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AcordeónAuschwitz, justicia y deber de memoria

Auschwitz, justicia y deber de memoria

 

El tiempo de la desigualdad es un concepto mítico del tiempo. Al ser la desigualdad producto del azar, es algo que está ahí, que es así, que se nos impone con la fuerza de un hecho casi natural o de un destino. Frente a ella el sujeto es inocente, como los héroes trágicos. El tiempo de la injusticia es histórico porque remite a una causa libre, a una acción humana. Hay un antes y un después de la injusticia: hay, antes, un ser libre y, después,  una acción reprobable, por eso el sujeto de la acción no es inocente sino culpable.

       Lo que caracteriza al tiempo histórico es la posibilidad de novedad, de que el futuro no sea la destino o repetición, sino futuro, es decir, ruptura de ese destino y, por tanto, novedad. Ese tiempo tiene que ser la alternativa al mito del eterno retorno y  al tiempo del concepto moderno de progreso .

       Eso sólo es posible si, como dice Rosenzweig, «el tiempo es el otro». El otro es el que interrumpe el continuum, ese tipo de tiempo que no es más de lo mismo. El despertar del tiempo mítico, la interrupción de una lógica histórica que se construye sobre a injusticia, solo es posible desde la aparición del otro.

       ¿De qué otro estamos hablando? No es un otro cualquiera, sino ese que nos pregunta, desde la experiencia de Auschwitz, «si esto es un hombre». El mismo al que se refería Antón Montesinos en su sermón de La Española cuando preguntaba a los encomenderos y conquistadores si estos, los indígenas, «¿no son acaso hombres?». O, si se prefiere, ese otro es el Autrui, al que se refiere Blanchot, cuando quiere dar a entender, con ese término, la chispa divina que sobrevive en seres humanos sometidos a las torturas más extremas y sin apariencia humana.

       Jean Luc Nancy ha recogido está capacidad interpelante o interruptora o anunciadora de novedad del ser humano bajo la figura de la ecceitas: es el «héme aquí» con el que se presenta una realidad que creíamos amortizada, pero que se nos revela cargada de verdad. Ecceitas es la figura de una presencia interpelante. Es una aparición que interpela desde una experiencia negativa que no se resigna a la insignificancia, sino que nos asalta como lo que da que pensar.

       La ecceitas es el método filosófico de Benjamin:  «no tengo nada que decir, sólo mostrar. No quiero ocultad nada valioso, ni apropiarme de fórmula espiritual alguna. Sólo los trapos, las sobras. Eso es lo que quiero inventariar y hacerles justicia » . Al hablar de trapos no hay que pensar en l’Abbé Pierre, «el trapero de Emáus», sino en Karl Marx. El habló de trapos y habló mal porque trapos se dice en alemán Lumpen y  Marx despreciaba al Lumpen, porque era un ejército de parásitos que no creaban riqueza. Marx solo tenía ojos para el proletariado que, esos sí,  hacían andar la rueda de la historia.

       Benjamin hace salir de la oscuridad de la historia la figura inmensa del trapero. El trapero, en efecto, dispone de un punto de vista privilegiado para analizar las sociedades avanzadas. Lo que ve es que el sistema de producción es un sistema de consumo. Las sobras son una realidad del sistema y también la metáfora de la exclusión. Lo que el sistema desecha no es sólo lo que circula por las cloacas o va al cubo de la basura. Convierte en basura todo lo que  usa, eso mismo que un momento antes ha sido festejado con todos los honores. Nada hay destinado a ser admirado o conservado por sí mismo.E

 

El trapero es fuerte

El trapero es fuerte también en la salida de la crisis: hay que aguantar a pie firme todo ese proceso de producción que acaba en las cloacas, es decir, hay que entender el sistema capitalista hasta el final. Los políticos y sus economistas fracasan porque se retiran demasiado pronto a sus gabinetes para tratar de resolver el problema en vez de escuchar las razones que subyacen a los gritos de los desesperados. Ese es, sin embargo, el secreto del trapero: mostrar los trapos, uno a uno, y escuchar su elocuencia. La figura paciente del trapero cuya sabiduría consiste en dejarse impresionar, como haría una cámara fotográfica, de la elocuencia de los trapos, nos lleva directamente a esa forma de conocer que Benjamin llama verdad y que contrapone a la del mero conocimiento.

       En el Prólogo al Origen del drama barroco alemán, Benjamin distingue entre verdad y conocimiento: propio del conocimiento es el juicio o la intencionalidad, es decir, la luz que proyecta el sujeto sobre el objeto. Las cosas son vistas con la misma luz que proyecta el sujeto. Se conoce  conforme al modo de ser del sujeto cognoscente. La verdad por su parte es revelación, la presencia de lo ocultado. No es lo que nosotros hacemos presente sino lo que se os hace presente. Esa presencia tiene una doble exigencia, nos invita a la acogida de algo que se nos da, de ahí el conocimiento como agradecimiento (Danken) y se nos presenta como lo que da que pensar (Denken).

       Ese es el lugar de la memoria. Hay acontecimientos o hay aspectos de cualquier acontecimiento que escapan al conocimiento, que no son pensados porque son impensables. Pensemos en el acontecimiento Auschwitz que fue impensado e impensable; pero pensemos también en esos aspectos invisibilizados en los procesos históricos porque se frustran y pasan a la categoría de accidentes.

       La memoria entra en escena como consecuencia de dos experiencias: que existe lo impensable, es decir, que el conocimiento es limitado y que lo impensado ha tenido lugar, con lo que se convierte en lo que da que pensar. Esa es la memoria.

       Pero estamos yendo muy deprisa porque acabo de insinuar una idea de la memoria que es nueva. Conviene echar la mirada hacia atrás para saber de dónde venimos. Eso debería ayudar a desentrañar el tosco debate entre historia y memoria porque algunos han quedado prendidos o prendados de visiones arcaicas de la memoria.

 

 

       Digamos, de entrada, que el pasado es un rico yacimiento de sentido al que acude, por supuesto, la historia, pero también el arte y también la filosofía que tiene al tiempo como uno de sus desafíos más constantes. Ninguna disciplina, ni siquiera la historia, puede pretender tener el monopolio del pasado, ni por tanto, sobre la significación de la memoria, que se dice de muchas maneras.

       Un ejemplo de lo original de una visión literaria del pasado es Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. La historia de Macondo es la del Nuevo Mundo. Pues bien, sus habitantes nacen todos enfermos o, mejor, apestados: Son víctimas de la peste del olvido, olvido que será la causa de un sinfín de desdichas y violencias. Macondo, para poder presentarse ante la historia, tiene que vestirse de Nuevo Mundo. Sólo así podrá ser reconocida por los grandes hombres, sujetos de la historia,  que acaban de llegar. Claro que Macondo tiene una existencia anterior y que hay un mundo viejo antes de que aparezca el nuevo. Pero eso es la prehistoria a la que hay que renunciar si esos pueblos quieren entrar en la historia. Esa renuncia a sus raíces es el olvido impuesto por quien les da el nombre de Nuevo Mundo. Se entenderá por qué García Márquez se despacha a gusto en Los funerales de la Mamá Grande  cuando dice: «Es hora de contar los pormenores de esta conmoción nacional antes de que lleguen los historiadores».    

       Pero si la memoria está al alza es por el empuje de la memoria filosófica. El secreto de este despertar está en la elaboración filosófica de la memoria. Hagamos un poco de historia. Una rápida mirada sobre la evolución de la categoría “memoria” nos revela que para los antiguos y medievales la memoria era, en primer lugar, un sensus internus, una facultad menor que sólo produce sentimientos  Y, en segundo lugar, una categoría conservadora, cultivada por los tradicionalistas. La pretensión de la memoria era la de convertirse en norma y hacer que el presente fuera reproducción del pasado, de lo que siempre había sido. La modernidad entendió bien esta pretensión normativa del pasado, por eso, ella, que venía con la idea de construir un tiempo nuevo, distinto de lo que siempre había sido, tuvo que declarar la guerra a la memoria. Habermas lo expresa a su modo diciendo que la modernidad es post-tradicional y Foucault apunta en la misma dirección cuando afirma que lo decisivo para los nuevos tiempos es “el presente”.

 

Fracaso del proyecto ilustrado

Esto cambia en el siglo XX. El primer asalto al carácter conservador de la memoria tiene lugar en torno a la I Guerra Mundial y lo protagonizan  los sociólogos de la memoria, con Maurice Halbawchs a la cabeza. Estos sociólogos responden al vértigo que supuso la I Guerra Mundial -vértigo debido al fracaso del proyecto ilustrado y a la irrupción de la técnica- con la tesis de que la memoria es un momento fundamental de la construcción de la realidad, de ahí la complicidad entre construcción de la historia y pasado. Una complicidad pues entre progreso y pasado.

       El segundo cambio cuestiona el supuesto de que la memoria es sentimiento y, por tanto, no puede producir conocimiento. El cambio se produce, efectivamente, en torno a la II Guerra Mundial. Su exponente más señalado es Walter Benjamin. Con el la memoria pasa a ser una “teoría del conocimiento”.

       Benjamin presenta su tesis polemizando con las dos grandes teorías de la historia del momento: el historicismo que fija como cometido de la historia «conocer las cosas tal y como realmente han sido», es decir, entra en polémica con o contra una lectura del pasado que dice ser conocimiento pero conocimiento «científico» del pasado; y con las filosofías modernas de  la historia que manejan una concepción del tiempo inagotable, imparable y salvífico.  

       Pues bien, contra esa doble pretensión de la historia se levanta la memoria: contra la idea de que hay un conocimiento “científico” del pasado; que se puede conocer el pasado tal y como fue. Este conocimiento científico solo tiene ojos para los hechos, lo que ha sido; pero lo que no es, lo que quedó derrotado y abandonado, no forma parte de la realidad o tiene un significado “subalterno”, subordinado a lo consiguió ser. Para la memoria la realidad son los hechos y los no-hechos. También contra la pretensión salvífica de las filosofías modernas de la historia. Como si hubiera una lógica de la historia que, de seguirla, nos llevaría a la felicidad. La idea de que siempre hay tiempo, de que el tiempo es inagotable, de que vamos hacia mejor, todo eso es expresión de una conciencia mítica, más que racional, del tiempo.

       Frente a estas dos teorías de la historia, la memoria se presenta como capaz de conocer los no hechos y también de ver la fuente del futuro en el pasado derrotado.

       Pero hay todavía un tercer elemento que imponen los acontecimientos: el “deber de memoria”. El descubrimiento de este aspecto de la memoria ha sido reciente. Tiene lugar después de Auschwitz cuando los supervivientes lanzan desde todos los campos el “nunca más” y apelan a la memoria como recurso necesario. Los supervivientes han hecho una experiencia tan extrema de inhumanidad que se apresuran, tras su liberación, a avisarnos de que la humanidad no puede permitirse una repetición de ese horror porque sucumbiría en el intento. Y el antídoto contra esa tentación es la memoria. Llama la atención que la estrategia contra el peligro de deshumanización sea algo tan modesto como la memoria. Nace así lo que Adorno llamaría el Nuevo Imperativo Categórico: “Hitler ha impuesto a los seres humanos en su estado de ausencia de libertad un nuevo imperativo categórico: orientar su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuela a ocurrir nada semejante. ¿Cómo entender eso del «deber de memoria»?

 

 

       El deber de memoria se inscribe en nuestro modo de pensar una vez que hemos tomado conciencia de los límites del conocimiento y de su correspondiente pretensión de invisibilizar el sufrimiento. La memoria se hace cargo de eso impensable por el conocimiento, pero que, al haber tenido lugar, da que pensar. Estamos en el epicentro del concepto de memoria.

       El deber de memoria o, mejor, la aparición de un Nuevo Imperativo Categórico, consiste en repensar la verdad, la política y la moral teniendo en cuenta la barbarie. No es solo un imperativo moral, sino también metafísico. De ahí nace un exigente programa filosófico que afecta a la metafísica, a la política, a la ética y a la estética.

 

Los sin-nombre

En primer lugar se trata de  re-pensar la verdad. Y eso  significa no reducir realidad a facticidad, es decir, reconocer que forman parte de la realidad los no-hechos, los sin-nombre, los no-sujetos. La filosofía ha encontrado razones, de aspecto respetable, para no considerar a los no-hechos como una cantera teóricamente significativa: eran «accidentes» y en ellos no hay sustancia teórica, pero lo que señalan tanto Benjamin como Primo Levi es que esa invisibilización no es casual: es el resultado de una estrategia del vencedor. En todo crimen hay dos muertes: física y hermenéutica. El enemigo no da por terminada la tarea con el crimen físico. Clave para su estrategia es que la víctima interiorice la muerte hermenéutica, es decir, su no pertenencia a la condición humana. Esa estrategia es, para Levi, la mayor inmoralidad pensable. El partido de fútbol a las puertas de las cámaras de gas. Esta extraña confraternización suponía para los verdugos nivelación moral respecto a las víctimas. Iguales en el mal y en el bien. Levi lo expresa con claridad meridiana cuando, tras referirse al partido del fútbol, pone en boca de los verdugos estas palabras: «os hemos, abrazado, corrompido, arrastrado a polvo como nosotros. También vosotros, como nosotros y como Caín, habéis matado a vuestro hermano. Venid, podemos jugar juntos». Frente a todos estas estrategias de invisibilización de las víctimas está su mirada, que será invisible para los verdugos o para los demás, pero no para ellas mismas. La  traducción de esta mirada original de la víctima sobre la realidad es la memoria que denuncia la insuficiencia del conocimiento y por eso toma a lo impensable como lo que da que pensar. Ese envite altera el valor de los conocimientos conquistados por el sujeto. Pasamos del conocimiento a la verdad.

       En segundo lugar, re-pensar la política teniendo en cuenta la barbarie experimentada significa cuestionar el progreso como lógica de la política moderna. Del progreso decía Ernst Jünger que era «la iglesia más popular del siglo XIX, la única que puede vanagloriarse de disfrutar de un poder real y de un credo libre de toda crítica» . Todo el mundo se sentía progresista, los de un bando y los del contrario, porque serlo era lo mismo que estar vivo y que ser un ciudadano a la altura de su tiempo. Pero no se trataba solo de prestigio social. También se asociaba moral a progreso de la misma manera que barbarie a primario. Lo primario es lo que se acerca a la animalidad mientras que progreso es lo que se aleja de ella. Se confunde progreso con el proceso civilizatorio que ha ido conformando a la especie humana a lo largo de los siglos. Por eso Victor Cousin da un paso más e identifica éxito con moralidad. El éxito del ser humano consiste en haberse constituido como tal, lo que sólo era posible derrotando la barbarie. Ese éxito es la mejor expresión de la moralidad, «si no fuera así -si el vencedor no fuera más moral que el vencido- habría contradicción entre la moralidad y la civilización, lo que es imposible, ya que una y otra no son sino dos lados, dos elementos distintos pero concertados de la misma idea».

       Victor Cousin, al confundir progreso y moralidad, está expresando una profunda convicción moderna que no se libra, por cierto, de la mordaz ironía de Cervantes cuando, en el Quijote presenta a su escudero, ese labrador que «nació de padres pobres pero honrados», como «un hombre de bien (si es que ese título se puede dar al que es pobre» (Parte I, VII). La crítica de Benjamin al progreso es doble: por un lado, declara que el tiempo del progreso es mítico: la progresión infinita es, en el fondo, eterno retorno de lo mismo, como la moda. La segunda crítica al progreso es más radical pues le compara con el fascismo. ¿Qué es lo que tienen en común?  La moralidad del éxito, esto es, aceptar con toda normalidad la producción de víctimas, como si la conquista de nuevas metas justificara de por sí pagarla con vidas y haciendas de los débiles. Lo común es la naturalidad con la que se entroniza la consecución de los objetivos, subordinando a tal fin cualquier medio que se juzgue apropiado. El fin sí que justifica los medios aunque sea suponga pisotear algunas florecillas al borde del camino. Progreso y barbarie no se oponen pues por principio. El progreso puede ser catastrófico.

       En tercer lugar, re-pensar la ética. Ernst Tugendhat, que se ha dedicado toda su vida a probar la calidad de las fundamentaciones de la ética,  ha llegado a la conclusión de que todas se basan en un prejuicio humanitario: en la igual dignidad de los seres humanos. Hay que buscar en el convencimiento generalizado de que todos los seres humanos son iguales en dignidad la explicación de por qué somos o debemos ser buenos. Ahora bien, lo que llama la atención en los testimonios de los supervivientes es que, para sobrevivir, había que colgar la dignidad a la entrada del campo. Abundan los testimonios en el sentido de que para sobrevivir había que echar mano de todos los argumentos, sin pararse a mirar su clasificación moral. Elie Wiesel precisa esta idea al decir que, en el Lager,  lugar del ultraje y de la degradación moral, la dignidad era posible sólo hasta un determinado momento de sufrimiento a partir del cual era impensable. “Los santos son los que mueren antes del final» . No tuvieron dignidad, pero ¿fueron inmorales?

 

 

       No podemos relacionar la moralidad con una propiedad que siempre está ahí, como connatural a la condición humana, y que solo espera ser activada. Este es el esquema de las teorías modernas de la moral, cuando dicen basar la moralidad en la dignidad con la que todo ser humano viene al mundo. Tenemos que entender la moralidad, la dignidad o incluso la humanidad, más bien  como punto de llegada que de partida. Una conquista. No somos quien para preguntarnos por la dignidad de los deportados cuya inmensa mayoría superó el umbral de humanidad posible al que se refería Wiesel. Pero sí por la nuestra, los nacidos después de Auschwitz. Esa ética sólo puede consistir en responder a la pregunta que nos hace Levi con el título de su obra: “si esto es un hombre”. ¡Ecce homo! La ética consistiría entonces en responder de la inhumanidad que se nos pone delante. La actitud ética a  la altura del campo consiste en hacerse cargo de la inhumanidad del otro. En el campo nace la ética de la alteridad o de la compasión y se clausura la ética de la buena conciencia.

       La memoria es justicia. Con lo dicho he querido dejar constancia del músculo teórico de la memoria. Este término es para la filosofía una categoría rigurosa que poco tiene que ver con el uso coloquial del término o con lo que por ello entienden los historiadores. No es un mero sentimiento (evocación sentimental del pasado), ni un mero conocimiento (la información que proporciona un testigo), sino un imperativo categórico que aúna experiencia y conocimiento.

       Esta es la categoría, dotada con los contenidos que han ido apareciendo, que hay que tener presente a la hora de afirmar que la memoria es justicia.

       Es una afirmación extraña, una rareza, que va contra contracorriente. Va, en efecto, contra la atemporalidad de la teoría rawlsiana de la justicia y contra la eternización del presente que caracteriza la simultaneidad habermasiana. Nunca ha sido la justicia memoria. Caso llamativo es el del ya mencionado Amartya Sen (véase la primera conferencia, La justicia no puede ser el resultado de una votación democrática. Ya hemos visto con qué brío critica la teoría rawlsiana en nombre de un planteamiento guiado por la idea de que la justicia es respuesta a la injusticia. Ahora bien, por si alguien cae en la tentación de pensar que las injusticias tienen voz propia y que pueden hacer preguntas por las causas de su mal o exigir a otros responsabilidades, recurre al criticado pero amigo Rawls para precisar que «las influencias procedentes del pasado no deberían afectar un acuerdo basado en principios encargados de regular las instituciones», es decir, las injusticias pasadas no deben influir en la conformación de los criterios de justicia.

       Extraña relación, de entrada, esta de la justicia con la memoria. Y una vez dentro habrá que responder a la pregunta ¿qué significa eso de que la memoria es justicia?. Responderé a la pregunta con seis puntos y un gesto intelectual.

a) Sin memoria no hay injusticia.

Esto lo entendió bien Horhkeimer cuando escribe que “el crimen que cometo y el sufrimiento que causo a otro solo sobreviven, una vez que han sido perpetrados, dentro de la conciencia humana que los recuerda, y se extinguen con el olvido. Entonces ya no tiene sentido decir que son aún verdad. Ya no son, ya no son verdaderos: ambas cosas son lo mismo».

       Sin memoria las generaciones siguientes no tendrán, claro, ni idea de lo que ocurrió; más aún, sin memoria es como si la injusticia no hubiera ocurrido nunca y el mundo pudiera organizarse como si la barbarie no hubiera tenido lugar. Si el proyecto nazi sobre los judíos hubiera triunfado, hoy los jóvenes de Oswiecim jugarían tan felices a fútbol sobre los campos de Auschwitz, como si nada hubiera ocurrido.

       Se entenderá por qué el vencedor, es decir, el que comete la injusticia, no da por terminada la faena con la perpetración del acto. Sabe que tiene que afanarse también en el olvido del mismo. Y es que en el mismo crimen o en la misma injusticia hay dos muertes en juego: la física y la hermenéutica. Hay que borrar las huellas del crimen no con un burdo negacionismo, sino privando de significado al crimen. La cultura occidental ha sido maestra en la invisibilización del crimen. Por olvido hay que entender invisibilización de la víctima o privación de significado.

b) Sin memoria no hay justicia.

Tenemos que pensar entonces la justicia teniendo en cuenta la incapacidad radical de hacer memoria total de la injusticia.

Aclaremos de entrada que la memoria no afecta por igual a todos los pasados. Hay un pasado presente, que no merece ser recordado porque ya está presente. Es el pasado de los vencedores. Carece de poder innovador porque su sentido ya ha sido amortizado y absorbido por el presente. Solo es creador el pasado de los vencidos o el de las víctimas. Pero ¿cómo hacer justicia a ese pasado injusto que podemos conocer o que puede asaltarnos? Hay que fijarse en los daños recibidos. Veremos que los hay reparables e irreparables.

       Respecto a los reparables, solo cabe la reparación por parte de la sociedad que recuerda. Es lo que de una manera u otra intentan hacer las leyes de la memoria histórica que se plantean reparar material o formalmente a colectivos victimizados. Pero ¿qué justicia cabe con lo irreparable? «Pasar página», «echar al olvido»… eran las soluciones habituales. Es posible, sin embargo, otra respuesta: hacer memoria de lo irreparable. Reconocer la deuda con el pasado y hacer duelo por los sufrimientos sobre los que está construido nuestro bienestar. Es desde luego una forma muy modesta de justicia, pero sin ella no hay justicia que valga.             

 

 

c) La memoria abre expedientes que la ciencia da por archivados.

De la memoria se ocupa la memoria pero también la historia, el derecho y la política. Son miradas diferentes. La «ciencia histórica» tiene por objetivo contar los hechos si no como fueron al menos lo más parecido. Su afán explicativo no pretende hacer un juicio moral sobre lo ocurrido. La memoria, sí. Para la memoria, en efecto, las injusticias no son desigualdades, por eso habla de víctimas y verdugos o de responsabilidad histórica. Así se entiende lo que escribe García Márquez en Los funerales de la Mamá Grande: «es hora de contar lo que sucedió antes de que lleguen los historiadores». Para los historiadores que se traen los conquistadores de Occidente lo de antes de su llegada no tiene valor ni sentido. Es la prehistoria de la que hay que salir para entrar en la historia. Pero para los asistentes a los funerales de la Mamá Grande, ese pasado no es la prehistoria sino sus raíces que hay que salvar o contar para conjurar la peste del olvido que asola a Macondo, es decir, al Nuevo Mundo.

d) La memoria permite rescatar el viejo concepto de justicia general.

Hoy domina en justicia el concepto de «justicia social», un tipo de justicia distributiva y, por tanto, particular, que no tiene el alcance del concepto antiguo de justicia general, prácticamente desaparecido. Cabe la posibilidad de recuperar el concepto de justicia general sin las limitaciones de la justicia de los antiguos.

e) Sin memoria la justicia global no puede ser universal.

La justicia global ha supuesto un gran avance en lo que podríamos llamar la universalidad espacial. Se han roto los límites territoriales que habían levantado los Estados y en su lugar aparece una justicia transterritorial.

Pero la grandeza de la justicia global es que no afecta solo a asuntos tan graves como los crímenes de lesa humanidad, sino a algo tan cotidiano y poco épico como el hambre en el mundo o la pobreza que son catalogadas no como hechos productos del azar sino como injusticias. Thomas Pogge, uno de los teóricos más señalados de esta justicia, distingue entre el deber positivo de ayudar al necesitado y el deber negativo de combatir la injusticia. La justicia global está por el deber negativo porque estiman que la pobreza es injusta.

 

La pobreza como crimen

Este planteamiento, hecho no desde ideologías izquierdistas sino desde el reconocimiento del derecho de los pobres, no se anda con remilgos. Considera la pobreza actual como un crimen contra la humanidad y si eso choca a alguien es, dice, porque no acaba de ver la relación causal entre nuestra riqueza y su pobreza. Vistas así las cosas parecería que al ciudadano de los países ricos habría que pedirle cuentas no sólo de lo que pasa en Somalia sino de lo que hicieron los abuelos que conquistaron esas tierras en el pasado, es decir, habría que hablar de responsabilidad espacial y también de responsabilidad histórica. Pero aquí el defensor de la justicia global traza una línea roja y dice, tras afirmar que nuestra riqueza tiene que ver con su empobrecimiento, «esto no significa que debamos responsabilizarnos de los efectos más remotos de nuestras decisiones económicas» ¿Por qué no? Porque aunque podamos decir que «de aquellos polvos estos lodos», no podemos precisar en qué proporción somos responsables. Por supuesto que este mundo desigual es el resultado de una historia común, con el matiz de que unos heredan las fortunas y otros los infortunios pero, añade el autor contra toda lógica, «ello no equivale a decir (tampoco a negar) que los prósperos descendientes de quienes tomaron parte en esos crímenes tengan alguna obligación especial de indemnizar a los descendientes empobrecidos de quienes fueron las víctimas de tales crímenes». No hay responsabilidad histórica. No hay que tocar la fortuna de los ricos, basta con imponerles un impuesto. Dos dólares por barril de crudo.

f) La memoria no es la justicia sino en inicio de un proceso justo cuyo final es la reconciliación.

La memoria no arregla nada sino que lo complica todo porque abre heridas. Puede y suele ser utilizada como atizador de la venganza, por eso, quien la invoque está obligado a pensarla hasta el final. Pensar consecuentemente la memoria es plantearse la justicia ad integrum aquí y ahora. Es una exigencia paradójica porque el aquí y ahora de la justicia no garantiza la justicia integral. Excede las posibilidades de la existencia humana. La reconciliación sería la forma que toma la justicia absoluta en la modesta posibilidad del presente.

       La memoria hace presente o se hace cargo de las injusticias pasadas, es decir, de los daños infligidos a un inocente. Es capital entonces la narrativa de los daños que no son siempre los mismos ni del mismo tipo. Los daños que sufre una víctima del terror difieren de los que sufre otra víctima de la velocidad, o del trabajo, o de la guerra o de los campos.

g) El gesto intelectual de Las Casas: «¡A paseo Aristóteles!».

El gesto se fragua en Junta de Valladolid, años 1550 y 1551, en la que Bartolomé de Las Casas y Ginés de Sepúlveda disputan sobre los títulos de la conquista. El primero, que sabe lo que está ocurriendo, los niega; el segundo, gran humanista que no salido de sus libros en España, los defiende.

       Las Casas recurre a los saberes teológicos y jurídicos que comparte con su adversario para negar la validez de los títulos de la conquista que el otro alega. Hasta que el oponente se saca un arma letal que le paraliza: los sacrificios humanos, razón principal, invocada por Sepúlveda para justificar la guerra contra los indios. Este argumento que convoca la solidaridad humana tiene un enorme peso porque es compartido por muchos, hasta por el gran Francisco de Vitoria.

 

 

       Las Casas lo tiene difícil: por un lado está su experiencia, lo que él ha visto, esto es, la presencia opresora e injusta de los conquistadores. Por otro, el saber de Salamanca, la sabiduría de su tiempo, que legitima esa presencia con lo que se consolida la injusticia que él denuncia. La situación del indio ya es insostenible, pero si se llega a legitimar ese estado de cosas la catástrofe está asegurada. La razón dominante se opone a su sentimiento moral y a la evidencia de la experiencia. ¿Qué hacer?

       Es en ese momento cuando tiene lugar el gesto intelectual de Las Casas que le obliga a traspasar y transgredir los venerables saberes establecidos, en virtud de la experiencia de la injusticia, en nombre del sufrimiento de las víctimas de la conquista y de la colonización. Lo primero es la experiencia de la injusticia y si los saberes establecidos proponen interpretaciones de los hechos que en vez de solucionar la injusticia la agravan, habrá que «mandar a Aristóteles a paseo», es decir, habría que declarar irracional a la racionalidad canónica. Si hay un conocimiento que legitime la injusticia, habrá que ponerla entre paréntesis y esforzarse por pensar a partir de esa situación injusta y no a partir de lo que digan los doctores.

La verdad no es imparcial. «Hacer hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad»,  dice Adorno. Y eso vale para la justicia.

 

 

* Este texto es un resumen del que fue pronunciado en las XX Conferencias Aranguren de Filosofía, impartidas el autor en la Residencia de Estudiantes los días 29 y 30 de marzo de 2011. Será publicada íntegramente en la revista Isegoría. Un amplio desarrollo de lo que en ellas se plantea podrá encontrarlo el lector en el libro Tratado de la Injusticia (Editorial Anthropos).

 

 

** Reyes Mate es filósofo y escritor, dedicado a la investigación de la dimensión política de la razón, de la historia y de la religión y en concreto de la memoria, los vencidos y el papel de la filosofía después del Holocausto y Auschwitz. Entre sus libros destacan La razón de los vencidos; Auschwitz. Actualidad moral y política; Medianoche en la historia y La herencia del olvido.

 


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