Ha muerto Janet Malcolm a los 86 años, de cáncer de pulmón. Fue una periodista imponente. Escribió un clásico, El periodista y el asesino, modelo sobre cómo convertir la propia escritura en materia de reflexión. Malcolm fue un caso curioso. Sus libros a menudo prometían más de lo que daban, pero era imposible no quedar subyugado ante la inteligencia y originalidad de sus enfoques. Hoy sigo pensando que el mejor es el que quizá menos alegrías le procuró: En los archivos de Freud.
En 1984 la autora fue demandada por Jeffrey Masson, apóstata del psicoanálisis y protagonista del reportaje. El pleito, de once millones de dólares, estaba basado en la acusación de que Malcolm había inventado cinco citas, y derivaría en una célebre disquisición sobre los límites de la mediación periodística. “Las comillas son una forma expresiva propia de la escritura. Un autor puede atribuir al entrevistado no sólo lo que ha dicho literalmente, sino también lo que expresa correctamente su auténtico pensamiento, a juicio del entrevistador, aunque la frase nunca haya sido pronunciada”, dijo Malcolm. Esta metodología desataría un interesantísimo intercambio epistolar entre la autora y algunas figuras del periodismo estadounidense como Fred Friendly o Brenda Maddox. Incluso Furio Colombo, en su manual de periodismo, arremetió contra Malcolm, acusándola de intentar truncar la carrera de Masson, como si no fuera su desplome, precisamente, el origen del libro. El problema de las citas lo afronta Malcolm en una parte del epílogo de El periodista y el asesino, dedicada a la grabadora: “La transcripción no es una versión terminada, sino un borrador grosero de la expresión. Como sabe todo aquel que estudió transcripciones de discursos grabados, todos nosotros parecemos resistirnos extremadamente a expresar directamente lo que queremos significar; de ahí la extraña sintaxis, las vacilaciones, los circunloquios, las repeticiones, las contradicciones, las lagunas, que exhibe casi toda nuestra habla”. Decir es mucho más fácil que escribir. Por eso las cintas grabadas necesitan de una traducción en prosa. La cláusula de Malcolm, que olvidaban los estenógrafos rasgándose las vestiduras, era la de que esa traducción estaba supeditada a la fidelidad al pensamiento y al estilo discursivo del entrevistado.
El pleito duró una década, sin comillas. Un tribunal sentenció a favor de la periodista en 1994, tras haber entregado más de 40 horas de entrevistas con el querellante, y una transcripción mecanografiada de las notas que contenían las cinco citas cuestionadas. Diez meses después de la sentencia apareció el cuaderno original en su casa de verano. Siempre me da la sensación ante este párrafo de que Malcolm llegó a temer, alguna vez, haberse inventado a Masson: “Los personajes de las obras no ficticias, en no menor medida que los personajes de las obras de ficción, se deben a los más personales deseos y a las ansiedades más profundas del autor; esos personajes son los que el autor desea que sean y se preocupa de que así ocurra. Masson, c´est moi”. ¡Como si Emma Bovary se hubiera querellado contra Flaubert!