Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Frontera DigitalCiberseminario. 04 El Voluntariado en la sociedad

Ciberseminario. 04 El Voluntariado en la sociedad

En tiempos antiguos existía un dinamismo personal que suplía al dinamismo social con que hoy contamos. La solidaridad partía de las familias hacia sus miembros más desafortunados, de los vecinos, de los más cercanos. La limosna es vertical, la solidaridad es horizontal.

No podemos dar marcha atrás a los avances sociales ni a la posibilidad de que el Estado intervenga en el impulso de aquellos que más les cuesta. Pero sí es necesario seguir fortaleciendo el voluntariado social como aceite que engrasa el aparato, como lubricante que hace que se encuentre la solidaridad personal con la estatal o comunitaria.

Recuerdo un gran escrito de Adela Cortina que refleja el valor del voluntariado como fuerza social: “Las organizaciones cívicas se han convertido en una fuerza social… son capaces de doblegar gobiernos y de poner en un brete a instituciones como el FMI. Su número crece, hasta el punto de que, en nuestro país, parecen superar las 1.500. Y, sobre todo, se están convirtiendo en coprotagonistas del orden global, donde comparten reparto con los Estados y las empresas transnacionales. Forman parte de lo que se ha llamado la «Sociedad Civil Global».

Sin embargo, “éxito obliga”. Es difícil gozar de una identidad reconocida con tal proliferación de asociaciones, y es difícil influir en el poder político y económico sin adoptar una estructura empresarial o sin asociarse a empresas que ayudan a la organización solidaria a aparecer en público y a tener capacidad de presión. (No hay más que contemplar estos días las campañas de los diversos partidos diz que “políticos”. (¿Recordarán que la política es el arte de hacer posible lo necesario en provecho de todos los ciudadanos habitantes de la polis? Parece que no tienen ni idea, aunque vivan a costa del Erario público, esto es, del Estado… de los ciudadanos.

De ahí que el voluntariado se vea envuelto en sospechas y recelos. Parece, por un lado, que en muchas ocasiones las organizaciones de voluntariado se diría que son «gubernamentales» (que a veces sí lo son, no hay más que analizar sus cuentas reales), pero tampoco se las puede caracterizar como «asociaciones sin ánimo de lucro» porque más bien parecen convertirse en un negocio. Sectores de un progresismo trasnochado les acusan de hacer el juego al sistema, poniendo parches donde lo urgente y necesario es transformar totalmente un sistema perverso. ¿Qué hacer?

A mi juicio, la necesidad de que exista una actividad como la voluntaria se muestra en que proporciona bienes a la sociedad sin los que sería mucho menos humana de lo que ya lo es. Y, en este sentido, el voluntariado ofrece, al menos, un bien al que es imposible renunciar: cobra todo su sentido de bregar por la exclusión cero, a través de la solidaridad personal y voluntaria, de trabajar porque no haya excluidos, invirtiendo en ello parte de la vida. Tarea que alguien tiene que realizar si nuestra sociedad quiere ser fiel a sus más elementales proclamas éticas.

Trata la ética de la forja del carácter êthos para tomar decisiones justas y dignas. Y precisamente la tarea del voluntariado está conectada con la justicia y la felicidad, con lo que hace una vida digna de ser vivida.

En lo que hace a la justicia, en nuestras tradiciones un principio constituye la base: el reconocimiento de que cada persona es un fin en sí misma, que es en sí misma valiosa, y por eso, no se la puede intercambiar por un precio, sino que tiene dignidad. Esta afirmación kantiana de lo que se ha llamado el «fin en sí mismo» ve la luz a finales del siglo XVIII, cuando el primer capitalismo consagra el mundo del intercambio de mercancías y rompe ese círculo del intercambio infinito. Hay algo, una dignidad esencial, que no tiene precio, sino dignidad.

Sin embargo, ¿cómo atender al principio de la dignidad humana en sociedades en que éste forma parte de lo que José Luis Aranguren llamaría «la moral pensada», lo que creemos que debería de ser, y no de «la moral vivida”, la que funciona en la vida corriente? Porque en la vida cotidiana el que funciona como principio supremo es el principio del intercambio tan útil en la economía de las relaciones humanas.

Como dicen las antropologías más acreditadas, las personas somos «seres de carencias«, necesitamos lo que otras personas y el entorno pueden ofrecernos. E intentamos tomarlo, mediante la fuerza o mediante el intercambio. En sociedades democráticas nos hemos convencido de que el intercambio y la cooperación son más inteligentes que la fuerza bruta, porque hasta el más débil te puede quitar la vida. Y por eso, contemplamos nuestras relaciones sociales desde el cálculo de qué podemos obtener de ellas y qué debemos poner a cambio. Que no siempre es dinero, son también favores y privilegios.

Pero ¿qué ocurre con los que no tienen nada que ofrecer a cambio? ¿Qué ocurre con los aporoi, con los pobres, en un mundo en el que está entrañada la aporofobia, la aversión al pobre, al que no tiene nada que ofrecer?

El que presuntamente no tiene nada interesante que ofrecer a cambio es un excluido, en el más radical sentido de la palabra. No entra en el sistema social el intercambio infinito, queda fuera por definición, y es, en el mejor de los casos, objeto de beneficencia, pero no de reconocimiento en su profunda dignidad. Del principio del intercambio infinito resulta como secuela ese principio, según el cual, al que más tiene más se le dará, y al que tiene poco, hasta lo poco que tiene se le quitará.  Al que tiene cheques de capital financiero, humano o social, más se le dará, y al que no los tiene, hasta lo poco que tiene se le quitará.

¿Cómo poner en consonancia el principio del intercambio con el principio de la dignidad? ¿Cómo reconocer institucional y personalmente en la vida cotidiana que las personas son dignas de respeto y que es inadmisible la exclusión?

El bien que las organizaciones solidarias ofrecen consiste en trabajar por la inclusión de cualquier persona. Y no sólo porque pueda ofrecer lo que interesa a unos grupos o a otros, sino porque es, por sí misma, valiosa.

Para ello el voluntariado lleva adelante al menos cuatro tareas. Analiza y diagnostica la situación social en la que va a trabajar con todos los instrumentos científicos al alcance: con corazón y con cabeza. Denuncia ante quienes corresponde que no se respetan los derechos básicos o no se promueven las capacidades básicas. Actúa directamente junto con los excluidos, no «haciéndoles» la vida, sino empoderándoles para que la hagan ellos mismos. Porque cada persona tiene derecho a ser protagonista de su vida, a que no le escriban otras el guión. Pero también las personas necesitan ayuda en un tiempo concreto y no pueden esperar, ni todas las necesidades pueden ser satisfechas con medios públicos. Por último, el mundo del voluntariado tiene que descubrir situaciones inéditas de exclusión e idear nuevos caminos de inclusión.

Es evidente que en ello ha de colaborar el poder político cumpliendo sus tareas y apoyando las iniciativas voluntarias más fecundas; porque el voluntario suele tener más sensibilidad social que el funcionario. También las empresas han de asumir su responsabilidad social, en la que cuentan todos los afectados por su actividad. Si algunas quieren asociarse con organizaciones solidarias, importa aprovechar esta sensibilidad, propia de una ética, no del desinterés, pero sí del interés generalizable. Pero si el sector político y el económico tienen que hacer sus deberes, el voluntariado cobra su sentido de bregar por la inclusión social, a través de la solidaridad personal y voluntaria. Y ofrece además un bien, vinculado no sólo con la justicia, sino también con la dignidad. “No andamos sobrados de modelos de vida buena, de modelos de vida digna de ser vivida. Uno de ellos, y bien sugerente, es el de trabajar por la inclusión de quienes no parecen tener nada interesante que ofrecer a unos grupos o a otros, según las medidas del principio social del intercambio infinito.

 

Jose Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M.

Más del autor