No sé muy bien cómo, pero estoy dentro de esta situación. Llegué a la ciudad de Haifa, donde he vivido siete años con mi novia árabe, para estudiar un doctorado en arqueología submarina. He vivido en la ciudad con una extraña sensación de calma, con una falsa coexistencia, viendo las desigualdades como algo normal y aceptado por mis amigos. Sin embargo, dentro de lo que cabe, la vida era cómoda y bella, disfrutaba del mar y de la montaña. He vivido otros momentos conflictivos, pero nunca pensé que iban a llegar a esta pacifica ciudad. Los acontecimientos se han sucedido de forma gradual, pero los días y las noches están mezclados dentro de mi cabeza, como ruinas.
Hace un mes, durante el comienzo del Ramadán, empezamos a ver cómo las autoridades israelíes hacían cada vez más difícil el acceso al complejo de Al-Aqsa, el tercer lugar más sagrado del mundo islámico. Paraban autobuses llenos de fieles que iban a cumplir con sus rezos, y les hacían llegar andando. Antes de acceder a la mezquita se encontraban con un fortísimo cordón policial que decidía arbitrariamente quién podía seguir y quién no, dónde podían sentarse, por dónde tenían la obligación de caminar. A punta de fusil. Los intimidaban e incitaban a no volver a poner los pies allí. Siempre ese rencor. Volvíamos a ver con absoluta impotencia cómo en Jerusalén Este, en el barrio de Al-Sheikh Jarrah, la policía y el ejército echaban sin contemplaciones a la gente de sus casas para implantar nuevas colonias judías. La vieja e injusta política de unir a los judíos a costa de fragmentar a martillazos el pueblo palestino. Los árabes murmuraban, se lamentaban, pero en sordina, no se gritaba. Manifestantes árabes se agrupaban en torno a Jerusalén. Nada nuevo bajo el sol de Oriente Próximo. Como la desgracia.
Pero todo cambió cuando los paramilitares irrumpieron en Al-Aqsa. Era la noche más sagrada del Ramadán. Interrumpieron rezos y plegarias con bombas de ruido, palos y balas de goma. Judíos ortodoxos entraron en Bab Al-Amod (la puerta que tradicionalmente frecuentan los árabes) al grito de “¡muerte a los árabes!” y bajo el amparo de su propia policía, la que sirve a una parte del país. Ese uno de los accesos principalesa la ciudad vieja de Jerusalén.Yo no era capaz de entender lo que significaba dejar entrar a fanáticos en una ciudad escoltados por la policía. Pero empecé a entenderlo hace apenas unos días.
Los palestinos que viven en Israel (no en Gaza ni en Cisjordania) decidieron protestar. Yo estuve allí la primera noche. Éramos un centenar de personas en Haifa batiendo palmas. Media hora después de que empezara nuestra concentración pacífica la policía nos atacó sin que hubiera habido la menor provocación, sin necesidad: bombas de gas y de sonido, golpes y detenciones al azar. Una respuesta innecesaria y excesiva. Una costumbre para las autoridades israelíes: devolver cien golpes por uno, sin que haya la menor proporción entre el agravio y las consecuencias. Como se ve cada vez que la maquinaria militar y policial israelí se pone en marcha. Incidentes parecidos ocurrieron en la mayoría de las ciudades árabes, o donde los árabes son mayoría: Jerusalén, Lod, Yaffa, Ramle, Al-bear Al-Maksor, Kofr Yasif, Nazaret, Kawkab Abu Al-Heigaa, Tuba, Kofr Manda, Al-Tyybeh, Um Al-Fahem, Kofor Karea, Shfaamro, Tamra, Akka, Jeser Al-Zarka, Arrabeh, Sakhnin, Maker, Baqa, Naqab…, y muchas otras de las que no tenemos imágenes, que no tienen medios para hacernos llegar esta nueva versión de la lucha entre David y Goliat. Una lucha desigual por derechos inalienables.
Podemos asegurar que en Haifa la respuesta fue pacífica comparada con otros lugares. Por dar un ejemplo, en Lod no sólo la policía intervino de manera expeditiva. También colonos judíos unieron sus fuerzas a las de la policía. Fanáticos protegidos por la ley y el orden. El fanatismo llevó a que un árabe fuera asesinado a tiros de pistola por un colono. La represión no acabó allí. Al día siguiente, camino del cementerio, la policía volvió a ensañarse con los deudos. ¿Era necesario? El odio se siembra de muchas formas.
Al día siguiente las ciudades árabes salieron a manifestarse en defensa de sus derechos. Manifestaciones en su mayor parte a la europea. Nada del otro mundo. ¿Ni siquiera les quedaba el derecho a protestar? El 21 por ciento de la población de Israel son palestinos que reclaman sus derechos civiles de una manera civilizada. Pero la respuesta volvió a ser extrema. Una manera de propiciar que las protestas subieran de tono. Hamás empezó a lanzar misiles sobre Israel. El ejército israelí a bombardear Gaza. Al día siguiente, extremistas judíos salieron a las calles de buena parte del país a enfrentarse a los manifestantes árabes. Yo tuve que salir huyendo con mi novia y su hermana de un grupo de fanáticos. Íbamos de camino a casa de una amiga. Las calles estaban llenas de policías que hacían frente a los disturbios árabes con tácticas similares a los días anteriores, mientras los colonos judíos hacían su parte de la represión lanzándose contra todo el que tuviera aspecto de árabe. Vimos a cuatro o cinco asaltantes que se acercaba por un lado de la calle, otros tanto por el otro. Sentí cómo una mirada fría se me clavaba como un hierro, y enseguida un grito que me estremeció: “¡Ajo Al-Yahod!” (Vienen los judíos). Era el mismo grito desolador que marcó el destino de Palestina en 1948. Corrían hacia nosotros enarbolando banderas de Israel como arietes mientras se jaleaban: “¡Muerte a los árabes!”. La policía, impasible, en medio, no hacía nada. No era la policía de un Estado de derecho llamado Israel, obligada a proteger a todos sus ciudadanos. Era una policía judía. Corrimos desesperados por las calles. Gracias a Dios, un restaurante árabe nos dio cobijo. Nos enceramos en el baño. Allí permanecimos durante minutos que fueron interminables, con el corazón en la boca, presas del pánico. El dueño nos llevó a la puerta trasera. Así pudimos escapar, ponernos a salvo. Mi novia y su hermana han vivido en Haifa toda la vida. No recuerdan haber vivido escenas semejantes en toda su existencia. Pero no podían decir lo mismo sus padres y sus abuelos. Ellos sí sabían lo que era la caza al palestino, la caza del árabe. Para mí, ver cómo una jauría de diez personas te persigue gritando que te quieren muerto, y hacerlo además ante la policía que debe protegerte, que debe evitar la violencia, el ojo por ojo, el diente por diente, el derramamiento de sangre, la quiebra de la vida civil, fue sentir en carne propia una desesperanza atroz. Pensar que nada ni nadie te va a ayudar. Que estas a merced del más fuerte. Nunca había vivido nada parecido. Te sientes vulnerable, a merced de un puño de hierro que te puede aplastar en cualquier momento. ¿Quién te quita esa sensación de vulnerabilidad del alma? ¿A quién te encomiendas? ¿Quién te salvará?
Al día siguiente la división y la tensión se extendían por todo el país. Ciudades como Lod estaban bajo la protección de sus vecinos árabes, que habían expulsado a los ciudadanos judíos y a la policía con armas de fuego. Querían que al menos sus funerales se respetaran. El odio seguía ganando enteros. Calles rotas por dentro y por fuera. En muchos otros lugares respiraba la tensión, como si faltara oxígeno en las calles. Algo cada vez más constante en el aire de Israel, donde hasta el aire que respiramos tiene un precio, no es igual para todos. Hay altísimos muros que acotan el espacio, que dividen el cielo y la tierra. La desconfianza estaba a la orden de día, una desconfianza honda, llena de resentimiento, ancestral, cultivada. Los dos bandos contaban sus heridos, sus muertos. Recuento de pérdidas. La inquietud y el miedo se palpaba en las caras, en los rostros, llenos de un silencio como de piedra que solo se rompía con algún que otro suspiro. Calles vacías. Calles desoladas. Se prepara una huelga general de tres días para protestar por tanta muerte, por tanta injusticia, por una historia que se repite ante los ojos del mundo.
Yo fui a trabajar a Akka. La preocupación entre ciudadanos judíos y árabes era palpable. Nadie está seguro, nadie se fía. Nadie sabe cómo va a responder el otro bando, en qué circunstancias te encontrará la nueva batalla de una guerra interminable. Nadie hablaba de otra cosa. ¿De qué podemos hablar cuando el futuro salta hecho añicos delante de nosotros? En este país ya se sabe que no importa cuando acaben las revueltas. La coexistencia pendía de un hilo, tenía las horas contadas. Pero el odio no se improvisa. El odio se ceba. ¿Cuántas colonias de judíos se han fundado en los últimos diez, veinte, treinta, cuarenta años? ¿Cuántas tierras y casas y viñas y pozos han sido arrebatadas a sus legítimos dueños que viven aquí desde que las tres religiones del Libro lo pusieron en el mapa?
El trabajo ya no era importante. Todas las preocupaciones de nuestra vida diaria se habían volatilizado. Llevo casi una semana viviendo de noche. El hambre ni siquiera llama a la puerta de mi estómago. Hay algo más importante. Algo en mi instinto ha puesto a todo mi cuerpo en modo supervivencia, en estado de alerta constante. Como si estuviera en modo inmersión, con el traje de submarinista, atento a cualquier peligro. En alerta.
A partir de este punto, la información debe de ser delicadamente expuesta. No hay estadísticas objetivas, no hay datos incontrovertibles, no hay medios de comunicación que hagan llegar o que puedan hacer llegar la totalidad del conflicto. Empezamos a recibir noticias que decían que extremistas judíos se estaban organizando para salir a las calles porque sabían que la policía no les iba molestar, que tenían manos libres para implantar su propia ley. Miembros del parlamento incitaban a los ciudadanos a salir a la calle para detener la violencia de los árabes. La red ardía. Mensajes de odio a un lado y otro. Mensajes extremistas que hablaban de que se estaban preparando para atacar a los árabes. Mensajes de venganza. Mensajes para protegerse de las hordas judías. Mensajes para protegerse de los árabes irredentos. Armas, comentarios de muerte, amenazas por todas partes, extremismo que se alimenta de extremismo. Parecía mentira, pero no lo era.
No sé como se vivió esta noche en otros lugares del país, yo cuento lo que viví en mi ciudad, en Haifa. Unos cien manifestantes árabes se concentraron en Wadi Nisnas. La policía entróa saco, dispersando la manifestación. Fuerzas a caballo, bombas de humo y balas de goma. Los manifestantes no tenían medios para resistir, y pequeños grupos se esparcieron en las calles para evitar que les detuvieran. Entonces llegaron los extremistas. A día de hoy no se conoce a ciencia cierta el numero de heridos o muertos de aquella noche. Nadie dice nada. Los fanáticos judíos atacaban a todo lo que oliera a árabe: destrozaron tiendas, calles, casas. Familiares de mi novia vieron su casa apedreada, mientras atacaban a los hombres de esas mismas familias en las calles. Otros me enseñaron cómo quemaron parte de sus edificios. Llamadas de teléfono desesperadas: “¡Están en nuestra calle! ¡Hemos bloqueado las puertas con muebles para que no entren!”. Amigos describiendo como desmantelaban su coche porque tenían un rosario en el espejo retrovisor. He visto vídeos de estas atrocidades, cómo una mujer era sacada a la fuerza de su coche y atacda, fanáticos entrando en las tiendas ante las narices de policías que se limitaban a observar sin hacer nada. La televisión pública del país transmitía en directo cómo estaban linchando a árabes en las calles y la policía desaparecida.
No puedo hablar de la política de este país porque no he nacido aquí, pero sí puedo hablar de lo que he vivido. He visto a un gobierno que permite que fanáticos de su mismo credo siembran el terror en las calles. He visto la opresión de los árabes, y cómo cada cierto tiempo se les recuerda por activa y por pasiva que deben aguantar y callar si quieren seguir vivos, si quieren seguir viviendo aquí. Ciudadanos de segunda. He visto miedo e impotencia. Lo único que podíamos hacer era esperar que no se decidan a asaltar nuestra propia casa. Pero nuestro barrio amaneció con marcas en los edificios árabes. La puerta de mi propia casa estaba marcada con un mensaje en hebreo: “No pasar”. Otras habían sido marcadas con otros símbolos.
Hechos, señales como estas se suceden en todo el país. Ya nadie habla de diálogo. El gobierno está decidido a aplastar las protestas con sangre, no con palabras. Había miedo en todas las casas árabes aquella noche. Sigue hablando el miedo. Las protestas continúan en Haifa. El terror vivido ha dado más fuerza a los árabes para defender por sus derechos. Recibo mensajes de mis amigos en otras ciudades. Las injusticias continúan. En Lod hay toque de queda para los árabes, mientras extremistas judíos campan a sus anchas bajo protección policial. Jerusalén está en constante ebullición, la revuelta no se apaga. En Haifa y Nazaret han vuelto a detener gente de forma arbitraria, sin que nadie sepa muy bien a qué atenerse, cuáles son los cargos. ¿De qué se les acusa? ¿De querer vivir como seres humanos? Paramilitares entran a tiros en ciudades que les reciben a pedradas, como en Um Al-Fahem. Ciudades en Israel están ahora mismo evitando el paso de la policía y los extremistas armados. Está ocurriendo algo más que un intercambio de misiles entre Hamás y el ejército israelí. Un pueblo oprimido reclama que se respeten sus derechos humanos durante su mes sagrado. Las revueltas pueden parar en un día o en una semana, pero la confianza está hecha trizas. La gente se pregunta cómo volver a la normalidad después de lo que ha ocurrido. ¿Cómo va a ser esta normalidad? Las emociones están mezcladas en todos lados, miedo y euforia. Están quienes tratan de imaginar cómo cambiar esta realidad. Otros sólo están temiendo la naturaleza y la intensidad de las represalias. Judíos que temen a los árabes y árabes que temen a los judíos. Hay miedo a salir a la calle, inseguridad en las casas árabes por el temor a ser arrestado tan solo por compartir tus pensamientos en este conflicto o bajo cualquier otra escusa. Yo también lo pienso mientras escribo. Pero no puedo dejar de hacerlo. La vulnerabilidad de saber que nadie te protege. Los médicos y las enfermeras árabes están siendo atacados por defender sus derechos. Una esperanza ha despertado, el pueblo árabe quiere gritar su verdad. El comentario más escuchado es que han pasado la línea de lo aceptable. Algunos hablaban de una nueva noche de los cristales rotos, ahora en Israel. Cristales manchados de sangre. Cristales que son semillas de odio. Algo se está rompiendo en la sociedad israelí. Puede ser una grieta irreparable que divida todavía más esta tierra. O puede ser el comienzo de la unión de dos pueblos que enseñen al mundo a coexistir. Es difícil imaginar un futuro que no sea oscuro. Pero la comunidad internacional tiene la obligación moral y política de intervenir para forzar el dialogo, para encontrar una solución a un conflicto que no deja de sangrar y que ahora se extiende por el corazón de Israel.