El pasado 13 de febrero quedé impresionado por el hecho de que el expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump, fuera absuelto por el Senado de su país en una votación con 57 votos a favor de la acusación y 43 en contra, en el procedimiento de impeachment, el segundo de su mandato, al que estaba sometido. Donald Trump se enfrentaba a una acusación de incitación a la insurrección, por los hechos vividos el día 6 de enero de 2021, en que sus seguidores irrumpieron con violencia en el Capitolio con el objeto de interrumpir la sesión del poder legislativo en la que se certificaba formalmente la victoria de Joe Biden, frente a Trump, en las elecciones del 3 de noviembre de 2020.
Tras las votaciones en el Senado, los titulares de la prensa nacional e internacional coincidían en señalar, con diferentes tonos, estilos y frases, la absolución de Trump. A pesar de los 57 votos a favor de su culpabilidad y en consecuencia de su condena y los 43 votos a favor de su inocencia, el resultado unánime, insistimos, fue y es que Trump había sido absuelto y no era culpable de los cargos por los que había sido juzgado.
Este resultado fue aceptado por todas las partes, por la simple y fundamental razón de que la regla establecida es que, para ser condenado, se precisa de una mayoría cualificada de dos tercios de los votos del Senado favorables a la condena, es decir 67. Para alcanzar esta cifra los 50 senadores demócratas necesitaban contar con el voto favorable de unos 17 senadores republicanos. No fue posible. Sólo consiguieron siete.
Tan pronto como concluyó la votación y la declaración de absolución, Donald Trump reaccionó celebrando la victoria y el final de lo que él calificó como la “mayor caza de brujas de la historia”.
Me impresionó sobre todo el observar que ni a Trump ni a ninguno de sus defensores se les pasó por la cabeza la idea de considerarlo culpable (al menos ninguno se manifestó en ese sentido) por el hecho de que fueran 57 votos a favor de su culpabilidad y solo 43 a favor de su absolución. Impresiona que no tuvieran en cuenta que su no culpabilidad no fue porque una mayoría lo considerara no culpable, sino que las reglas establecen que dicha mayoría deba ser cualificada como hemos señalado arriba. La misma gente, con Donald Trump a la cabeza, que a pesar de los 306 votos del Colegio electoral obtenidos por Joe Biden frente a la 232 de Trump, se negaron a reconocer la victoria del primero, en un vergonzoso ejercicio de negación y desprecio a las reglas de juego establecidas.
En esta ocasión, como en otras tantas que el populismo político ha puesto en auge en los tiempos modernos (caso del partido político Unidas Podemos y el procés de los secesionistas catalanes en España), se vio que uno de los problemas recurrentes, fundamentales, en la vida política de los países y en las organizaciones humanas es que hay muchísima gente como Trump y sus seguidores, que aceptan las reglas de juego sólo cuando les son favorables y, en caso contrario, las conculcan, las violan y las desprecian, para imponer su criterio y capricho a los demás. Es el espíritu de los tiranos.
El espíritu de los tiranos está bien presente en muchos de los que se hacen llamar luchadores o activistas pro democracia y por supuesto también está ampliamente difundido entre los ciudadanos de los países, incluidos los democráticos, mucho más de lo que cabría imaginar, como ha quedado patente con la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos. Siempre están presentes estos individuos para los que las reglas de juego sólo sirven mientras les permiten alcanzar sus objetivos y que, a la mínima que puedan representar obstáculos o ataduras a sus pretensiones, se las saltan, las violan o las alteran a su antojo (ejemplo de los cambios constitucionales protagonizados por los dictadores africanos para perpetuarse en poder).
La construcción de una convivencia humana ordenada, en el seno de cualquier grupo de individuos y por supuesto en la construcción de un Estado de derecho y de la vida en democracia, implica una lucha constante, sin tregua, contra el espíritu de la tiranía y los individuos que lo encarnan. El peligro está en que en demasiadas ocasiones estos individuos que encarnan el espíritu de la tiranía, usando un discurso sensacionalista, que enuncia soluciones simples a problemas complejos, suelen pasar por “buenas personas” dispuestas siempre a hacer algo por los demás, aunque sea al precio de saltarse cualquier norma o regla de juego previamente establecida, vista como un obstáculo. Mientras que los que defienden el respeto a las reglas de juego y usan un lenguaje más sosegado y realista suelen ser injusta y demagógicamente tildados como “malas personas”, inmovilistas, faltos de flexibilidad y cosas por el estilo
Muchas veces, por desgracia, ocurre que los que están por no respetar las reglas de juego establecidas constituyen la mayoría en muchos grupos humanos, quienes en un mal entendido ejercicio de flexibilidad y de facilitar el funcionamiento del colectivo acaban orillando las reglas de juego establecidas, haciendo inviable el proceso de creación y consolidación institucional y de un funcionamiento normado de dichos grupos, lo que da como resultado organizaciones anárquicas, caprichosas, ficticias, que a nivel estatal dan lugar a las vulgarmente conocidas como repúblicas bananeras. Como ocurre en Guinea Ecuatorial tanto a nivel del funcionamiento del Estado y las Administraciones públicas como a nivel de las organizaciones políticas y de la sociedad civil, incluidos los particulares.
El respeto a las reglas de juego, es decir a las normas dadas en un Estado de derecho o en cualquier otra organización humana, es básico y fundamental. Su inobservancia y desprecio nos hizo contemplar un impactante y vergonzoso espectáculo en el que un grupo de energúmenos violentaban y profanaban el Capitolio, la institución democrática por excelencia de Estados Unidos, con escenas propias –por unas horas– de una república bananera, dejando atónitos a los ciudadanos de todo el mundo y en estado de shock a los propios ciudadanos norteamericanos. La solidez institucional de la democracia norteamericana salió victoriosa. Desafortunadamente no suele ser este el resultado en la mayoría de los casos, en los demás países.
Pero cuando los que se dicen ser luchadores por la causa de la democracia en un país, en sus organizaciones o grupos, el respeto a las reglas de juego dadas –ya fuera en sus estatutos u en otras normas–, o los acuerdos adoptados en sus relaciones, brilla por su ausencia, podemos estar seguros de conseguir muchas cosas pero nunca un país democrático ni un Estado de derecho. Decir o pretender lo contrario resulta en gran medida un ejercicio de autoengaño individual y colectivo.
Bata, abril 2021