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Mientras tantoLa memoria

La memoria


De niño escuchaba de alguno de mis compañeros que la memoria era la inteligencia de los tontos. De joven ni siquiera me planteaba sobre su gran utilidad con esa rebosante seguridad y autoestima que uno tiene en ese tiempo. Me funcionaba muy bien y eso me bastaba para ejercer mi profesión. De mayor comenzó a resquebrajarse, a crear lagunas en mi mente y a causarme malas jugadas. Aceptar el hecho no siempre es fácil, incluso cuando forma parte del progresivo e inexorable deterioro mental y físico de todo ser humano.

¿Qué pasaría si algo o alguien comenzara a prohibir las imágenes vividas, los recuerdos de personas queridas, de momentos plenos de emoción, de alegrías y tristezas adquiridas a lo largo de la vida, para manipular con algún fin nuestros actos, nuestra propia historia como si nada hubiera existido antes y con la intención de poner, digamos, el contador a cero?

Eso es un poco el argumento de una interesante novela, La policía de la Memoria (Tusquets, 2021), de la japonesa Yoko Ogawa, una escritora de éxito en Japón y que precisamente con este libro ha recibido el aplauso de la crítica literaria internacional. En España éste es el primero de sus títulos que se publica, aunque Tusquets prepara el lanzamiento de su libro de mayor éxito, La fórmula preferida del profesor.

Leyendo a Ogawa a veces me ha venido a la memoria Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury llevada luego al cine por François Truffaut y también un poco la de Arthur Clarke, 2001 Odisea en el espacio, que trasladó a la pantalla con gran éxito Stanley Kubrick. Cómo no recordar esa conversación entre Hal, el superordenador de la nave, cuando David, el astronauta, recibe instrucciones para desconectarlo: “Tengo miedo, David”. ¡Y cómo no tenerlo si en tu mente robótica no entiendes por qué el humano no acepta tus instrucciones, elaboradas por tus superiores, por muy equivocadas que estas sean! Hal siente la muerte y por tanto tiene miedo al vacío.

En el libro de Ogawa se plasma un Japón en permanente estado invernal, cubierto de nieve, donde por una razón que no se explica, el poder, el sistema, ha creado un órgano represor denominado Policía de la Memoria, constituido por temibles agentes que patrullan, inspeccionan y detienen a individuos con capacidad para el recuerdo. Personas que no han olvidado el pasado, aun cuando ese pasado sea cada vez más borroso. El individuo se ha convertido en un ser disciplinado, cuya fórmula genética ha sido manipulada precisamente para no discutir órdenes superiores.

Desaparecen los pájaros, los calendarios, las fotografías, las novelas, se queman toda clase de libros y hasta se inutilizan miembros del cuerpo (una pierna, un brazo). No se pone en cuestión nada. La población está resignada y sometida. Y hasta es lícito preguntarse si los ciudadanos de la isla donde se desarrolla la trama llegan a sufrir por haber perdido la capacidad de la memoria y por tanto del recuerdo.

Sin embargo, quienes no forman parte de esa “normalidad”, los menos, deben esconderse, buscar refugio, conservar objetos tan nimios como una cajita de música o una armónica para no olvidar lo que fue pero ha dejado por la fuerza de existir y que ahora está considerado prohibido. La quema de un libro, por ejemplo, es el preludio de la quema de las personas, de las ideas.

¿Para qué sirven los recuerdos? ¿Para únicamente conservar en la memoria a los seres queridos? ¿Para distinguir el bien del mal? ¿Para diferenciar la bondad de la crueldad y aprender en consecuencia? ¿Para extraer conclusiones positivas o negativas de la historia de cada uno y de la sociedad en su conjunto?

El ser humano está condenado de antemano a morir sin necesidad de tener que someterse a la desaparición de los recuerdos, dice uno de los protagonistas del libro de la autora japonesa. Y a ello debemos resignarnos, a la muerte, porque forma parte intrínseca de la vida misma.

En realidad, perseguir la memoria, reprimirla supone a mi juicio acabar con la libertad de pensamiento. ¿De qué serviría entonces seguir viviendo, darle un sentido a la vida? Perderíamos la capacidad de experimentar emociones. Más de una vez hemos recibido el consejo sensato de olvidar, o al menos intentar, cuando surge un revés duro en nuestra vida como un fracaso profesional o un amor desgraciado. ¿Valdría realmente la pena que algo o alguien, un órgano represor como esa Policía de la Memoria que describe Ogawa, nos arrancara del cerebro esa mala experiencia, ese mal recuerdo? ¿Cómo reemplazaríamos esas experiencias dolorosas si dejáramos la mente en blanco?

Una pareja mía recuerdo que odiaba las fotos en las que aparecían personas, porque consideraba que era como si lo que se viera después fueran individuos inanimados, muertos. Nunca llegué a entender su juicio, pero como en su momento estaba enamorado de ella no la contradecía y pensaba para mis adentros que formaba parte de su personalidad y hasta de su encanto. Con el tiempo llegué a la conclusión de que por muy enamorado que yo estuviera entonces de ella se equivocaba por completo. Y más ahora que a la fotografía le ha sustituido el vídeo, lo cual hace el recuerdo más palpable, más vivo. Siento nostalgia de no tener muchas fotos de mi pasado.

Yo no tengo a fecha de hoy una creencia religiosa determinada y por tanto no creo como los católicos en la resurrección de la carne, en un paraíso o en un infierno. De mis seres más queridos que ya dejaron de existir, y que su desaparición me causó tristeza, sólo me queda el recuerdo, ese recuerdo que alimenta y encierra mi memoria, esa inteligencia de los tontos que me decían de niño que era. No querría por tanto vivir en una sociedad vigilante y vigilada, en la que se persiguiera lo distinto y se tratara de reprimir mi memoria, mi pasado. A día de hoy parece inconcebible que se llegara a crear una sociedad como la que pinta Ogawa en su novela, pero no es improbable.

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