Sabiendo como él sabía que toda la poderosa mística de la Revolución cubana acababa de extinguirse aquella noche del 25 de noviembre del 2016, mientras anunciaba el fallecimiento de su hermano mayor, Raúl Castro se enfrentaba en ese instante no solo a su prueba de fuego personal sino a la posibilidad cierta de que todo se le fuera de las manos en un santiamén. La verdad era una, aunque no se admitiera públicamente: se acabó Fidel y se acabó la Revolución cubana.
De inmediato la pregunta inevitable era si la Revolución desaparecería bajo las reformas que Raúl Castro y su grupo se verían obligados a acometer. Acaso la biología impostergable, la muerte del principal combatiente cubano, resultaba el episodio final de aquella historia que llenó la imaginación de millones de personas en todos los rincones del planeta. La primera señal desde Cuba de que Raúl Castro y sus allegados actuaban en consecuencia para conservar la Revolución fue un aumento ligero pero perceptible de liberalización tanto política como económica.
La economía, pues, resultaba el más peligroso de los flancos. Terminada la leyenda, todo lo que heredaban en ese momento se llamaba precariedad económica, lo que era un idea inexistente, ajena en vida de Fidel, donde primaban los conceptos de orden militar. Era la Revolución de Fidel Castro, una en la que se desayunaba, almorzaba y cenaba sus discursos de redención. Y desde luego que en ese sentido nunca más la Revolución sería igual. Tal el otro flanco, el que ya estaba perdido, el de Fidel y su mística, Fidel y su afán de gloria y el humo de sus habanos expelidos como cachetadas en las narices de 10 presidentes norteamericanos. Estaría por un tiempo en su cama de caudillo consejero, prudente y sabio –como él mismo se anunció (“Tal vez mi voz se escuche. Seré cuidadoso”), pero, después de él ¿de qué leño se afincaría el fuego?
Un día, al principio de los 80, en defensa de los gastos que ocasionaban su empeño en ofrecer servicios gratuitos de medicina y educación a toda la población, Fidel dijo: “Señores, yo no sé hacer la Revolución de otra manera.” Ya sabemos que la desaparición de la Unión Soviética y con ello el corte abrupto de su logística, convirtió los sueños paradisíacos en un fracaso económico y en la carga que implicó dejar un país en ruinas.
Pero de alguna manera quedaba la esperanza de Raúl. Qué curioso, su presencia ya como dueño absoluto del poder en Cuba, comenzó a actuar como un tranquilizante, un vector de expectativas tanto dentro de la isla como en el emplazamiento enemigo de Miami.
Aunque no les quepa la menor duda de que resultaba el hombre perfecto para el cargo. Tomen sino sus dos o tres obras maestras organizativas. Cuando el núcleo matriz de la guerrilla fidelista se fracciona en marzo de 1958, se produce un despliegue hacia al norte del valle intramontano de la región oriental bajo el mando de Raúl. Allí es donde él funda el Segundo Frente Oriental Frank País, que fue una proeza. Y después, al triunfo de la Revolución, se convirtió en el jefe del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que siempre ha funcionado como un reloj. Lo menos que se le puede conceder es que se trata de un eficiente organizador.
Y en eso es en lo que estuvieron los cubanos desde la pérdida de Fidel. En una transición, pero más que de modelo económico, de orden generacional. Y esto es un asunto que surge a última hora y que los obliga a operar en un terreno diferente al previsto. Muy pocos entre nosotros teníamos esa preclara conciencia: una revolución es un proceso que compromete a una sola generación. Por otro lado, lo que estuvimos viendo en los últimos tiempos era también el resultado de largos años de guerra intestina entre dos hermanos. Entre Fidel, un auténtico e irrefrenable revolucionario. Y Raúl, un pálido reflejo de la vieja guardia comunista. Durante el proceso revolucionario cubano (muchas horas de conversaciones al respecto que tuve, sobre todo con Raúl) Fidel quería dinamitar la República hasta el polvo de sus cimientos. Raúl quería lo contrario. Raúl quería restaurarla.
El problema partía de un manejo de los conceptos. Donde Fidel necesitaba la confrontación, Raúl la eludía. Si Fidel llevó hacia límites inimaginables la guerra leninista contra la institución del Estado, Raúl tenía en el Estado el instrumento de su poder. De hecho, su entrenamiento fue organizar y mantener la vitalidad de instituciones en medio del caos fidelista.
Digamos que era un reformista y que, desde luego, al final –qué paradoja– funcionaría en contra de los revolucionarios cubanos, los fidelistas. Fidel era nuestro hombre, el jefe natural de una generación a la que apenas salida de la adolescencia le entregaron un país para reinventarlo. Pero fuimos los que estuvimos obligados a contemplar cómo Raúl desmontaba el aparato fidelista (la contrarrevolución perfecta), y mantenía a Fidel como su rehén mientras la enfermedad lo consumía.
Pero, 24 horas antes de su cesión de todos los cargos del aparato de poder, él debe aceptar con toda frialdad que esperó demasiado tiempo. Tenía broncas monumentales con Fidel, pero se refugiaba en sus antiguos predios del Segundo Frente a llorar sus cuitas. Y cuando tuvo al fin el poder en sus manos, era tarde.
Si es cierto que Raúl se jubila como colofón de las presentes jornadas del congreso del Partido Comunista, la próxima semana Cuba será gobernada por alguien cuyo apellido no es Castro. (Vamos a ver la clase de gloriosa despedida que se prodiga él mismo en el salón plenario). Después, se supone, va a refugiarse en un feudo militarizado en Santiago de Cuba donde la seguridad del perímetro estará garantizada por una guardia pretoriana de toda su confianza.
La mayor evidencia, sin embargo, de lo que va a ocurrir en el futuro inmediato, es el silencio que rodea a su familia desde hace meses. Como quiera que regresar a una situación donde el poder no se puede mantener y ante la perspectiva de su desaparición natural, el objetivo priorizado de Raúl es la salvaguarda de su familia. Todos han desaparecido del entorno público. Con todo el dinero que han acumulado, la solución pertinente son las suntuosas villas que ya poseen –un secreto a voces– en Europa. Puede que los hijos de Fidel se incluyan en el paquete. En definitiva, si no los matan antes, no es otro el destino final, en las repúblicas bananeras, de sus dictadores. Y si ese es el plan, señores, muy pronto lo sabremos. Una Revolución en retirada total. Digna, limpia –y en el olvido.