La hoja
Un hombre se alejaba, en extremada soledad, del centro urbano; se sentó en un banco, al borde de uno de esos grandes bulevares que suelen llamar allá «cinturón». Una hoja se posó sobre él, pues había árboles en aquel cinturón. En modo alguno se habría atrevido a tirar esa hoja: era una señal de lo alto y la guardó.
Debía volver a casa, donde le esperaba algo que comer, no tenía hambre, pero se había de alimentar. ¿O acaso era mejor, sin más espera, instalarse allí para toda la eternidad y morir? Fue justo entonces cuando un singular problema tomó forma.
Un hombre que deambula por la calle con una hoja en la mano despierta extrañeza; pero él no tenía derecho a separarse de la hoja: era ésta una señal de lo alto. La hizo entonces girar entre sus manos cruzadas a la espalda como por distracción: un modo de evitar el ridículo. Y mientras así la hacía girar y girar, la hoja, repentinamente, cayó; en la última callejuela antes de llegar a donde vivía él. El hombre prosiguió su camino, la cobardía era demasiado fuerte en el fondo de sí y la hoja quedaba por tierra, atrás.
Un paso más, un paso y después otro, y la hoja quedaba cada vez más lejos, detrás de él, por tierra. Sentía su cobardía crecer, soñaba en campos inmensos que se agigantaban a la caída de la noche, y el recuerdo de la hoja volvía sin cesar y una vez más se perdía. En un momento dado, sin embargo, se hizo invencible el miedo, y el acontecimiento se produjo, surgió a pesar de todo: maquinalmente se volvió en busca de la hoja.
En esa pugna en la que se jugaban su felicidad y su vida había llegado de todos modos a decidir; por eso, apenas hubo empezado a desandar su camino, su marcha se hizo alegre: ya no temía a nadie, iba a buscar la hoja. Una pequeña hoja, un poco marchita, difícil de distinguir sobre el empedrado.
Caminó sin verla mucho tiempo. El viento la habrá arrastrado, pensó, o el pie de un transeúnte. Sintió entonces una gran tristeza. Después, el canto de una alegría lejana volvió a alzarse, porque la desgracia ya no vendría por él. Se encaminó con más alegre paso hacía su casa.
Cuando apenas había hecho la mitad de camino, vio la hoja. Estaba allí, sobre el empedrado, visible y tontamente. Pequeña y visible era la hoja, y el hombre comprendió cómo podía no haberla visto. Lleno de júbilo la recogió, sin preocuparse de las mujeres que, desde las ventanas, miraban mientras sacudían sus sábanas.
La victoria era ahora suya, manifiesta, en una inmediata claridad. Con la hoja en la mano, erguida la cabeza, entró en su casa.
HOMENAJE A HOHL. José Ángel Valente
Robert Musil, que murió en exilio en Ginebra, donde era prácticamente un desconocido, escribió con cierto disconforme sarcasmo respecto de su naturaleza de autor previsiblemente póstumo: «Tener que esperar a morir para poder vivir: qué pirueta ontológica». En noviembre de 1980, por las fechas en que se conmemoraba el centenario del nacimiento de Musil, murió a su vez en Ginebra, en un exilio relativo (exilio, por lo pronto, de la lengua) el escritor suizo alemán Ludwig Hohl.
¿Quién era Hohl? Hohl fue también, en lo fundamental, un escritor póstumo, al menos respecto de su posible audiencia europea o universal. «La “postumidad” está escrita sobre tu frente», dijo de él otro escritor suizo, Adolf Muschg. Mundo secreto el suyo, servido por un lenguaje tenso y preciso, escasamente atento a las versátiles demandas del mercado intelectual, el mundo de Hohl es a la vez de una intemporalidad y de una contemporaneidad extremas. Quizá dio él mismo la clave de esa convergencia de aparentes contrarios cuando escribió: «Los cambios no sirven para nada, sino para conservar lo inmutable». Solía habitar, habitó durante un largo período de su vida, en un subsuelo o sótano ginebrino del barrio de la Jonction, en el que, como ropas lavadas, los papeles, las cartas, los recortes de periódico, pendían de cordeles tendidos. Sótano o cueva o caverna: ¿habría encontrado Hohl en alguna de sus paredes esa grieta mínima de la que él habla, esa grieta que acaso no tiene más que una millonésima de milímetro y es la única y sola, entre las innumerables aberturas inútiles de la pared o muro que nos limita, que realmente se abre y desemboca sobre el universo? ¿Fue ese el secreto de su caverna y es ese el secreto de su escritura?
Escritura extremada y difícil, apuesta a un solo número o a una sola carta o color en la fisura escueta e imprevisible donde cede el límite y el mundo puede abrirse en verdad. Apuesta a un solo acto, a ese simple acto decisivo, de naturaleza desconocida, que tenemos que cumplir antes de morir o acaso para, en definitiva, no morir. De ahí el rigor de Hohl y el carácter necesario de su escritura. «Hohl es necesidad —escribió Friedrich Dürrenmatt—; nosotros somos contingencia. Nosotros creamos documentos sobre lo humano; Hohl lo determina».
Extremo límite de la escritura. «Es necesario escribir —había dicho Hohl— como si escribiéramos por primera o última vez. Hablar como si dijéramos nuestra última frase», ha dicho por su parte Elias Canetti, otro hombre del exilio o de los exilios. La escritura, la palabra, converge en sus extremos límites. Por su naturaleza la reconoceréis, por su contingencia o su necesidad.
Ludwig Hohl nació en Netstal, un cantón de Glaris, el 9 de abril de 1904. Fue hijo de Jakob Arnold, pastor protestante, y de Anna Magdalena Zweifel. Desde muy joven eligió la literatura como ocupación. Después de haber vivido en Francia, en Viena y en los Países Bajos, en 1937 se estableció en Ginebra, donde vivió en un semi-sótano. Con fama de escritor raro y exigente, prácticamente no publicó libros, y los que vieron la luz fueron, además, bastante cortos.
Varios escritores, como Max Frisch, Friedrich Dürrenmatt, Adolf Muschg, Peter Handke, Ferenc Rákóczy o José Ángel Valente, al rendir homenaje a su obra, lograron darle a conocer, aunque siempre fue un autor de minorías, muy poco conocido. Durante su vida en Ginebra, Hohl tampoco se relacionó nunca mucho con el mundo literario helvético.
Muchos de sus textos fueron elaborados muy lentamente; así Escalada fue iniciado en 1926, pero solo lo concluiría al final de su vida, en 1975.
Hohl murió en Ginebra, el 3 de noviembre de 1980.
La crítica señala como fundamentales para entender la literatura de Hohl, además de Escalada, los libros Die Notizen oder Von der unvoreiligen Versuhnung (Las notas o de la apresurada reconciliación) o Von den hereinbrecheden Rondern (Desde los bordes de la ruptura), de los que no disponemos de ediciones en castellano.
Por el momento, sólo podemos encontrar traducidas tres de sus obras:
- Matices y detalles (de Nuancen und Details), DVD Ed., 2008. (Traducción y prólogo de Ibon Zubiaur)
- Escalada (Bergfahrt), Minúscula, 2008. (Traducción de Rosa Pilar Blanco)
- Camino nocturno (Nächtliger weg), Minúscula, 2010. (Traducción de Rosa Pilar Blanco)
Los textos de esta nueva entrega de la nube habitada han sido extraídos de Cuaderno de versiones, páginas 411 a 414, Galaxia Gutemberg/Círculo de lectores, 2002. Compilación e introducción de Claudio Rodríguez Fer.