan muchas ideas, legítimas, pero diferentes y opuestas, sobre lo que es justo o injusto. Para que en una sociedad así la justicia tenga sentido hay que conseguir que los criterios para discernir lo justo o injusto sean entendidos y asumidos libremente por todos. La justicia tiene estas características: en primer lugar, cambio de virtud a fundamento moral de la política. En segundo lugar, cambio de acento: si para los antiguos lo importante era el daño hecho al otro, aquí lo que importa es que nosotros decidamos lo que es justo e injusto. La tercera característica diferenciadora se refiere al contenido de la justicia. Para que la justicia sea válida para todos, tiene que ser decidida por todos. Un desplazamiento del contenido, de lo que sea justo o injusto, al procedimiento, esto es, al modo de decidir entre todos los criterios con lo que juzgar lo justo o injusto.

 

 

La experiencia de la justicia

 

2. Si proyectáramos una mirada sincrónica, es decir, si aplicáramos la lupa no ya a la historia de las teorías de la justicia, sino a cada momento histórico, descubriríamos una constante duda en su arranque. Es como si ya  el punto de partida fuera una encrucijada de caminos que apuntan en direcciones diferentes. El prestigioso jurista italiano Gustavo Zagrebelsky dice que esas dudas o bifurcaciones se deben a que hay dos abordajes posibles de la justicia: uno que pone el acento en la especulación como si fuera el razonamiento el que produjera en su reflexión los contenidos de la justicia. Y otro que pone el acento en la experiencia de la injusticia. La justicia, incluso la reflexión teóricade la justicia,  sería eminentemente reactiva.

             Lo que domina en las teorías modernas de la justicia es la estrategia especulativa, mientras que la que tiene que ver con la experiencia es evitada como un exceso moral, difícilmente compatible con la universalidad de la razón.

             Hay que tomarse en serio este fenómeno de indecisión, tan pertinaz, so pena de regionalizar la justicia. Yo creo que esas dudas se deben a un «equívoco originario» . Ese sería la causa traumática de esta división constante en el tratamiento de la justicia. El equívoco en cuestión se refiere a que no está claro a qué nos referimos cuando hablamos de justicia: ¿A las injusticias? ¿A las desigualdades? ¿A las dos? El equívoco viene del término «injusticia» que designa lo injusto y también lo desigual. Son asuntos muy distintos: la desigualdad habla de diferencias sociales que están ahí y que incomodan a la conciencia moral moderna porque nadie se merece ser pobre, por ejemplo; la  injusticia, sin embargo, añade a la desigualdad la culpabilidad o la responsabilidad, no por supuesto en el sentido de que el pobre sea culpable de su pobreza. La culpa se refiere al origen de la desigualdad. Las injusticias no están ahí como los ríos o las montañas, productos del azar, sino que han sido causadas y/o heredadas por el hombre. No es lo mismo una cosa que la otra: si el tema de la justicia son las desigualdades, entonces quien hace teoría de la justicia o quien la imparte puede ser sujeto de la justicia, puede hacer justicia; si las desigualdades son injusticias, entonces el que piensa la justicia o actúa es parte de la realidad y no puede ser juez ni puede pensar soberanamente la justicia.

             Este es el equívoco originario. Damos por hecho que hablar de desigualdad es lo mismo que hablar de injustica. Interpretamos la justicia como un deber de ayuda al desigual, pero no lo fundamos en el derecho que puede tener el pobre sobre lo nuestro, sino en el hecho casi natural, pero intolerable, de que haya seres desiguales.

             El equívoco originario nunca ha sido debidamente aclarado, ni conjurado. Hemos afinado mucho en lo que a la equidad e imparcialidad se refiere, pero no en la genealogía de la desigualdad.

 

 

De lo bueno a lo justo

 

3. Decía que el paso de lo «bueno» a lo «justo» supuso un gran cambio en los contenidos que también fue celebrado como un gran avance moral puesto que la justicia  -y no el poder o el éxito o la competitividad- era erigida en el fundamento moral de la sociedad.

             Aclaremos que el cambio era obligado porque la Ilustración introducía en la historia un tipo de sujeto que no podía tolerar los límites antropológicos que conllevaba la filosofía de la virtud, a saber, las exigencias de una naturaleza y la voluntad de concordia de la virtud (aquello de in medio virtus).

             El sujeto moderno, al estar construido sobre el concepto de autonomía, de libertad, no puede aceptar esos límites. Esto también afecta a la justicia, que tiene que ser pensada desde la autonomía del sujeto, sin que pueda entonces escaparse al «politeísmo de los valores» que acompaña fatalmente a esa misma autonomía moderna. Una vez reconocía la prioridad de la autonomía del sujeto es inevitable que cada cual se haga una idea de lo justo en función de sus ideologías o visiones del mundo: para un marxista, la justicia está en función de sociedad sin clases; para un nacionalista, en función de la idea de pueblo. Que el valor sea el pueblo o la sociedad sin clases, es una decisión imposible de demostrar racionalmente.

             Son opciones distintas que no cabe desestimar o jerarquizar. Sobre ese politeísmo sólo cabe la mirada liberal, que diría van Parijs. El liberalismo en cuestión se niega a establecer un ranking de calidad entre las distintas teorías de la justicia. Todas, dicen, merecen el mismo respeto porque emanan de la autonomía del sujeto y no hay por qué entrar en sus contenidos.

             La mirada liberal o el politeísmo de los valores tienen el inconveniente, sin embargo, de no poder responder a la exigencia de universalidad propia de la ética en general y de la justicia en particular. Esto es mortal para la justicia, pues de poco serviría una teoría de la justicia que no dijera nada al otro o del otro.

             Todo esto se lo saben muy bien los modernos teóricos de la justicia, de ahí la necesidad de plantearse el tema de la justicia, de lo justo, a un nivel  superior al de esas teorías «particularistas» tan lastradas por sus pre-juicios ideológicos. Ese nivel es el de la reconciliación entre autonomía del sujeto y universalidad de sus propuestas. El modelo es el imperativo categórico kantiano: «Actúa sólo según una máxima que puedas querer, al mismo tiempo, que sea ley universal», es decir, que será bueno aquello que uno estima que es bueno para sí y para todos.

             Sobre la grandeza de este planteamiento hay mucho escrito; sobre sus límites, también. El neokantiano Hermann Cohen ya llamó la atención sobre lo problemático que resulta el hecho de que fuera uno mismo el que salvara la universalidad de la máxima al pensar por los demás. Mal asunto. Cohen propuso sindicar la decisión: que los demás dijeran lo que pensaban que era bueno y que la decisión fuera de todos. Como bien sabemos esta corrección a Kant fue lo que le llevó a hablar de «socialismo ético». Es una buena pista, pero poco elaborada, porque si se ve cómo superar el autismo kantiano convocando a los demás no se ve cómo compaginar las distintas voluntades en el caso probable de que piensen distinto. No convendría en esto confundir universalidad con mayorías. La justicia no puede ser el resultado de una votación democrática.

             De esto son conscientes contemporáneos como Rawls y Habermas cuando se plantean la universalidad de lo justo en una sociedad moderna necesariamente plural porque está habitada por el politeísmo de los valores. En vez del rudo plan de Cohen proponen un modelo mucho más refinado: que intervengan todos en igualdad de condiciones. Como eso so no es lo que se lleva, es decir, como en la vida real cada cual va a lo suyo pisando al otro, proponen someter al ser humano a un experimento: crear la ficción de un «estado originario», es decir, someter a ese sujeto real egoísta y lleno de prejuicios a la presión de un estado en el que se comporte como un individuo racional.

             Eso del «estado originario» tiene antecedentes. Rousseau, por ejemplo, también propone la ficción de un «estado natural» para ver cómo era y se comportaba «el buen salvaje». El habitante del «estado originario» no es el «buen salvaje» sino el «racional puro». Lo que Rousseau pretende es ver lo que hemos perdido al pasar al estado social, mientras que al colocar Rawls al hombre en el «estado originario» lo que busca es rescatar lo que caracteriza al ser social. El «estado natural» de Rousseau es una pérdida; el «estado originario» de Rawls es una revelación.

             Estamos pues ante dos experimentos: en el laboratorio del estadounidense lo que se va a investigar es lo que decidiría un ser humano, si tuviera que hacerlo, abstrayendo de sus «intereses comprensivos» (los malos) pero guiado, eso sí, de los intereses propios de un individuo racional al estado puro (los buenos). El experimento arroja un gran resultado, es decir, dos grandes principios. Decidiríamos o estaríamos de acuerdo en estos: a) que la libertad es intocable. Prioridad de la libertad; b) que hay que tratar mejor a los peor tratados por la vida. Principio de la diferencia.

             En el laboratorio del alemán los resultados son más modestos: no consigue producir principios o leyes de la justicia. Lo que descubre son las reglas para dar con un modo racional de tomar decisiones justas: convocar a toda la humanidad; simetría entre los que participan en la decisión; comprometerles a que decidan en razón del argumento más convincente.

             La justicia no consiste en luchar contra la tiranía o las torturas, ni siquiera en decir si torturar es justo o injusto. La justicia consiste en decir cómo decidir sabiamente si este caso es justo o injusto. Pero que no se le pida a esa concepción de lo justo que se ocupe de o que diga algo sobre «los grandes males de nuestra existencia: el hambre y la miseria en el Tercer Mundo; las torturas y la violación de los Derechos Humanos en Estados sin derecho; el creciente desempleo o la injusta distribución de la riqueza en los países industrializado; la carrera armamentística y la amenaza nuclear».

             La reducción de la justicia a mero procedimiento no satisface, sin embargo, al propio autor. Habermas es, en efecto, además de filósofo de gabinete, un intelectual activo que toma parte en los conflictos de su tiempo -defendiendo la singularidad de Auschwitz en el debate de los historiadores, por ejemplo- sin que espere a lo que diga la comunidad de comunicación para saber qué decir.

 

 

Reparto equitativo del pan

 

4. Estas teorías, llamadas procedimentales, han dado la vuelta al mundo y se han impuesto en todo el orbe. Por supuesto que no le han faltado críticos. De entre las críticas quisiera subrayar, por su agudeza, dos que vienen del campo hispanohablante. La primera es de Carlos Nino, el eminente filósofo argentino del derecho. Se pone tanto el acento en la libertad, dice, que la justicia acaba siendo «un reparto igualitario de la libertad”. Lo decisivo en esta justicia es la decisión libre, la igualdad en la libertad a la hora de decidir. Pero la justicia siempre había sido un reparto equitativo del pan, de bienes materiales. Pan y libertad no son incompatibles, por supuesto. Van juntos. Pero con un orden. Dice Bloch: «El estómago es la primera lamparilla en la que hay que echar aceite». Tienen que ir juntos pero en ese orden: primero el pan.

             El mexicano Luis Villoro, el autor hispanohablante más penetrante en temas de justicia, hace el segundo apunte crítico. Dice que esas teorías de la justicia, basadas en el consenso racional logrado por sujetos iguales, puede funcionar en sociedades desarrolladas donde ya hay de hecho un nivel aceptable de distribución de riquezas. En sociedades con profundas desigualdades sociales, sin embargo, ese consenso es impensable, más aún, inimaginable, y sólo cabe entender la justicia como respuesta a la injusticia.

             Crítica pues a la contaminación liberal, en el caso de Nino, y a la imposición en los países pobres de un modelo  pensado en, por y para los países ricos, en el caso de Villoro.

             Pero en vez de proseguir ese doble trazado crítico, prefiero concentrarme en las críticas que han salido de sus propias filas, más en concreto, las críticas que hace Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, autor de Ideas de la Justicia, libro dedicado precisamente a John Rawls. Sen plantea una enmienda a la totalidad: «La pregunta por la sociedad justa no es un buen punto de partida para una teoría útil de la justicia. A eso hay que añadir la concusión adicional de que puede no ser tampoco un buen punto de llegada». Sen cuestiona el punto de partida y el de llegada.

             Cuestiona, en primer lugar, el punto de partida. Dice Sen muy solemnemente: «tengo que expresar mi considerable escepticismo sobre la muy específica tesis de Rawls sobre la elección única, en la posición original, de un particular conjunto de principios para las justas instituciones que se requieren para una sociedad justa». Lo que no ve claro es que el experimento funcione, es decir, que de la posición original salga una posición consensuada que verse además sobre esos dos grandes principios. El experimento no puede funcionar porque está mal diseñado. El alma del mismo es la imparcialidad: si los actores son imparciales, podemos dar con criterios equitativos. Pero en el experimento las partes no sólo no son imparciales sino que ni siquiera muchos son parte de a decisión.¿Que por qué? por dos razones: a) porque no todos los afectados por las decisiones pueden decidir. No olvidemos que los que pueden intervenir en el experimento del estado originario no es toda la humanidad sino un grupo humano, más exactamente «los que nacen en la sociedad en la que viven». No caben por ejemplo los emigrantes; b) porque los que deciden no lo hacen libremente, es decir, no lo hacen liberados de los prejuicios comunes, por eso Sen reivindica la figura del «observador imparcial» que él toma de Smith, pero que también encontramos en Simmel o en Mannheim. Ese observador que viene de fuera posee una mirada inquietante, como Clint Eastwodd en Infierno de cobardes que conmueve los tópicos y tabúes de la comunidad.

             También cuestiona el punto de llegada, porque no es de utilidad alguna. No sirve a la causa de la justicia lograr definir la quintaesencia de lo justo. Trae un ejemplo de la historia del arte para explicar la inutilidad del modelo. Imaginemos que La Gioconda sea el ideal de la pintura. ¿Serviría eso para decir si es mejor un Picasso que un van Gogh?

            Por eso mismo el objetivo que persigue Rawls no es un buen punto de llegada. Lo que mueve a cuantos se ocupan de la justicia, incluso al mismo Rawls, es la mejora de la situación. La causa de la justicia es la lucha contra la injusticia. Para lograr este objetivo el planteamiento tiene que ser otro. El arma adecuado para esa lucha es una «teoría de la elección social», inspirada en la tradición ilustrada «comparatista» que a) pone el énfasis en lo comparativo y no sólo en lo trascendental; b) que reconoce la pluralidad de principios que pueden rivalizar entre sí, pero contribuir a la causa; c) que acepta soluciones parciales o medidas concretas que aminoren la injusticia; d) que no deja atrapar por el provincianismo del grupo dando cabida en la decisión a otras voces; e) que se tome en serio el debate público sobre la mejor decisión sin fiarse de experimentos imaginados.

            Este es un gran cambio. Desde luego, hay poderosas razones para plantear la justicia como respuesta a la injusticia. Está, por un lado, el sentido común que nos dice que la preocupación por la justicia aparece como respuesta a situaciones inaceptables. Y, en segundo lugar, porque hay más de sentido de la justicia en el grito existencial de un «no hay derecho» que en lo que contengan todas las leyes juntas imaginables y todos los sabios tratados de justicia que en el mundo han sido.

 

 

La comunión de los santos

 

5. Sen acaba donde empezó Rawls, entendiendo la justicia como respuesta a la injusticia. La lucha contra el desorden existente, las desigualdades sociales, la pobreza, la miseria, era también la motivación de partida de Rawls y de Habemas. La pregunta es ¿por qué pierde de vista ese punto de vista cuando se ponen manos a la obra? ¿Por qué, para elaborar una teoría de lo justo, hay que hacer abstracción de la miserable situación real e imaginarse un estado originario de bienaventurados o una comunidad ideal de diálogo sobre la que Javier Muguerza ironizaba, con razón, llamándola «la comunión de los santos»? Esa operación de abstracción que tiene lugar en el experimento es de la mayor importancia. Se pide a todo el mundo que no se fije en lo que le pasa. Se pide al rico y al poderoso que no hagan valer su situación de privilegio y, al pobre, que no se lamente de sus miserias. Altura de miras. Pero esa abstracción es muy asimétrica: para el rico es garantía de que no se va a cuestionar su riqueza; para el pobre, que no va a poder hacer valer las causas de su miseria. Pero ¿por qué hacer abstracción de la realidad en vez de atenerse a ella?.

            Si Rawls fuera aristotélico podría invocar en su favor la tesis de que la injusticia es carencia de justicia y de ser. Es un no-ser, como dice Aristóteles en su Metafísica, y del no-ser, añade, no hay ciencia. Claro que Rawls no es aristotélico.

            No hay necesidad de ir hasta los griegos. La respuesta está en el equívoco originario, es decir, en reducir la injusticia a desigualdad. Rawls no puede hablar de injusticias, ni puede tomarse en serio las experiencias de injusticia, ni reconocer significación propia a la injusticia. ¿Que por qué? Pues porque para reconocer entidad a la pregunta habría que reconocer que hubiera alguien al que pedir cuentas porque tiene que ver con el origen de los hechos y que hubiera algo de lo que dar cuenta porque son sus hechos o ha heredado sus consecuencias.

            Pero Rawls no está dispuesto a adentrarse por esos andurriales. Él está dispuesto a dejarse interpelar por la miseria del mundo, pero sólo en tanto en cuanto la miseria hiere a su sensibilidad moral, no porque los hechos tengan algo que decirle. Para neutralizar la capacidad interpelante de los hechos, declara a las desigualdades existentes, cosas de la fortuna.

             La fortuna puede tomar la forma de nacimiento, naturaleza o destino. Ahora bien, lo que haga la naturaleza «no es justo ni injusto, como tampoco es injusto que las personas nazcan en una determinada posición social. Esos son hechos meramente naturales. Lo que puede ser justo o injusto es el modo en que las instituciones actúan respecto a estos hechos». Nada que decir, por ejemplo, sobre la fortuna de los hijos de Gadafi. Si las desigualdades son naturales, son neutros moralmente. Dice McIntyre que la justicia en Rawls se parece a una isla desierta a la que llegan unos náufragos que se encuentran con otros también llegados por casualidad. Nadie tiene la culpa de las desgracias que cada uno ha vivido. La justicia se centra en el presente, en resolver los problemas que ahora surgen, sin preocuparse de lo que ha llevado a ese momento, ni de cómo ha llegado cada cual. La justicia se concentra «en las reglas que salvaguarden máximamente a cada uno en tal situación». La moralidad está del lado de nuestras convicciones, no de las exigencias o derechos derivados de los hechos.

             Nada podemos pues contra el origen de las desigualdades puesto que escapan a la voluntad del hombre. Ahora bien, como ese desigual punto de partida va a condicionar poderosamente el desarrollo de cada cual, ahí sí podemos intervenir con el fin de evitar que las desigualdades de origen se mantengan o reproduzcan. Por eso añade que lo que puede ser justo o injusto es cómo respondan las instituciones. Podemos intervenir porque nada impide que con un buen plan de becas un niño dotado, pero pobre, pueda ser ingeniero, igual que un hijo de buena familia. Pero ¿por qué habría que hacerlo? Por un prejuicio moral moderno que nos lleva a tratar igual a todo el mundo. Para el hombre moderno, que vive al amparo de la utopía de la igualdad, las desigualdades de origen no son merecidas. Nadie se las ha merecido y por eso hay que hacer algo.

             La consideración de las desigualdades existentes como caprichos de la fortuna, es un momento fundamental de la teoría rawlsiana. Eso le permite desentenderse del origen de las desigualdades ya que lo que haga la naturaleza «no es justo ni injusto». El moralista nada tiene que decir sobre cómo se han creado las desigualdades. El problema empieza a la hora de ver qué hacemos con ellas.

             Con esta interpretación de las desigualdades Rawls toma una decisión que es clave para toda su construcción teórica. Si las desigualdades no son injusticias porque nada tienen que ver con la libertad del ser humano, su tratamiento de la justicia tendrá más que ver con la generosidad de los que tienen que con los derechos de los que no tienen. Ese gesto teórico que rebaja la injusticia a desigualdad es lo que convierte su teoría de la justicia en una ideología liberal, es decir, en una teoría que aborda la justicia desde el prisma de la dominación (que atenta a la libertad) y no del empobrecimiento (que atenta a la igualdad).

            Declarar a las desigualdades hijas del azar es una ingenuidad que no resiste el menor análisis. No hay más que ver cómo se han hecho las fortunas. Cuando Sancho trata de consolar a su señor, derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, invocando a la caprichosa fortuna, le replica Don Quijote: “Lo que sé decir, es que no hay fortuna en el mundo… cada uno es artífice de su ventura”. Unos heredan las fortunas y otros los infortunios. Se podrá hablar de fortuito a propósito de quien hereda, no en cuanto a la naturaleza de lo heredado. La cínica teoría de Anatole France -«el robo es un delito y el producto del robo, sagrado»- es insostenible.

             Al plantearse la justicia como reacción de un conciencia moderna (habitada por el principio de la igualdad) ante las desigualdades moralmente neutras (sin que la pobreza ni la riqueza sean en sí mismas significativas), la justicia se reducirá a compensar la pobreza de los pobres, pero no a cuestionar la riqueza de los ricos. Lo que pone en movimiento a la justicia no está del lado del «objeto» (la desigualdad real) sino del «sujeto» (nuestra sensibilidad igualitarista que no tolera la existencia de la pobreza por ser inmerecida). Se invisibiliza la culpabilidad que causa la injusticia y se magnifica la responsabilidad ante la desigualdad presente.

             Quisiera terminar trayendo a colación dos reflexiones finales sobre Rawls y Habermas. Dice Rawls que «las personas en la posición original no tienen ninguna referencia respecto a qué generación pertenecen». Estamos ante una consideración atemporal de la desigualdad. Habermas dice algo parecido cuando reduce la racionalidad comunicativa sólo a los sujetos presentes capaces de argumentar. La fuerza argumentativa queda remitida al uso del lenguaje que hacen los hablantes que hablan. La racionalidad de los de «antes» sólo vale en tanto en cuanto es metabolizada por los presentes, es decir, en cuanto potencia mi capacidad argumentadora, pero en sí mismo ese pasado es mudo. Justo es reconocer que este planteamiento asusta al propio autor que se pregunta: «¿No será obsceno que los beneficiarios de normas que sólo se justifican por los efectos positivos que producirán después soliciten de los aplastados y humillados un consentimiento imaginado?». Lo obsceno es que sufrimientos pasados pueda ser justificados por el beneficio que nos reportan a nosotros, nacidos después. Parece duro pedir a las víctimas de los campos que acepten su sacrificio porque es el precio de la paz y bienestar de las generaciones siguientes. Pero eso es lo que pide su modelo discursivo. En él el pasado se hace presente a través del uso argumental que hagan las generaciones presentes.

             Esta atemporalidad es lo que impide entender la desigualdad como injusticia. El problema de la justicia es el tiempo. La injusticia es una desigualdad que tiene en cuenta el tiempo porque es histórica. Por eso hay que ver lo que hay detrás del espejo, lo que se esconde tras la apariencia, lo olvidado por la presencia. Estamos hablando de la memoria. Queda abierta entonces la relación entre memoria y justicia, entre olvido e injusticia.

 

 

 

 

Este texto es un resumen del que fue pronunciado en las XX Conferencias Aranguren de Filosofía, impartidas el autor en La Residencia de Estudiantes los días 29 y 30 de marzo del 2011. Será publicada íntegramente en la revista Isegoría. Un amplio desarrollo de lo que en ellas podrá encontrarlo el lector en el libro Tratado de la Injusticia (Editorial Anthropos).

 

 

Reyes Mate es filósofo y escritor, dedicado a la investigación de la dimensión política de la razón, de la historia y de la religión y en concreto de la memoria, los vencidos y el papel de la filosofía después del Holocausto y Auschwitz. Entre sus libros destacan La razón de los vencidos; Auschwitz. Actualidad moral y política; Medianoche en la historia y La herencia del olvido.

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