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No me considero excepcional. Como cualquier persona medianamente sensata, ajena a las taras amiguistas de las redes sociales, cuento a mis amigas y amigos con los dedos de una mano, y no necesito decir que hasta me sobran. No es que sea anti-social, ocurre que no soporto la imbecilidad, y también ocurre que, a pesar de una vida plagada de desgracias, he tenido la suerte de cruzarme con gente excepcional.

Por ejemplo con Diego García Elío, el único hijo de María Luisa Elío, refugiada española que encontró hogar en México, el país donde descubrió el amor, las grandes e inquebrantables amistades de artistas y escritores, y también el país donde murió en julio de 2009 bajo los cariñosos cuidados de su hijo.

El amor de mi amigo Diego por Mamá, como se sigue refiriendo a María Luisa —espero no cometer una indiscreción—, se prolonga hasta la fecha. Hace poco, Diego hizo una edición de El Equilibrista en Madrid de un pequeño pero denso y emotivo opúsculo: Voz de nadie (marzo de 2021, cuidado por otro apreciable amigo y socio de la vida, Gonzalo García Barcha). Me ofreció un prístino ejemplar para saciar, según él, mi interés por el misterio del Vita, el espectral barco que cargaba con las arcas restantes de la República. Diego nunca se enteró que su regalo resultó más bien una historia íntima que me imantó al momento de comenzar a leer ese libro de apenas 42 páginas.

 

 

No voy a salir con la tontería de decir que se trata de un acto de justicia. La única justicia que merece María Luisa está relacionada con un crimen mayor, idiota: ser despojada de su niñez por los brutos franquistas que querían exterminar a su familia, comenzando por su padre, el abuelo de Diego, juez municipal en Pamplona y hombre de bien, Luis Elío.

A su manera, con muchos sufrimientos, María Luisa, mujer excepcional, no encontró la justicia: ella construyó ese edificio suyo cada día de su vida. Se sabe que fue co-guionista y actriz en el premiado y vanguardista corto En el balcón vacío, con Jomí García Ascot, padre de mi amigo, poeta excepcional, Premio Xavier Villaurrutia 1984 al que sólo los cabecitas huecas no leen, atareados como están en fanatizarse con los poetas jóvenes y malos, por decir lo menos.

Es fama que Gabriel García Márquez le contó en una tumultuosa fiesta la historia de Cien años de soledad y que María Luisa lo escuchó hasta el final y le dijo: anda, escríbela. No sé si de esa gesta nocturna provino la célebre dedicatoria de la novela más importante del Boom —término que detesto porque oculta la fraternidad de esa dichosa secta conformada por quienes ni siquiera militaban en ese movimiento literario: Álvaro Mutis, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Emilio García Riera, Octavio Paz, Pepe de la Colina; en Cuba, Eliseo Diego, Fina García Marruz, los colaboradores de la revista Orígenes y, una vez desembarcado en México, ese prodigio de humanidad y literatura llamado Eliseo Alberto, Lichi, enemigo declarado de los “mandamases” —expresión y actitud que yo mismo le he fusilado como un vil ladroncillo.

Sara Afonso, esposa de Diego, se ha integrado como una campeona a esa indómita pléyade. Casi diría —otra indiscreción, ni modo— que entiende a María Luisa, a sus jovencísimas nietas Ana y Luisa, tan bien como mi amigo. A veces se desespera cuando en nuestras largas sobremesas comienzan a desfilar los fantasmas del pasado, si bien Sara sabe perfectamente que, si bien a ratos deliramos, no habitamos entre fantasmas ni en el pasado, más bien dicho en un presente que, con cada conversación y cada publicación como Voz de nadie, se torna memoria, tiempo futuro.

Dicho de manera superficial, Voz de nadie es un libro confesional, pero también es un libro amoroso hacia los suyos, hacia sí misma, un libro que no cae en la vulgaridad de los géneros: “No sé si estoy dentro del tiempo o el tiempo está dentro de mí.”

¿Están listos para leer la versión más compacta y perfecta de la Odisea? Agárrense o siéntense:

Al irse mis padres a América dejaban atrás apellido, posición y dignidad, para encontrarse con un futuro incierto. Dispuestos a jugárselo todo, llegaban a América totalmente desprotegidos. Caro les saldría ese idealismo.

Metimos en un taxi las cuatro miserias que quedaban de lo que había sido la vida de mis padres en España, es decir nada. Nos dirigimos, después de dos guerras y haberlo perdido todo, a un lugar al que, por fin, íbamos a poder llamar casa.

Hablé antes de cierto tono confesional en Voz de nadie. ¿Cómo designar esto que sigue, frase implacable de quien vive el exilio interior y exterior, si es que eso es real, posible?:

Yo no soy yo, soy ese otro que está conmigo y que no sé quién es.

Ya lo dije, en casa de Sara y Diego siempre terminamos rememorando, en un momento u otro, a Mamá y Papá. Normalmente salgo de ahí con envidiables obsequios editoriales. Voz de nadie fue uno más, quizá por mi propio sentido de la orfandad, el libro que más me ha partido el corazón en tiempos recientes y el que más me ha ayudado a rejuntar las piezas —en mis mejores días, pienso en mi propio padre como el violento hijo de la gran puta que es, sinarquista de closet y compañero de banca de Vicente Fox en el Instituto Lux, en Léon Guanajuato.

No acabé de saber nada del dichoso Vita, pero me enteré de algo, de este capítulo crucial en la vida de María Luisa:

En esa época yo, afortunadamente, trabajaba en turismo francés, y digo afortunadamente porque fue ahí donde conocí a quien después sería mi marido. Él entró por la puerta de turismo francés. “Con ese hombre me caso”, me dije a mí misma. No se puede explicar cómo era él: sencillamente era. Era todo. Dejó de existir lo demás, todo se transformó en él. Todo fue en francés y fue una maravilla cuando nos dimos cuenta de que los dos éramos españoles refugiados. Me casé exactamente con el hombre que yo quería.

Eso no se llama buena suerte. Se llama buscarse una mejor y buena vida. Y miren que el hijo de ese matrimonio, Diego García Elío, me consta, es prueba de ello. Generosísimo con sus amigos, con sus hermanas, con quien se cruce en su camino. No podía ser de otra manera, es y sigue siendo hijo de Mamá:

He contado lo más triste de mi vida, contaré ahora lo más feliz. Nació mi hijo, nació un niño sonriente como el agua clara y yo fui la madre más feliz del universo, y su padre también, y se llenó la casa de luz. Pero no existe la luz si no existen las sombras, era demasiada felicidad, era demasiado el amor.

No lo sé, no me atrevo a decir algo al respecto, María Luisa: tu hijo sigue sonriente, leal a Sara, a tus nietas. Ahí están las malditas sombras, las mismas que nos siguen rondando como te rondaron a ti. El amor que anhelamos nunca parece ser demasiado, pero la luz, esa sí, persiste hasta en los momentos más aciagos, que nunca son pocos.

 

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