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ArpaLa mandrágora

La mandrágora

 

Sienes canosas, cabellos lisos, mechones uniformemente grises peinados hacia un lado (el derecho, siempre el derecho) de su cráneo, él negaba con su cabeza, mientras entonaba un discurso hostil que habría sido más pertinente en la intimidad de la alcoba o en la sobremesa de una cena que en un vagón de tren. Es que ella no entiende que las cosas no pueden ser así, se enteraban los pasajeros del fondo del vagón, mientras el ceño fruncido, el repentino aumento en la circulación de sangre por las venas de su rostro, revelaban el grado de intensidad, si es que no furia, que le inspiraba el tema. Esto no va a terminar bien –no puede terminar bien– y la sentencia cayó en un vacío enmarcado por su gesto nervioso, posando la palma de su mano derecha en el espacio entre los dedos índice y pulgar de su mano izquierda, y, con ellos, dando una y otra vuelta al grueso anillo de oro que desde hacía décadas se albergaba en su anular derecho.

       Entonces, ella asió su brazo izquierdo con mayor fuerza, como si el esfuerzo, de otra manera inútil, pudiese transmitir mejor que palabras su sentimiento de solidaridad. Las manos de ella eran grandes y redondas, manos de campesina con dedos cortos, anchos, y uñas sin pintar. Sus cabellos lisos, de un castaño descolorido que alguna vez ha debido ser intenso, formaban una maraña descompuesta, sujetada precariamente por un arreglo espontáneo que amenazaba con colapsar en cualquier instante y permitir que aquel caos contenido estallara sobre su cabeza. Su piel era de un gris enfermizo; sus ojos estaban envueltos en dos grandes bolsas púrpura que apenas permitían ver el color de sus iris. Pero tan pronto estimó que el efecto de su presión en el brazo había alcanzado su potencial máximo y decidió darle voz a su opinión, un destello fulgurante emergió desde lo más profundo de sus córneas y se adueñó de sus ojos. Era la misma mirada, fija, penetrante, intensa, que hacía algunos años –acaso diez, ¿ya? ¿Tan pronto?–, bien pasada la juventud y más bien a la entrada de la vejez (cuando ya nadie contaba con lo que antaño se daba por sentado), lo había dominado.

       Sí, esa era la palabra. Dominado, más que cautivado. Dominado, más que cualquier otra cosa.

       La misma, también, era su voz grave y profunda, a un tiempo cercana y lejana; la misma, sin duda, que en un café atiborrado o en un callejón a oscuras lo había llamado, específicamente a él, seleccionándolo entre la marabunta, o acaso confrontándolo desde lo denso de la noche; la misma que lo había atraído con su cadencia particular, que lo había hipnotizado con el ligero silbido de serpiente soslayado bajo su voz, que lo había convertido en su lacayo sin importar siquiera las palabras que pronunciaba, puesto que sólo con el tono de aquella voz, con el ritmo de su hablar, aquella mirada de ojos guiñados ya contaba con suficientes recursos para subyugarlo para siempre, para convencerlo a hacer lo que fuera, para asirse a él en un vagón de tren metropolitano de una línea cualquiera en un día indeterminado, mientras él se refugiaba en una conversación absurda a la que daba demasiada importancia, simplemente porque ella era la única presencia capaz de protegerlo de una desnudez absoluta e inconsolable que, de quedar en silencio, no podría soportar.

       Hacía tanto tiempo que se encontraba con esta mujer. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuántos años? Desde –¿cuándo? Siempre. Desde siempre se había encontrado con ella en vagones anónimos de trenes metropolitanos, bien por citas concertadas o por muecas del destino. Y si no era desde siempre, al menos eso parecía. Siempre, tal vez, había comenzado aquel día, cuando, en un café atiborrado, en un callejón oscuro o en un local de mal vivir se había topado con esos ojos, ya entonces sitiados por ojeras, con aquellos cabellos, lisos, siempre, aunque un poco más castaños, con aquella vibración propia de unas cuerdas vocales que de humanas tenían poco. En ese instante, en lo que se dice un hola, o quisiera ser el timón de tu desvelo esta noche, allí, sin decir lo que se piensa ni pensar demasiado, comenzó este desde siempre.

       Desde siempre, o para siempre. ¿Acaso no eran lo mismo? No tiene, la eternidad, principio –ni fin. Como fin tampoco tendría el hechizo que aquella mandrágora humana había aplicado sobre aquel hombre de sienes canosas años antes, cuando sus sienes aún mostraban algo de pimienta.

       Desde siempre y para siempre habían de andar aquellos dos en los vagones anónimos de trenes metropolitanos, camino de un horrendo cuarto de pensión de tercera donde, desde hacía mucho tiempo, ya no se saciaban propiamente los placeres de la carne. La llave estaba, desde siempre, en el buzón de la entrada; el pago se había hecho, desde el primer día, a espaldas del hombre; y el ritual se había convertido en algo tan habitual, que ya se saludaban patrones, empleados y clientes por primer nombre, cual si fueran vecinos.

       Aquí lo había traído ella, la primera noche, después de abordarlo en un callejón a oscuras, o en un café atiborrado. Él había querido ir a un lugar un poco más fino –una guarida donde él o sus amigos ya hubieran constatado la calidad, la discreción, la confidencialidad del servicio. Sin embargo, la voz de aquella mujer, entonces como hoy y siempre, había enunciado una orden, aunque gramaticalmente no lo fuera, y a aquel ¿me acompañas?, no hubo que agregarle respuesta ni reacción, ya que antes, mucho antes, de que las palabras escaparan sus inhumanas cuerdas vocales, los dos se dirigían, inexorablemente, a la pocilga en la que, para siempre, habrían de llegar devorándose a besos, en la que siempre habrían de entrar a medio desnudar, en la que desde siempre se verían en cueros antes de cerrar la puerta de la habitación.

       Aún ahora, años más tarde, toda una eternidad, ahora, cuando el anillo en aquel anular no significaba más que la huella de un pasado, del pecado, enterrado dos metros bajo tierra en algún punto medio de aquel (auténtico, este sí) hasta siempre; aún ahora, cuando ya ni él, ni su amante se veían atraídos por el otro, ni físicamente, ni de ninguna otra manera, más allá de la ineludible necesidad de perpetuar lo que se sellara una noche oscura y tenebrosa con el silbido soslayado bajo un hola, o quisiera ser el timón de tus fantasías esta noche; aún ahora, cuando esos besos sabían a polvo, la desnudez inapelable que se había vuelto obligatoria en aquella pocilga continuaba llenando su intimidad de una sensación propia de lo genuino, de una entrega total.

       El efecto de la gravedad hace que las carnes de él cuelguen de lado y lado de su abdomen, mientras reposa de espaldas sobre la cama. Las arrugas cavan trincheras en su piel color aspirina, que se ve tallada simétricamente por el paso del tiempo. A su lado, en posición casi fetal y con sus manos aferradas al brazo izquierdo de él, ella constituye una imagen aún más penosa. Su piel es más oscura, pero el gris opaco que la recubre apenas si refleja una mínima proporción de la luz que le toca. Sus senos, que alguna vez fueron abultados, son ahora globos de una fiesta de antaño, desinflados, descuidados, olvidados. El pezón izquierdo –el único visible– parece un disco dilatado por encima de un pliegue de carne que cae muerto a lo ancho de su pecho, hasta reposar en la curva que supone el comienzo del espacio propio del otro seno, el derecho. Los espejos se tiñen de pudor, el espacio se comprime, la luz huye desahuciada y en ese escenario, él mirando al techo sin fijarse en nada, ella de lado con las rodillas flexionadas y sujetando firmemente su brazo izquierdo, se lleva a cambio el intercambio de siempre, las confidencias banales, la compañía sin reservas, sin censura, que mantiene vivo el nexo eterno que une a esta hechicera con su víctima.

       La sola idea me estremece. De momento, vuelvo en mí, y me doy cuenta que esos ojos incrustados en las ojeras que los rodean están clavados –lo han estado todo este tiempo– en los míos. Espantado, bajo la vista y me dispongo a huir tan pronto efectuemos nuestra entrada en la próxima estación (cualquiera que sea, da igual). Logro escapar del vagón antes de que aquella mujer optara por dirigirme el silbido de su palabra.

       Y, sin embargo, he salido del vagón de aquel tren metropolitano demasiado tarde. Ahora paso la mayor parte de mis días viajando de estación en estación, de línea en línea, esperando que en alguna de ellas me sorprenda a mis espaldas el siseo adictivo de algún hola, o, acaso, quisiera ser el timón de tus pesadillas esta noche.

 

Madrid, 2010

 

 

 

* Montague Kobe es un mercenario de las letras. Nacido en Caracas, en un país que ya no existe, ha pasado una década trashumante durante la cual ha dejado su incipiente huella en Londres, Munich y Anguilla. Mantiene una columna literaria en el diario Daily Herald de Sint Maarten. En Fronterad ha publicado Jamaica, desarmando el mito y Apuntes de un desengañado por el Camino de Santiago

 


 

 

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