Raúl Castro no solo abandonará la jefatura del Partido Comunista de Cuba, sino que también probablemente morirá este 2021. Al menos así lo estimó el portal inglés Deathlist, que cada año augura la muerte de cincuenta personajes célebres en todo el mundo. Puede parecer otra trivialidad británica, pero en una isla tan dada a la hechicería, la macabra lista es mirada de reojo por haber acertado en su momento con Fidel Castro y Hugo Chávez. Así pues, el segundo Castro estaría ya a la espera de la carroza en compañía de otros famosos por muy variadas razones como Willie Nelson, Imelda Marcos, Yoko Ono o el emperador emérito Akihito, incluidos en la exclusiva predicción de Deathlist.
Antes del presagio ya eran apreciables algunos preparativos de rigor, pues el manejo previsor de los asuntos de la muerte siempre ha sido muy cercano a Raúl Castro.
No creo casual que el mismo día de junio pasado en que celebraba sus 89 años de vida –más de 60 en el poder– los cubanos fueran informados que en el cementerio de Santa Ifigenia en Santiago de Cuba se restauraba minuciosamente el monolito del Comandante en Jefe, como llama la prensa oficial a la roca de casi cincuenta toneladas en la fueron depositadas las cenizas de Fidel Castro.
Nadie bien enterado de los asuntos cubanos puertas adentro imaginaría que dar brillo a la tapa de mármol verde Guatemala (tallada con el nombre del fallecido en enormes mayúsculas) o buscar nuevo esplendor en los objetos de bronce, columnas y senderos del conjunto funerario, podría acometerse, y menos aún publicarse en tiempos de pandemia sin la aprobación directa del hombre fuerte de la isla. En Santa Ifigenia, desde hace bastante tiempo, se cumplen con particular precisión las indicaciones de Raúl Castro.
Tras el remozamiento, en una ceremonia reservada a líderes del partido comunista y militares de alto rango, se proclamó la inclusión de Fidel Castro en la categoría de Padre Fundador de la Patria, junto a José Martí y Carlos Manuel de Céspedes, en compañía de Mariana Grajales, convenientemente agrupados ahora en un llamado Sendero de los Próceres del camposanto santiaguero.
El interés de Raúl Castro por la pompa y circunstancia de las honras fúnebres ha cobrado particular intensidad en su ya prolongado turno de pleno poder. De hecho, ante el fiasco de las reformas prometidas y el estado calamitoso de su herencia, es en este campo en el que con mayor probabilidad se le podrá reconocer alguna huella propia.
El asunto no es de ninguna manera nuevo. Más de tres décadas atrás, en uno de sus largos recorridos por las provincias orientales –motivados con frecuencia por algún extrañamiento de su hermano Fidel–, conocí de primera mano, cuando apenas me iniciaba como jefe de su poderoso despacho político, de esa intención de asegurarse la posteridad, al ser invitado a acompañarlo a visitar en las lomas de Mayarí Arriba su cementerio más apreciado, el reservado a los integrantes reconocidos de su tropa guerrillera. Un remoto mausoleo a cielo abierto, concebido en un valle entre montañas de la Sierra Cristal, equipado ya por entonces con llama eterna, salón de protocolo enchapado en maderas preciosas y tribuna para actos patrióticos, donde se alineaban por niveles jerárquicos decenas de tumbas, encabezadas por dos espacios reservados para el propio Raúl y su esposa Vilma Espín. Rara sensación la de escuchar aquella satisfecha descripción del entorno privilegiado, escogido para descansar acompañado solo por sus elegidos. Un paisaje eterno de tumbas y montañas.
Por entonces no había grandes rocas en los proyectos de tumbas para los hermanos Castro. La enorme piedra de 130 toneladas con dos nichos separados por el escudo nacional destinada a los esposos Castro-Espín en el mausoleo del Segundo Frente Oriental, y la de Fidel Castro, algo más pequeña en Santa Ifigenia, aparecieron años después, cuando la muerte y su eternidad se hicieron más cercanas.
Disponer de cementerios privados ofrece, por cierto, posibilidades para saldar promesas y cumplir curiosos homenajes, además del evidente despliegue de poder. En ese primer cementerio creado por Raúl para sus más fieles guerrilleros en las estribaciones de la loma de Mícara descansa por excepción un invitado extranjero, el bailarín español Antonio Gades, íntimo de la cúpula militar cubana, quien prestó según reconocimiento oficial “extraordinarios servicios a la revolución”. La naturaleza de esas tareas no es difícil de imaginar por la estrecha amistad del andaluz con el general Abelardo Colomé Ibarra, ex jefe de la Contrainteligencia Militar y ex ministro del Interior, quien paradójicamente morirá en desgracia y ocupará allí mismo una tumba mucho menos prominente que la curiosa escultura en forma de palma truncada, junto a lustrosas botas flamencas, bajo las que se encuentran los restos de su compadre. Muy cerca, en una esquina discreta, fueron depositadas las cenizas de Manuel Piñeiro, el irreverente comandante Barbarroja, temprano jefe de inteligencia de aquel mando guerrillero y muerto en extrañas circunstancias, pero útil aún para las apariencias de la lealtad revolucionaria.
La organización de funerales y el traslado de restos ilustres como arma política abundan en la hoja de servicios del único General de Ejército en la historia nacional. En 1987 logró vencer la reticencia inicial de su hermano mayor para enterrar en el Monumento Nacional Cacahual, junto al legendario teniente general Antonio Maceo, a Blas Roca, el dirigente comunista que entregó incondicionalmente su viejo Partido Socialista Popular a los barbudos de la Sierra Maestra, consolidando la confianza de Moscú hacia los nuevos gobernantes de Cuba. En el terreno de la simbología revolucionaria, la entrada de Blas Roca al Cacahual rompió los respetuosos límites que resguardaban los sepulcros de los jefes mambises y creó un antecedente válido para llevar años después al propio Fidel Castro al lado de José Martí.
La operación logística del funeral sin precedentes de Blas Roca incluyó un masivo velatorio en el monumento a José Martí en la Plaza de la Revolución, para el que hubo necesidad de trazar fronteras entre las dos familias rivales del fallecido líder de los viejos comunistas. En lo adelante para la muerte de los notables se perfeccionaría el estricto protocolo de las jerarquías funerarias del raulismo, muy frecuente en los últimos tiempos de tantas muertes prominentes, que incluye la relevancia del anuncio del fallecimiento, los días y el tipo de duelo asignados, el sitio variable de los velatorios –en la Plaza y con desfile de pueblo, alguna sala del edificio de las Fuerzas Armadas o la funeraria semioficial de Calzada y K– y finalmente el lugar designado para el descanso eterno. Todo con un calibrado despliegue en la prensa oficial.
Tres años después de Blas Roca, el 5 de agosto de 1990, llegó al Cacahual de la mano de Raúl Castro, Juan Fajardo Vega, el último de los veteranos cubanos de las guerras contra España. A Fajardo, un mulato oriental nacido en Contramaestre, le alcanzaron sus 108 años para pelear en la adolescencia como escolta del general Saturnino Lora y hasta cooperar como armero de los guerrilleros de la Sierra Maestra medio siglo después. Un soldado de filas hecho a la medida de la propaganda revolucionaria aunque, ya pasado el centenario, el veterano rezongara abiertamente de lo que le había sucedido al país después de 1959. La idea de identificar y honrar al último mambí captó de inmediato la atención del entonces Segundo Secretario del Partido Comunista cuando el escritor Norberto Fuentes, todavía en olor de santidad con el castrismo, se lo sugirió apenas un mes después de los funerales de Blas Roca.
Había muerto en Pompano Beach, Florida, a los 105 años, Ralph Waldo Taylor, el último de los Rough Riders de Teddy Roosevelt, soldado de filas en el caótico asalto a la Loma de San Juan en el sur de Oriente, que selló la suerte de España como potencia colonial en 1898. En Estados Unidos vivían todavía en mayo de 1987 otros cinco veteranos de la guerra Hispano-Americana pero ninguno de ellos había participado en el asalto de San Juan. El paralelo era evidente y la campaña, sugerida por Fuentes para identificar al último mambí comenzó con la búsqueda por todo el país de los sobrevivientes de la guerra de 1895. Un rápido censo arrojó exactamente una docena de curtidos ancianos que en lo adelante serían cuidados con esmero hasta el último aliento, en una suerte de competencia entre las organizaciones provinciales del Partido Comunista, entusiasmadas porque fuera “su” mambí quien recibiera los honores finales. Una carrera hacia la muerte en la que Fajardo, por llegar último, resultó el triunfador.
El Cacahual tuvo por esas décadas finales del pasado siglo el rol de camposanto preferido de Raúl Castro que hoy corresponde a los cementerios del Oriente. Un año antes de la simbólica despedida al último mambí fue escenario de la ceremonia principal del mayor sepelio simultáneo de la historia cubana. El 7 de diciembre de 1989 –otro aniversario de la muerte de Antonio Maceo– ambos hermanos Castro presidieron los funerales de los cubanos muertos en las guerras africanas: 2.085 en misiones militares y 204 en tareas civiles, según las cifras oficiales, tan cuestionadas como toda estadística gubernamental. El regreso de esos muertos había estado prohibido a lo largo de casi veinte años, al igual que toda referencia pública al número de bajas en las lejanas guerras de Angola y Etiopía, para evitar un posible equivalente al Síndrome de Viet Nam ocasionado en Estados Unidos por el arribo de miles de ataúdes cubiertos por la bandera de las barras y las estrellas.
No lejos del Cacahual se localiza el Mausoleo al Soldado Internacionalista Soviético, otra de las necrópolis auspiciadas por Raúl Castro, quien encendió su llama eterna al inaugurarlo en febrero de 1978, en el aniversario 60 del Ejército Rojo. Pese a no registrarse ninguna muerte en combate de soldados soviéticos en Cuba, 69 túmulos de militares “fallecidos en accidentes” están ocupados desde entonces. Su cercana ubicación a la estación de espionaje electrónico conocida internacionalmente como Base de Lourdes hizo de este mausoleo el sitio ceremonial indicado para centenares de conmemoraciones, recibimientos y despedidas de huéspedes de la URSS y luego rusos, incluidos todos los altos cargos de la cúpula política y militar de Moscú de frecuentes viajes a la isla.
Hasta Kirill, patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa, participó de esta suerte de diplomacia funeraria al visitar el mausoleo soviético tras reunirse en La Habana en 2016 con el papa Francisco, un encuentro que puso fin a mil años de silencio entre ambas iglesias en una Cuba encomiada por entonces por el pontífice argentino como un territorio propicio para negociaciones de paz.
Por cierto, que cuando Francisco llegó durante un peregrinaje anterior a Holguín –provincia natal de los hermanos Castro–, para oficiar una misa pública, el lugar designado fue también otro sitio de inspiración soviética: la plaza construida para celebraciones revolucionarias y como último destino para el mítico general Calixto García, muerto en Washington en 1898 cuando intentaba negociar los términos de la independencia nacional. Enterrado de inmediato en el cementerio nacional de Arlington y dos meses después en el de Colón –en La Habana todavía bajo la ocupación militar de Estados Unidos–, su traslado final a Holguín en 1979, con todos los honores, confirmó que el trasiego previsor de ilustres cadáveres ofrece oportunidades para ganancias políticas inesperadas.
Dos papas romanos algo más críticos habían viajado a Cuba antes que Francisco y no faltaron sobresaltos entre las jerarquías católica y castrista sobre los sitios escogidos para celebrar las misas públicas que marcan el clímax de toda visita papal. Para la oficiada por Juan Pablo II en Santa Clara en 1989 la propuesta del entonces secretario del Partido Comunista en el territorio, Miguel Díaz-Canel, fue el memorial dedicado al Che Guevara, ante la cual el obispo local, Fernando Prego, reaccionó con “desasosiego” por las implicaciones políticas obvias, según han contado posteriormente testigos indiscretos del Arzobispado de La Habana.
Díaz-Canel también fracasó en aquel empeño, del que se mantuvo ajeno Raúl Castro, lo que no es de extrañar dado su escaso vínculo con ese prominente sitio funerario, concebido y construido por Ramiro Valdés, su adversario de larga data, al que se le confió el proyecto para mantenerlo visible e inofensivo. El Che Guevara, décadas después de su incorporación en México a la incipiente revolución, sus experimentos fallidos en la economía cubana y en la guerra de guerrillas y el desvarío antisoviético que encarnó, no era de sus muertos. Ni el comandante Ramón asesinado en Bolivia, ni su incontrolable viuda o el ex ministro del Interior gozaron ni entonces ni después de la simpatía del segundo de los Castro.
La intensa agenda de funerales oficiales y patrióticos en los últimos años no olvidó al panteón familiar con el que claramente se entremezcla. Tras inaugurar la roca destinada a su hermano mayor, Raúl Castro viajó de inmediato desde Santiago de Cuba al terruño natal de Birán, donde presidió la inhumación junto a sus padres y abuelos, de los hermanos mayores, Ángela y Ramón, en otro camposanto particular, cercano a la casona de inspiración gallega que Fidel en uno de sus arrebatos juveniles amenazó con quemar. Planeando siempre para la eternidad, Raúl declaró que allí también serían enterradas en su momento las demás hermanas, Agustina, Emma y Juanita. La primera murió en 2017 y se sumó, efectivamente, al mausoleo familiar, pero la última reiteró su independencia hasta después de la muerte y rechazó desde Miami la convocatoria.
Prolífico en su actividad funeraria en territorio nacional, Raúl Castro no tuvo a lo largo de sesenta años iguales oportunidades a escala internacional. Los sepelios de mayor lustre en el extranjero pertenecían por derecho propio a su hermano Fidel, dispuesto a grandes funerales como los de François Mitterand y Pierre Trudeau en las respectivas catedrales de Notre Dame en París y Montreal o en las murallas del Kremlin en 1982 para despedir a Leonid Brezhnev. Sólo las muertes sucesivas en menos de tres años de los sucesores Yuri Andropov y Konstantin Chernenko provocaron la negativa rotunda del comandante en jefe a viajar por tercera vez a Moscú con tal propósito y permitieron al otro Castro encabezar la misión.
De aquella jornada solemne contemplada desde el privilegiado sitio sobre la tumba de Lenin destinado a las delegaciones extranjeras la fría mañana del 3 de marzo de 1985, me queda, entre otros, el vivo recuerdo de una desconcertada Margaret Thatcher, cara a cara por primera vez con uno de los hermanos Castro. La imperturbable Dama de Hierro, la figura occidental de mayor prominencia en aquel funeral donde el protocolo comunista situaba en los primeros puestos a los suyos, se encontró atascada ante el grupo de cubanos por largos minutos en un espacio sin opciones para ignorarse: un encuentro inesperado e incómodo que terminó sin saludos.
Muchos años después, cuando Raúl Castro hacía pleno uso de los títulos de su hermano sin mi compañía, protagonizó en África del Sur su momento más memorable en un funeral extranjero, al estrechar la mano del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, durante las exequias de Nelson Mandela en 2013. Un saludo discreto por ambas partes, pero nada casual. Luego se revelaría que ya avanzaban entonces negociaciones muy secretas para la normalización de relaciones que llevaron a La Habana, tras un paréntesis de 88 años, a un mandatario estadounidense en ejercicio: un Barack Obama ansioso por encontrar en el caso Cuba un apresurado legado para sus ocho años en la Casa Blanca.
Un recorrido por la intensa relación de Raúl Castro y el tema de la muerte no puede excluir su explícita aversión por los suicidas, un desenlace, sin embargo, demasiado frecuente en la patología nacional. El pacto suicida de su cuñada Nilsa Espín y su esposo Rafael Rivero en 1965 en oscuras circunstancias, fue siempre tema tabú en su entorno. Igualmente, nada oportuna cualquier referencia al comandante Augusto Martínez Sánchez, “uno que no sabía ni cómo pegarse un tiro” y sobrevivió a un disparo en el pecho en 1964, angustiado por no haber servido mejor a Fidel Castro y la revolución. Dos de los más notables suicidas del castrismo, Haydée Santamaría, participante en el asalto al Cuartel Moncada y directora de la Casa de las Américas, que se quitó la vida en 1980, y el expresidente Osvaldo Dorticós, quien tomó la “dramática decisión” en 1983, fueron invariablemente recordados como “la loca esa, que se suicidó un 26 de julio” o “el pendejo de Dorticós”, que “jodió hasta la muerte”.
No tengo idea de cómo calificará ahora, si es que lo menciona, a su sobrino preferido, Fidel Castro Díaz-Balart, el más privilegiado en la dinastía gobernante, educado bajo su mando y el mayor fracaso en los proyectos de sucesión familiar, que terminó sus atormentados días lanzándose por una ventana de la mejor clínica del país.
Hay otros muchos muertos cercanos en el vasto e implacable mundo funerario de Raúl Castro. Los que no debían ser honrados y fueron fusilados y sepultados sin despedidas en tumbas sin nombres, como el general Arnaldo Ochoa o el coronel Antonio de la Guardia. A los protagonistas centrales de las purgas de 1989, seguiría poco después el ex ministro del Interior, José Abrantes, muerto de “causas naturales” en una prisión para “casos especiales”, y deferentemente velado unas pocas horas en una funeraria de La Habana muy bien custodiada.
Y hay otros, muertos por su propia mano, que contribuyeron a su leyenda y que quizás –no por remordimiento–, estarían mejor olvidados. Son en su mayoría seres anónimos como el expedicionario del yate Granma sospechoso de traición, cuya ejecución le fue encargada directamente por su hermano mayor poco antes de la salida del puerto mexicano de Tuxpán. Mucho más visibles las decenas de cuatreros, traidores, arrepentidos o desertores ajusticiados en la Sierra Maestra, varios con el auxilio espiritual del sacerdote y comandante Guillermo Sardiñas. Una práctica que luego continuaría, ya normada por un Código Revolucionario de Justicia del Segundo Frente, en la extensa zona de la Sierra Cristal bajo su mando,
Y están, por supuesto, los fusilados en el campo de tiro del Valle de San Juan el 12 de enero de 1959, acusados en juicios más que sumarísimos de crímenes durante la dictadura de Fulgencio Batista: 72 según el reporte del diario Revolución del día 14 de enero; 70 según el informe de igual fecha al Departamento de Estado del cónsul estadounidense en Santiago de Cuba, Park F. Wollam. El documento del cónsul, “optimista hacia el futuro, pese a los acontecimientos”, critica la ausencia obvia de garantías judiciales, y añade que “la acción ha dejado algunas dudas en unas pocas mentes”, porque en su criterio muchos de los fusilados eran “bien conocidos matones y asesinos” que habrían enfrentado la pena capital en cualquier otra corte y bajo diferentes circunstancias. Mejor, por lo tanto, mirar hacia otro lado.
Para los fusilados en San Juan, sin embargo, el castigo no terminó con la muerte. Muchos años después, para borrar todo rastro de la infame historia los restos fueron desenterrados y arrojados en algún lugar de la Bahía de Guantánamo, porque según él mismo decía “a Raúl Castro no le van a estar apareciendo muertecitos”.