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AcordeónMisrata. Desde la ciudad sitiada

Misrata. Desde la ciudad sitiada

 

“Mañana sale un barco hacia Misrata…”. El fotógrafo Michael Christopher se queda mirándome con el nombre que en Bengasi deja a la gente sin habla: Misrata… “¿Te vienes, verdad?”, añade Michael. Y ahí estaba yo, zarpando de Bengasi con Michael, su amigo Guy Martin, Tim Hetherington y Chris Hondros, a los que acababa de conocer el día antes, la elite de la  fotografía de esta locura de las guerras.

      El barco era un crucero griego con toda su tripulación. En vez de cervezas para los turistas ingleses tenían que cambiar el chip y dedicarse a hacer sandwiches de queso para los subsaharianos que, exhaustos, volverían del infierno. Unos 4.000 todavía quedan sin poder salir de allí, hacinados en el puerto y muertos de miedo, porque Gadafi lo bombardea sin cesar. Los camarotes eran de lujo. Estábamos impresionados. Crucero de lujo al infierno. La Organización Internacional de las Migraciones (OIM) había fletado el crucero griego para tratar de sacar a toda aquella gente de la ciudad portuaria sitiada. Todos nos dirigíamos al mismo lugar: a un puerto incierto, a una ciudad  asediada que en cualquier momento podía caer. Lo que me acabé encontrando era peor, mucho peor de lo que me había imaginado que sería ese viaje.

      Cuando nos encontramos a tres millas de la costa, el barco para los motores. Lo que se vislumbra a los lejos me recuerda a una película de Tim Burton, de esas en las que el mundo ya no es mundo sino un planeta invadido por seres destructivos y extraterrestes. Columnas de humo gris que se desvanecen para ceder el sitio a una nueva… A cada mueva detonación le sigue una instantánea columna de humo. Atónitos, todos observamos el panorama, deseando que el barco dé media vuelta y regrese a Bengasi, y si pone rumbo a Grecia, mejor que mejor.

       Esperamos a que las cosas se tranquilicen. En el espacio de dos horas, contamos no menos de 140 obuses. Por fin, poco a poco, el barco  entra en el puerto de Misrata en medio de detonaciones aisladas. Un contendor alcanzado por los proyectiles arde a menos de cien metros del muelle. Esta anocheciendo. Me pregunto dónde dormiremos. Pero no hay que pensar mucho, solo plantearse lo que hay que hacer. Nos reunimos los cinco para tomar una decisión. Nicole, una compañera muy guapa, lleva dos días allí. Trabaja para Human Rights  Watch y tiene la solución. Hay una casa llena de periodistas y podemos dormir en el suelo, aprovechando los muchos colchones que el dueño, un adinerado empresario de Misrata, ha preparado para alojar a los periodistas que van llegando. No es tonto. Sabe que somos los únicos que podemos detener la matanza. O al menos que se habla de ella.

      Después de que el encargado de la OIM nos dijera que el viaje era solo de ida, por si alguien quería volverse atrás en pleno ataque de pánico, empiezan a llegar camiones cargados con nigerianos y ghaneses que, muy contentos, van a ser los que se coman los fantásticos bocadillos que ayudamos a preparar a la tripulación del crucero griego. Se ponen en fila india y aguardan con calma. Nosotros nos subimos a una pick up con un conductor adolescente y rapero. Hadmed nos lleva a toda leche, ya de noche, a la mansión de la prensa. Atravesamos varios check points. Todos conocen a Hadmed y le dejan pasar sin dudar. Llegamos a la casa que nos va a dar cobijo estos días y la primera escena con la que nos encontramos es a cuatro libios rodeando a un joven de pelo rizado y con cara de traviesa y ojos de flipado. Le interrogan de una manera un tanta extraña. Es un francotirador de Gadafi al que acababan de apresar. Al enterarme, les pregunto a cuántos de los suyos ha matado. Nadie dice nada. Como si ya  supiesen qué va a ser de él, decido hacer una foto e irme. A veces el silencio es lo que da más miedo.

       Nos señalan a un montón de colchones . Es allí donde descansaremos. El sistema parece cómodo: unos pegados a los otros como cuando de jóvenes íbamos de acampada, a  mezclarnos y compartir. A mí me parece bien. A todos les parece bien. Hay periodistas trabajando en una mesa. Oigo tiros en de los ordenadores. Están editando el trabajo que han hecho. Me acerco y observo una de esas batallas en las que disparan un lanzagranadas y saltan de contento gritando Alá Akbar al puro estilo rebelde. Como en Ajdabia, pero con decorado de ciudad. Hay muchos detalles que contar, pero las que no pasa inadvertidas son las detonaciones, una tras otra, algunas cercanas, otras lejanas. Y así toda la noche. No paran. Hay que acostumbrarse, pero el cansancio lo puede todo…

       Lo primero que vamos a ver cuando nos despertamos es el hospital. Me siento un poco como si estuviera en un tour por los Campos Elíseos. Primero, la torre Eiffel, luego… Todos en comitiva, todos fotografiando la misma desgracia, el mismo balazo, el mismo niño con la cabeza atravesada por la buena puntería de un francotirador italiano o francotiradora colombiana contratados por Gadafi. ¡Uff! Todo pinta mal, peor de lo que nos contaban. Solo contemplando el entorno, en menos de 24 horas me empiezo a dar cuenta de lo que estoy realmente viviendo. El hospital es un poema. Está abarrotado, no hay camas. Tiene que echar a los menos graves porque no dejan de llegar pick ups a gran velocidad de las que sobresalen piernas y cuerpos como si fueran fardos. A los heridos los recibe una comitiva de médicos libios venidos de todas partes, además de un médico y una enfermera italianos que han venido a ayudar. Todos se miran unos a otros. Escucho unos gritos. Es un rebelde que arremete contra un herido que al parecer es un soldado de Gadafi. A pesar de que aquí atienden a todos, a este lo quiere matar. La gente le sujeta, los médicos le explican… Yo no sé qué haría si le hubiese pegado un tiro en la sien a mi hijo.

      Nos  vamos a ver el otro hospital, el que evacuaron hace días después de que fuera atacado por las fuerzas de Gadafi. Para llegar allí tenemos que entrar en otra zona de Misrata batida cada minuto. Se escuchan detonaciones de granadas, de esas que dicen que ha vendido España. Instalaza las fabricaba hasta no hace mucho. Pero es cierto que las siguen fabricando muchos otros países. Bombas de racimo, mortíferas. Me da igual quién las haga. Solo sé que aquí matan a mucha gente. Llegamos. La valla está cerrada. Saltamos y entramos en un edificio art decó, con ventanucos dorados en forma de estrella. El antiguo hospital está lleno de sangre seca por todas partes, de los ataques y no de los enfermos. El quirófano, reventado de metralla. Veo unas batas todavía colgadas y goteros como recién arrancados del brazo de un paciente al que evacuaron a toda prisa. Todo es tan terrible que me sabe mal hasta que parezca una novela de serie b, medio gore. Como dice mi amigo Plàcid García-Planas, estupendo reportero de La Vanguardia, no hay que caer en el tremendismo de la guerra. Peroes que Misrata es tremenda. Aquí es la guerra la que cae en el tremendismo de la Misrata.

       Para descansar de tanta historia, Hadmed pone una vez más su canción del Americano.  Cuando más sube la tensión, más alta pone la música. Como para desconectar de la película. Bailando, se entusiasma y nos lleva a Trípoli Street como si nada. La calle que determina el pulso del asedio, la arteria principal de la ciudad.

         Atravesamos la Misrata de Mad Max , completamente destruida. Hay tantos agujeros que parece casi imposible que los hayan hecho en tan poco tiempo. Hadmed vuelve a ir toda leche, los francotiradores disparan a todo lo que se mueve. En esta zona no hay nadie por la calle. La cara de los cinco va cambiando. Nadie dice nada, todos observamos. Michael se pone a grabar con el iphone. Yo le imito. Tenemos un programilla que simula una película de súper 8. Para esto es perfecto.

       A todo esto, el hijo de Gadafi sigue lanzando esos discursos mega frikis en la televisión nacional, como intentando convencer al pueble de que los rebeldes son cuatro matados. Los rebeldes siguen preguntándose dónde está la OTAN. Se escucha el ruido de reactores , pero no las detonaciones de sus misiles. En el frente, Mohamed me dice que no entiende por qué la OTAN no les ayuda: «Es el momento perfecto. Hemos conseguido que los tanques retrocedan y ahora están todos fuera de la ciudad, juntos. ¿Por qué no los destruyen?». No sé qué decir.

       Me vuelvo a encontrar con mi amigo Ashrad. Un médico traumatólogo del hospital que cada día y con sus gafas de Top Gun y su aspecto de tirillas se va al frente con su Kalashnikov, religiosamente, a hacer la guerra y la verdad. Cuando dispara, con las gafas en la cabeza, se le resbalan y tiene que sujetárselas para que no le molesten. Viéndole entiendes parte de lo que esta pasando en Libia. Como cuando en Euronews ponen No coment.

       Igual que No coment es lo que al día siguiente acontece. Matan a Tim Hetherington y a Chris Hondros, grandísimos fotoperiodistas y compañeros. De repente, escuchamos el silbido fuerte y rápido de un proyectil. ¡UHF, qué cerca! Me agacho y estalla. Solo pasa un segundo y medio desde que suena hasta que impacta. Segundo y medio que cada uno procesa como sus reflejos le permiten. Se levanta una gran nube de polvo. ¡Joder, ellos estaban allí! Yo me rezagué un poco para hacer la foto de un cartel de Pepsi que por sí mismo refrescaba, y más en aquel contexto: burbujas y frescor mientras las ilusiones de muchos vuelan por los aires, y no solo las de Tim y Chris, sino las de otras tres libios que perdieron la vida en aquel momento. Y muchos otros que se dejan la vida cada día allí intentando solamente poder ser personas, como nosotros con nuestras democracias y consumismo compulsivo, cambiando el concepto y difundiendo por Facebook, Twitter, la tele y demás. Lo hemos concebido. Amén, Así que  me ahorro detalles  porque los detalles todos se los merecen. No podría transmitir lo que sentí al ver desvanecerse a un compañero, pensar si todo esto merece la pena. Si luchar por lo que nos gusta lo merece. Creo que ellos, a pesar de lo que mucha gente cree, que por una foto… Es más que por una foto. Es por la libertad de uno mismo. Es por sentirse que con lo que hacemos el mundo reacciona, aunque sea un poco, que una sola conciencia lo merece. Mostrar cómo una niña llora después de que han matado a su familia en Irak, o cómo un soldado se despide de su esposa tiernamente antes de ir alfrente en Liberia… No logran, ni más ni menos, que la gente se remueva en sus silla, o lo ignore. Las dos posturas son respetables. Pero ya está haciendo lo que nosotros, los fotógrafos deseamos. Como dice mi amiga Meridith Kohut, fotógrafa del New York Times: «I still believe that if your aim is to change the world, journalism is a more immediate short term weapon» (Sigo creyendo que tu deseo es cambiar el mundo el periodismo es el arma más rápida para hacerlo), haciendo referencia a Tom Stoppard.

      Y así aturdido, me voy de esta ciudad de 400.000 habitantes. Dejo a los que ya estaban allí luchando por su libertad, con uñas, dientes y cañones sin retroceso, también españoles, como las bombas que lanza Gadafi, y los Cola-Caos de Nutrexpa, caducados, en una de las naves  puerto de Misrata. Todo queda en casa. En un barco de pesca lleno de refugiados y de periodistas me voy a procesar todo lo que he visto. El pesquero se va alejando poco a poco de Misrata mientras escucho la advertencia de un barco de la OTAN, que cualquier nave que suponga una amenaza será destruida.

      La última imagen: uno de los niños  que escapa me hace una foto con su iPhone.

 

 

* Guillermo Cervera es fotógrafo. Sus imágenes pueden verse en su página web: http://guillermocervera.photoshelter.com/

 

 


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