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Illa


Cada tres meses y medio es enriquecedor entrar en una isla habitada. Esta vez, debido a la actual pandemia, elegí una cercana, Illa de Arousa.

Junto a un faro bajo había una estancia. Me acerqué. Un hombre, sin temor, me invitó a pasar. Decía que entrara, estaba preparando infusiones o café. Quedaba poco.

–¿Quieres algo?

–Quisiera lo que fuera.

–Entonces estamos de acuerdo.

–Es cierto.

Me contó un poquito cómo se desarrollaba la vida en la isla Illa, me explicó bastante bien qué andaba haciendo los últimos meses, preguntó cómo había logrado obtener mi último paraguas, preguntó dónde prefería caminar con lluvia tranquila. Cuando terminé lo que me había preparado preguntó si quizás quisiera algo más.

Claro, sí.

Él también rellenó su taza y salimos. Caminamos un tiempo por la costa del lado del continente. Llovía con elegancia. Arriba, blanco y gris. En un punto, detenidos, extendió el brazo, señaló el puente, dibujó en el aire un arco extenso sobre la línea.

–Por allí se sale o se entra, a pie, en coche, en bicicleta.

–Por allí me alejaré, al caer la tarde.

–Yo te echaré de menos.


Puente


Triste, paraguas, cinco sillas

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