En este mundo inmenso hay una pequeña playa, un punto diminuto entre dos mares, Mediterráneo y Atlántico, que separa dos mundos. Sobre esos pocos metros de arena, la civilización escribe su fracaso. La playa atraviesa una valla, o mejor, la valla atraviesa la playa, porque esta existió antes que la otra. Su nombre, Tarajal, es ya sinónimo de frontera. El muro metálico colocado para separar esos dos mundos, dos países, según los límites marcados por el hombre sobre la piel de la Tierra, ha llenado este arenal, que debió ser paradisiaco antes de la intervención humana, de muerte y dolor, de lágrimas disueltas en agua también salada.
El 17 de mayo de 2021, en la escollera que remata la frontera adentrándose en el mar, volvieron a escucharse gritos, lamentos, llamadas de socorro, llantos. Esta vez, como en otras ocasiones, decenas y centenares de voces que enseguida fueron miles. Cerca de 9.000, se sabría después. Hombres, mujeres y, lo peor, unos 1.500 menores, se lanzaron a las aguas fronterizas por la puerta abierta de su país, Marruecos, que les demostró así lo poco que le importan sus vidas. No ha sido la única vez que ha usado seres humanos para presionar o enviar mensajes a España, a Europa, pero sí la primera que lo hacía con sus propios ciudadanos de forma masiva y franqueando el paso a centenares de niños. Ahora, la excusa era la hospitalización en España del líder del Frente Polisario, Brahim Ghali. Marruecos llamó a consultas a su embajadora en España, Karima Benyaich. Algo iba a pasar. Lejos, pero cerca en cuanto al fracaso de la civilización, Israel bombardeaba en esos días Gaza.
Las entradas, que permitieron quienes en Marruecos tenían que guardar la frontera, comenzaron a las 06:30, madrugada de domingo al lunes, una jornada propicia, con el mar en calma y temperaturas suaves que, ya a pleno sol, horas después, fueron calurosas. A pesar de ello, de que hay apenas unos metros entre uno y otro lado, la hipotermia y el agotamiento, la agitación del corazón, de los braceos en medio de una multitud, pone en grave riesgo las vidas de los que cruzan a nado. Por no hablar de casos como el de la bebé a punto de morir que sacó del agua un guardia civil, al percatarse de que lo que llevaba una mujer atado a la espalda no era una mochila ni ropa, sino a su hija. Algunos de los niños que pasaron esta vez eran tan pequeños que no podían bajarse solos de la valla a la que se habían encaramado. A uno, lo llevó en los hombros hasta ponerlo a salvo un legionario de los enviados a la frontera. Como hemos visto durante años en Ceuta algunos testigos de esta inmigración, hay casos de personas que ni siquiera saben nadar, y se lanzan al agua con flotadores o botellas de plástico vacías que les ayudan a mantenerse a flote. La playa, que en esta zona de Ceuta es de arena gris y cantos rodados, estaba llena de ramas y otros restos que trae el mar, pero después del paso de miles de personas que arribaron de golpe y con lo puesto quedó totalmente salpicada de botellas, bolsas, ropa, calzado… A los marroquíes se sumaron medio centenar de personas procedentes de países del África subsahariana, así como sirios y yemeníes que esperaban una oportunidad de cruzar. Estos últimos se quedaron en Ceuta como “solicitantes de asilo”, señalaban fuentes policiales, el resto fueron expulsados mediante las polémicas “devoluciones en caliente” y sin más trámite, a pesar de las quejas y denuncias de juristas y de organizaciones no gubernamentales, o salieron por voluntad propia en los días posteriores. Por las calles quedaron, vagando, muchos otros durante semanas. “Esto sigue siendo un caos, menores por filiar, marroquíes, subsaharianos, en las naves, por la ciudad… Tenemos que coordinarnos con la policía local, la guardia civil…”, nos decía un policía dos semanas después. Hay que tener en cuenta que esta oleada se sumaba a los cerca de 200 menores que ya acogía la ciudad, más otra cifra indeterminada pero que se calcula en un centenar, de niños que viven de forma habitual en las calles y se niegan a ir a los centros de acogida. Su objetivo, su idea fija, es colarse en un barco con destino a la Península. Así, con muchos otros marroquíes adultos que se esconden en las escolleras del puerto a la espera de lo mismo, una oportunidad para salir de Ceuta.
“Los mehanis (guardias fronterizos) están dejando pasar gente”. El guardia civil que vigilaba el paso de Benzú, en la otra costa de Ceuta, la norte, dio así la voz de alarma: “¿Qué otra cosa podíamos hacer?”, se preguntaba en ese mismo lugar una compañera suya días después.
En apenas unas horas, la playa se llenó de militares, policías, guardias civiles, chalecos sanitarios, de emergencias… El goteo de personas que trataban de llegar a nado fue constante hasta el miércoles por la mañana. Fue un desafío para los Grupos Especiales de Actividades Subacuáticas de la Guardia Civil (GEAS), que pasaron horas y horas sin descanso sacando gente del agua, así como para el resto de compañeros, para los agentes del Cuerpo Nacional de Policía, los miembros de Cruz Roja, Salvamento Marítimo, Protección Civil… Trabajaron hasta “perder la noción de qué día era”, nos confesó un agente del CNP. El ejército, dotaciones del Regimiento de Caballería Montesa y del Segundo Tercio de la Legión, se desplegaron como apoyo y elemento de disuasión. La arena de la playa acabó sirviendo para rellenar sacos terreros y para instalar una tienda de campaña militar. Los blindados BMR, de transporte de tropa, y los uniformes hicieron su aparición en la frontera, al igual que ocurriera con las fuerzas de Regulares durante la crisis de 2005, tras unas avalanchas que terminaron con al menos 13 muertos (los datos de Marruecos nunca se conocen con certeza), al tratar de cruzar, escalando, las vallas de Ceuta y Melilla.
También se llenó el Tarajal de periodistas, nacionales y extranjeros. En una de las escolleras en las que se habían apostado las cámaras, a sus espaldas, unos adolescentes, dos chicos y una chica, jugaban en bañador. Muchos de los chavales del otro lado llegaron igualmente con ropa de baño, en chanclas o descalzos. Y así fueron reunidos a su llegada en almacenes vacíos del polígono comercial junto a la frontera, las naves del Tarajal. Testigos presenciales contaban con impotencia que unos 800 menores pasaron en estas condiciones casi 48 horas, “con algunas mantas que les dio Cruz Roja”, en el suelo, sin comida ni agua. Bebían de una cañería rota. No había servicios sanitarios, los primeros váteres químicos se instalaron cinco días después, el viernes, aunque para entonces solo quedaban allí unos 300 menores. El resto había sido derivado ya al pabellón deportivo Santa Amelia y el albergue provisional de Piniers. A 780 se les hizo el test de antígenos: hubo nueve positivos. Luego comenzó el lento proceso de filiación, en un puesto montado por agentes de Extranjería de la Policía Nacional en medio del caos. Entre tanto, el Gobierno de la Ciudad Autónoma, de la que dependen los servicios de atención a menores en Ceuta, habilitó un número de teléfono para las familias que buscaban a sus hijos. “Hay niños que lloran porque quieren volver con sus padres”, nos relataban desde el interior, pero en su caso no iba a ser tan fácil y rápido como en el de los miles de adultos que fueron regresando. En algunos casos, los menores eran localizados directamente por familiares de Ceuta. “No, yo no voy, este mi cuñado”, decía en la puerta de la frontera uno de ellos, que acompañaba a varios jóvenes y cogía de los hombros a un adolescente. Era la respuesta a la única pregunta que los militares hacían a quienes se aproximaban: “¿Quiere volver voluntariamente?”.
Un caso de búsqueda desesperada de niños del que tuvimos conocimiento en las primeras horas fue el de una madre española que encontró a sus dos hijas adolescentes en las naves. Llegó desde una ciudad de Levante 48 horas después de que todo comenzara. Pudimos hablar con ella. Ana (los nombres de madre e hijas son ficticios para preservar sus identidades. No quisieron que se hicieran públicos) nos confirmó, tal como nos habían contado algunos testigos, que había llamado “a gritos” por sus nombres a sus hijas, Salma y Nadia. Se habían separado siendo ellas muy pequeñas, su padre, marroquí, se las quedó bajo amenazas en su país. “Él le decía que en Marruecos las leyes no son como en España”, contaba un acompañante de la mujer a un agente de la Policía Nacional a la salida de las naves del Tarajal. Una vez fallecido el padre, las niñas, que vivían en Castillejos, la ciudad limítrofe con Ceuta, y querían reencontrarse con la madre, consiguieron sumarse a la marea humana que cruzó la frontera. “Si no hacemos esto ya…”, pensaron. “Es lo único que les quedaba en su mano”, explicaba Ana, todavía con la emoción del reencuentro. Impactante, aunque solo una de tantas historias personales.
En la puerta de la comisaría, al preguntarle por esta madre española y sus hijas, una mujer policía aseguraba que, dentro, todo eran en esos momentos “madres con hijos”. Señalaba asimismo el duro trabajo que les estaba tocando hacer a ellos: “Está bien preocuparse de estas criaturas que han pasado y de la ayuda humanitaria, pero también de los policías que tienen hijos y están trabajando aquí sin verlos, que están haciendo un trabajo extraordinario y salen poco (en los medios)”.
Esta “avalancha” sobrepasó a todos en la ciudad, no fue como ninguna de las anteriores, como las que desde hace 20 años sacuden una frontera que, en lo administrativo y socioeconómico, separa dos continentes muy dispares, África y Europa. En 2020 se cumplían 25 años de otro suceso excepcional: los “disturbios del Ángulo”. El 11 de octubre de 1995 marcó un antes y un después, fue el primer encontronazo con la realidad de la inmigración africana en la frontera sur de Europa. Decenas de migrantes de ese colectivo tan diverso que, para simplificar, llamamos “subsaharianos”, se habían ido reuniendo en la explanada de las Murallas Reales, ocupando una vieja discoteca en el Revellín del Ángulo de San Pablo, situado en el extremo norte de la Plaza de Armas, donde malvivían a la espera de un asilo que no llegaba. Ese día se produjo la chispa que desembocó en una revuelta. Los ceutíes y todos los españoles, pues la noticia dio la vuelta a España, se encontraron de frente con este nuevo fenómeno, desconocido hasta entonces. De aquel episodio surgió el primer campamento organizado para inmigrantes, precursor a su vez del Centro de Estancia Temporal (CETI). Muchos recuerdan aún en Ceuta la época anterior, cuando la línea divisoria estaba marcada tan solo por una pequeña valla que los vecinos de barriadas limítrofes de uno y otro país, como en las zonas de Finca Berrocal o el Biutz, superaban sin dificultad. De hecho, en este punto, años después convertido en paso para porteadores, había un arroyo con un pequeño puente por el que se pasaba de uno a otro vecindario, del español al marroquí. No es algo tan lejano en el tiempo, pero esas son hoy unas relaciones transfronterizas difíciles de imaginar. Después vendría la malla metálica de tres metros de altura y coronada con la famosa concertina, un nombre extrañamente armonioso que remite a la expansión del fuelle de un acordeón para definir lo que en realidad es un artefacto atroz de diseño militar, unas dobles cuchillas o “arpones” dispuestos sobre un duro alambre de acero que se expande en espiral. En 2005, al producirse los primeros saltos en masa, las vallas de Ceuta y Melilla fueron recrecidas hasta los seis metros. En esta última, entre dos de los tres vallados, instalaron otro elemento militar, la llamada “sirga tridimensional”, que no es otra cosa que cables de acero cruzados sin aparente orden, en los que algunos de los que saltaron a partir de entonces se hacían heridas tan terribles o más que las causadas por el alambre de espino o la concertina, que no terminaron de sustituir, a pesar de las promesas del gobierno de entonces. En el hospital de Melilla entrevisté en aquellos años a un joven herido porla sirga. Tenía cortes profundos en las piernas. Ahora, la cerca, que en Ceuta se ve serpentear por los montes, está coronada con otro elemento metálico que, una vez más, dicen la hace inexpugnable “sin medios cruentos”. Con cada crisis se anuncian nuevas medidas de este tipo: en 2014, tras la muerte de 15 inmigrantes que cruzaban a nado el espigón del Tarajal, la colocación de malla antitrepa y un alargamiento de la escollera que no se ha llegado a realizar. En los días siguientes a este último paso de miles de personas vimos reforzar el espigón fronterizo con más concertina.
Desde el sofisticado chiringuito, blanco y acristalado, de otra de las numerosas playas ceutíes, La Ribera, podía contemplarse, horas después de desatarse el último drama, la mar en calma, con olas apenas perceptibles, rumorosas, que llegaban para besar con delicadeza la arena, un horizonte azulado, a esa hora del anochecer en la que se confunden los colores del mar y el cielo. Al fondo, la otra playa, de nombre ya maldito, el Tarajal, unas luces intermitentes que aún marcaban el punto exacto de la frontera, y las de la línea de costa marroquí que va desde Castillejos (Fnideq) hasta Cabo Negro, con su faro, y –un poco más allá– el de Martil, el Río Martín español en época del Protectorado. Esa calma rota… “Ya está, ya nos han invadido”, clamaba un amigo ceutí desde el otro lado del teléfono el lunes, cuando comenzaba a percibirse la dimensión del suceso. “Creímos que era una nueva marcha verde”, nos decía después el propietario de un céntrico bazar. Un joven ingeniero nos contaba que ese día estuvo trabajando en su oficina del centro hasta las ocho de la tarde y no se había enterado de nada, pero que al salir pensó: “Qué raro, cuánta gente en la calle”. “Cuando empecé a fijarme, vi que no eran ceutíes”, recordaba. Es fácil imaginar el impacto de algo así en una ciudad pequeña, de 19 kilómetros cuadrados y unos 85.000 habitantes. El balance oficial final cifra en 9.000 las personas que entraron en la ciudad en dos días. Lo nunca visto en una frontera europea, y probablemente, del mundo, en tiempos de paz.
Ese día muchos escolares, como los hijos del dueño del bazar del Paseo de las Palmeras, no fueron a clase. “¿Y hoy, cuántos niños han faltado al cole, muchos?”, preguntaba por la calle una mujer que acompañaba a una niña vestida con el uniforme del colegio Beatriz de Silva. Por su parte, algunos de los 120 taxistas de la ciudad vieron cómo la gente cogía más coches de lo habitual: “Había miedo”, contaba uno de ellos. Un excompañero periodista aseguraba que algunos ceutíes no habían reaccionado bien, a pesar de que “no ha habido problemas para todos los que entraron”.
Otro de los comentarios más frecuentes hacía referencia al coronavirus. Y es que la repentina llegada de miles de ciudadanos de un país extracomunitario, cuya frontera permanecía cerrada por esta causa desde hacía más de un año, se ha producido además con la pandemia aún por controlar. En Ceuta la incidencia había sido de las más altas del país, pero en esos días comenzaba a darse una mejoría y, además, la vacunación avanzaba a buen ritmo, algo que mucha gente destacaba. Podemos imaginar lo que supone, en esas circunstancias, ver a miles de extranjeros deambulando sin mascarilla, o con ella puesta por debajo de la nariz o de la barbilla.
En medio del caos y la incertidumbre generados por esta insólita situación, algunos comercios cerraron sus puertas. En el Paseo del Revellín, arteria comercial de Ceuta, un ciudadano paraba a estos periodistas para advertirles, en tono de denuncia, pero en defensa de los inmigrantes: “¿Han visto que ya no hay ninguno? Se los han llevado. Acaba de retirarlos a todos la policía local. Los comercios han vuelto a abrir”, explicaba señalando con el dedo un bazar cercano. El hombre había escuchado cómo les decían que en el Tarajal les iban a dar de comer. Él mismo se tomó la molestia, dijo, de llamar al responsable local de Cáritas para preguntarle si eso era verdad. “No le constaba”, afirmó con preocupación, “imagínate que tienes hijos de esa edad…”.
Cierto era que, en ese momento, a mediodía y con la calle llena de transeúntes y los comercios abiertos, no se veía a ninguno de los jóvenes marroquíes, a quienes se identificaba enseguida por deambular en grupos, portando en su mayoría bolsas de plástico verdes, con comida y algo de ropa y escasos objetos personales. Muchos permanecían sentados en bancos, alcorques, muretes y jardines. Estaban por todas partes, en grupos pequeños, de entre tres y cinco, a veces algo más numerosos, entre los que era fácil observar a algún menor.
Como quiera que en el lugar en el que nos paró el ciudadano que alertaba de la repentina ausencia de estos grupos de jóvenes, la céntrica plaza de la Constitución, había varios agentes del cuerpo de policía municipal con sus motos, les preguntamos. En efecto, nos confirmaron que acababan de retirarlos de allí ante la “preocupación” de los comerciantes y porque “iban todos sin mascarilla”. Además, estaban vigilando las puertas de los colegios, apuntaron. Desde esos primeros momentos, se trataba de derivarlos hacia la frontera. Muchos dormían con mantas y cartones en jardines como los de la República Argentina, situados frente el edificio de la Policía Local y caracterizados por unos hermosos y enormes ficus. En fuentes de parques como ese o en las duchas de las playas, se veía aseándose a algunos.
En el paso del Tarajal, no por el habitual de peatones y vehículos, sino a través de una puerta que se abrió en paralelo a la playa por la que habían entrado, el flujo de personas que regresaban a Marruecos fue constante en los días siguientes. “¿Quiere volver usted voluntariamente?”, era la pregunta que, una y otra vez, repetían los militares allí apostados a todo el que se dirigía hacia esa vía de retorno. Unos intérpretes ayudaban a quienes no hablaban español. El regreso era a una realidad cotidiana cuyos rasgos principales se repetían en cada uno de los testimonios que recabábamos y que habíamos conocido antes, durante diez años de periplos por la zona norte del país: Tánger, Tetuán, Xauen, Asilah, y el Rif más oriental, Nador, Alhucemas… Esa realidad no es otra que el paro, los trabajos precarios, la falta de expectativas, las armas de Marruecos para arrojar a sus propios ciudadanos hacia un El Dorado inexistente al otro lado de la valla. De hecho, al amanecer del tercer día, cuando la niebla, el Taró, se cernía sobre Ceuta, en Castillejos, y visibles desde el lado ceutí, hubo disturbios provocados por las protestas de los que volvían. Del sol a la oscuridad, parecía decirnos, decirles, el tiempo.
Antes de la pandemia, por la frontera de Ceuta pasaban a diario a pie miles de porteadores que se ganaban la vida transportando, adosados a sus cuerpos, bultos con mercancía de todo tipo que se almacenaba en las naves del Tarajal. Ese extraño comercio irregular generó un importante aumento de la población en las ciudades limítrofes con España y, según los expertos, aunque parecía que no iba a acabarse nunca, precisamente por las implicaciones socioeconómicas que tenía, ya no volverá. De acuerdo con los datos del Alto Comisariado de Planificación de Marruecos, tras un año de pandemia, la situación ha empeorado en el país, como en todos. La población activa ocupada, pero en situación de subempleo, se estima en un millón de personas, y la tasa más alta de paro la sufren los jóvenes de entre 15 y 21 años, que representan el 16% de la población marroquí. Una cuarta parte no tiene trabajo.
A los pies del gigante de bronce que preside el puente de la Constitución, una colosal escultura del artista ceutí Serrán Pagán que representa a Hércules separando dos continentes, tres jóvenes en la veintena, acompañados de un adolescente que permanecía callado, repetían ante la grabadora: “Marruecos, no. Marruecos, malo. No trabajo. España, buena”. Según contaba Adel, que hacía las veces de portavoz, eran de Tetuán: un cocinero, un conductor, un barbero y un “menor”. “Yo barbero, en Marruecos, no dinero. Trabajo, sí, no dinero”. Así respondía a nuestras preguntas uno de ellos, sobre cuya voz se superponía la de otro compañero, que explicaba, con cuatro palabras en español y gestos, que allí algunos son los dueños de “todo”: “Marruecos, ladrones…, nosotros, no mucha comida”.
En la zona del puerto, a la altura del supermercado Lidl, fuimos testigos de una escena de solidaridad entre desheredados de ese reino rico: un hombre y un jovencito iban a paso ligero ofreciendo dulces a los chicos que encontraban. Más adelante, nos alcanzaron, y el más joven nos explicó que él mismo era un menor acogido en un centro de la Ciudad Autónoma. Poco antes habíamos visto una furgoneta de Cáritas repartiendo bolsas de comida. En la frontera, ya en el paso habitual, reabierto para los retornos, una ceutí llamada Sabah exigía, muy enfadada, que se dejara pasar a un grupo que esperaba para volver a su país. Según nos contaban, ella misma había estado ayudando a muchos en su propia casa, dándoles cobijo, alimentos y ropa.
La solidaridad es, de hecho, lo común. Los comentarios o comportamientos despectivos por parte de ceutíes eran la excepción. Algún mal gesto cuando un chaval se acercaba a pedir dinero y poco más. En el Puente del Cristo, tres de los jóvenes, de entre 20 y 23 años, que habían cruzado a nado nos contaban su historia, casi la misma de siempre. Tenían ganas desde hacía tiempo de venir a España y habían aprovechado la ocasión. Eran de Casablanca y Tánger y todos tenían un oficio: mecánico, “aluminio” y peluquero. El mayor, Hamza, llevaba en un saco de basura negro una manta con la que abrigarse por la noche, al raso. Nos pedía que le enviáramos la foto de los tres y nos dejaron su contacto. Allí, junto al Cristo que da nombre al puente, y ante el que muchos ceutíes se persignan al pasar, una mujer vestida con ropa deportiva soltó al vernos una frase en tono despreciativo: “¡Qué bonita foto…!”.
Y es que eso es el ser humano. “No hay humanidad”, concluía un camionero con el que nos habíamos cruzado en el camino hacia Ceuta. El hombre conversaba con un colega que se encontró en el restaurante de carretera en el que nos paramos a cenar. En la televisión estaban sintonizados los informativos 24 horas de TVE, con las imágenes de la avalancha. Lo primero que dijo el camionero, un veterano que luego daría consejos al otro, fue “¡qué cachondeo!”, frase a la que siguieron otras como:“Tú imagínate que vives en Ceuta”, “pobres chiquillos” y, con ironía, “el ser humano es muy bueno”. La camarera hacía su aportación: “¡Qué pena, cómo utilizan a la gente!”.
La conversación entre los dos conductores siguió luego por lo profesional, y el más experimentado decía: “Si el jefe te manda por la nacional para ahorrar, tú no adelantes, mira por ti, y piensa que el del coche puede ser un abuelo. Si todos miráramos un poco más…, iríamos por otro camino, pero no hay humanidad”.
De vuelta a casa, en la Península, contactamos de nuevo con Hamza. Me escribe:“Estoy mal señora. Mira que me pasa roto pierna”. Envía dos fotos, una en el hospital, en una silla de ruedas, y la otra ya en la calle, con una escayola hasta por debajo de la rodilla y una muleta. Estaba solo el sábado, en el centro, y al ver a la policía comenzó a correr, cuenta: “Y salto por arriba de cinco metros y me roto mi pierna y ahora necesito algo de ayuda señora”. Al día siguiente, su voz ya no suena animosa, como unos días atrás, cuando le conocimos. Como tantos otros, como todos los miles que pasaron la frontera, Hamza va necesitar mucho más que algo de ayuda, necesitan un país, un futuro que tampoco está a este lado de la playa.
Epílogo
Cuando esta crónica estaba cerrada asistimos a la ruptura del atronador silencio de Marruecos durante los diez días posteriores a la crisis. La embajadora en España, Karima Benyaich, respondía a la ministra de Exteriores española, Arancha González Laya (muy significativa la falta de concordancia de cargos), y de nuevo, lo hacía para desafiar a España poniendo como excusa la soberanía del Sáhara. Según la diplomática, algunas de las declaraciones de la ministra española, no especificó cuáles, eran una “torpeza”. “Marruecos toma nota y actuará en consecuencia”, amenazó una vez más.