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AcordeónEn el muro de Berlín. La ciudad secuestrada (1961-1989)

En el muro de Berlín. La ciudad secuestrada (1961-1989)

La escena del crimen

Del Muro de Berlín se recuerda, sobre todo, el día de su final, cuando miles de alemanes orientales pasaron a Berlín-Oeste y fueron recibidos por sus vecinos con un júbilo inenarrable, gritos, caos de bocinas y cerveza a raudales. El mundo entero se estremeció de alegría, contagiado por el entusiasmo de los ciudadanos que habían recobrado su libertad. Solo agriaron el gesto los verdugos, los carceleros y quienes hasta entonces les habían sostenido el tinglado moral, porque no hay una sola dictadura que no aguante sin doctos que la justifiquen.

A la caída del Muro le siguió el desplome de la Unión Soviética. Julio Anguita, entonces secretario general del PCE (Partido Comunista de España), tapó el fracaso del comunismo con una melodramática amenaza: “Se acordarán, porque el Muro se ha caído para todos”. Venía a decir que los países occidentales no serían capaces de absorber “a los miles de emigrantes que llegan seducidos por la imagen que presenta el capitalismo”. De hacerle caso, habríamos de entender que los países comunistas le habían hecho un gran favor a Occidente esclavizando a sus propios ciudadanos.

El final del Muro auguraba que desaparecieran entre sus ruinas este tipo de individuos deseosos de opresiones, y durante un tiempo quedaron relegados a posiciones segundonas, a representar el papel de cenizos malcarados en un mundo que parecía haberse sacudido de encima un totalitarismo que ya solo aguantaba en exóticas dictaduras, como la china o la cubana. Mientras tanto, el Muro quedó congelado en el imaginario colectivo como el estado de felicidad que siguió a su caída. Se abrió un tiempo de esperanza, y la bibliografía que se acumula sobre la siniestra frontera de acero y hormigón de Berlín versa, en su mayor parte, sobre ese capítulo final y los posibles cambios que su desaparición provocarían en la geopolítica mundial. Con el tiempo, el Muro dejó de ser la imagen de la tiranía de la RDA (República Democrática Alemana) para convertirse en el símbolo de las nuevas fronteras que se han seguido levantando por todo el planeta.

Este libro pretende disipar esas brumas alegóricas y devolver al Muro de Berlín su esencia real, la de escenario del crimen comunista, algo que conviene recuperar en estos tiempos de resurrecciones ideológicas en los que se pretende caramelizar el comunismo para ofrecerlo como una golosina redentora.

El Muro se levantó para impedir la fuga de los miles de alemanes que cruzaban a diario la frontera para abandonar un país que solo les ofrecía la libertad de empobrecerse. Todo lo demás estaba prohibido: la propiedad privada, el tránsito, el pensamiento, las propias ideas. Para explicar esta avalancha migratoria en este libro se recurre a un personaje muy especial, periodista, escritor y sobre todo aventurero: Jan Valtin, el autor de La noche quedó atrás, su autobiografía como renegado del comunismo. Los últimos reportajes que escribió antes de su prematura muerte los dedicó a los fugitivos de los territorios de ocupación soviética en suelo alemán.

Para hacer la fotografía correcta del Berlín destruido tras la guerra se recurre en estas páginas a las cartas que Fanny Achs, una chica judía que abandonó la Alemania nazi, escribió a su amiga Olly Gloeckner, en las que trasciende la visión de un país moralmente desarticulado, un erial que los dirigentes comunistas soviéticos y alemanes vieron como un escenario perfecto en el que levantar desde sus cimientos un nuevo estado socialista. La oposición intelectual a la dictadura recién nacida vino de la mano del Congreso por la Libertad de la Cultura, celebrado en Berlín en 1950. Sus promotores, entre los que se encontraba Arthur Koestler, plantearon una de las batallas fundamentales de la Guerra fría, al exponer ante las autoridades comunistas la evidencia de su odio a la libertad en el mismo sitio donde la estaban aniquilando: Berlín.

Valtin, Achs y Koestler, los fugitivos y la batalla cultural, sirven como preámbulo a lo que aconteció a partir del 13 de agosto de 1961 con la construcción del Muro. Este libro explica quién tuvo la primera idea de levantarlo, qué pretendía hacer para aislar Berlín-Oeste y cómo los servicios secretos occidentales supieron desde el principio de estas maniobras que terminaron por concretarse el 13 de agosto de 1961.

La historia del Muro es aparentemente muy sencilla si se observa con el gran angular de la Historia: se construyó en una madrugada, estuvo más de veintiocho años en pie y cayó en apenas unas horas. Pero si enfocamos mejor, si nos acercamos con el objetivo de la vida cotidiana, veremos que la mejor manera de contar qué fue el Muro de Berlín es hacerlo a través de sus víctimas mortales.

La geografía funeraria del Muro conforma la segunda parte del libro, y se inicia en dos puntos fundamentales: la Bornholmer Strasse, el lugar donde se abrió la frontera por primera vez, y la Bernauer Strasse, donde tuvieron lugar las primeras muertes. Párrafo a párrafo se reconstruye la historia de las ciento cuarenta personas que dejaron su vida en el Muro. Murieron a tiros, ahogadas, se suicidaron, o solamente pasaban por allí y les dispararon por error. Murieron jóvenes obreros, soldados que cumplían con su siniestro deber, mujeres, parejas, idealistas, algún que otro perturbado.

Todas ellas tienen su espacio en estas páginas, un espacio primordial, relevante y expuesto ante los lectores porque son ellas lo que realmente importa de la historia del Muro. Pero no hay víctimas sin verdugos, y sobre estos versa la última parte del libro, que habla sobre todo de cómo el recuerdo y la memoria del Muro de Berlín se ha construido levantando una espesa niebla que trata de impedir la visión de lo evidente: que las víctimas que murieron en el Muro fueron víctimas sobre todo del comunismo que lo levantó. Mi deseo es que este libro ayude a disipar las brumas de la confusión, las mentiras, las ocultaciones y los espurios intentos de santificar a los asesinos.

Gran parte de este libro se ha escrito en plena pandemia de la COVID-19, con las bibliotecas y centros de documentación cerrados al público. Pese a ello, he conseguido acceder a todos los libros y artículos que he necesitado. Los artículos los he conseguido gracias a bibliotecarios y documentalistas repartidos por todo el mundo; los libros, en librerías, especialmente en librerías de viejo, que me han pedido acceder a los fondos descatalogados y más recónditos en estos tiempos de urgencia. La bibliografía acumulada, leída y consultada es muy superior a la que se lista al final del libro (la mayoría de ella está en inglés y alemán, porque el Muro no ha sido un tema predilecto de los escritores e historiadores españoles), donde solamente constan los documentos citados. Todos y cada uno de los hechos narrados en este libro se fundamentan en ellos. He decidido que las notas que habitualmente se ubican a pie de página queden al final, donde permanecen agrupadas por capítulos, para impedir que los lectores se tropiecen solamente con los muertos.

 

  1. “Operación Muralla China”

One, two, three (Un, dos, tres) es una película que tiene la fuerza trepidante de un convoy que viéramos cruzar a velocidad vertiginosa, irónico y feliz, en dirección contraria desde el cómodo asiento de nuestro vagón. La trama es un vodevil: un alto cargo de Coca-Cola le pide a su hombre en Berlín que cuide unos días de su hija, una disparatada jovencita que lo primero que hace al llegar a la ciudad es casarse con un comunista. La inminente llegada de los padres genera un sainete que acuchilla a sarcasmos todo lo que se le ponga por delante: comunistas, capitalistas, alemanes, gentes del común, periodistas, nazis, arribistas, comerciantes, idealistas…

El director, Billy Wilder, acudió con su equipo a Berlín en junio de 1961. Acordó con las autoridades orientales filmar una escena en la que el actor Horst Buchholz cruzara la Puerta de Brandemburgo en motocicleta mientras le seguía un camión equipado con una cámara, pero un aguacero obligó a posponer el rodaje hasta el día siguiente. Las autoridades orientales, entre tanto, descubrieron el carácter cómico de la película y prohibieron aquella toma. Wilder podía grabar desde el lado Oeste, pero de ningún modo se le permitiría hacerlo cruzando la frontera. El rodaje continuó en los días siguientes, como estaba previsto, pero la construcción del Muro trastocó los planes de la productora. Las tomas de la persecución en la Puerta de Brandemburgo fueron rodadas en unos estudios de Múnich, donde se construyó una réplica de la Puerta en papel maché que costó ciento cincuenta mil dólares.

La película alcanza el cénit de su frenesí hacia la mitad, cuando la secretaria de James Cagney calienta con un baile desmedido y perverso los ánimos de los rusos Peripetchikoff, Borodenko y Mishkin, a los que hay que sobornar para que las autoridades liberen al comunista que se ha casado con la joven norteamericana. Tiemblan hasta los cimientos del club. Una fotografía de Kruschev que campea en las paredes del local se bambolea al compás de la música, cada vez más enloquecida y estridente. La escena adquiere tal desenfreno que la fotografía termina por caer, deslizándose del marco para revelar que detrás de la imagen de Kruschev se escondía la de Stalin. A Wilder le bastaron unos minutos de delirio cómico para destrozar el mito de la desestalinización.

Aunque el Muro deleznable se construyó bajo la égida de Kruschev, el “comunista bueno” que se supone cerró el ciclo estalinista, lo cierto es que fue levantado por estalinistas y mantenido por estalinistas, aunque, paradójicamente, fue Stalin quien se negó en su día a levantar una Muralla China alrededor de Berlín-Oeste cuando los alemanes le presentaron el plan.

Honoré M. Catudal habla en su Kennedy and the Berlin Wall Crisis (Kennedy y la crisis del Muro de Berlín) de una “Operación Muralla China” y cita sin más, en una nota a pie de página, una entrevista que Willy Brandt dio al Saturday Evening Post, publicada el 30 de mayo de 1959. Leída entera, se observa que Brandt estaba muy bien informado de las intenciones que sobre Berlín tenía Walter Ulbricht, máximo dirigente de la RDA. Brandt no consideraba inminente un nuevo bloqueo de la ciudad, pero reconocía que en 1958 los soviéticos frenaron las ansias de Ulbricht de devorarla. Respecto al problema de los refugiados, crucial para los comunistas y una cara molestia, fundamentalmente administrativa, para los occidentales, Brandt ofrecía una información formidable:

 

“Ya ves cómo, desde 1952, han cerrado herméticamente el Telón de Acero que abandonamos. El alcalde [Friedrich] Ebert, en Berlín Oriental, tenía una especie de proyecto de Muralla China que atravesaría el corazón de la ciudad. Pero los soviéticos lo vetaron. No fue hasta el verano de 1958, cuando una delegación con un gran poder del partido ruso visitó la zona, cuando detectamos un cambio de aires. En octubre, cuando Ulbricht empezó a hablar en serio, supimos que tenía luz verde […]. Decidieron exprimirnos como si fuéramos limones. Los dictadores hacen hervir las crisis, luego las atenúan a cambio de concesiones sustanciales”.

 

Nueve años

Aunque Willy Brandt sostiene que el primer proyecto de Muro de Berlín fue concebido por Friedrich Ebert, hijo del primer presidente de la República de Weimar, el socialdemócrata Friedrich Ebert, quien llevó ante los soviéticos la negociación del cierre de fronteras fue Walter Ulbricht, secretario general del SED (Partido Socialista Unificado de Alemania). Lo que se sabe es que la iniciativa del cierre partió de un informe del Ministerio de Seguridad soviético elevado a Molotov el 9 de enero de 1952, en el que se alertaba de las evasiones constantes al Oeste, de la falta de preparación de los guardias fronterizos, de las deserciones y del coladero que todo ello suponía para los servicios secretos.

Stalin decretó que se cerrara la frontera solamente entre las dos Alemanias, sin incluir la de Berlín. Ulbricht replicó el 28 de febrero con un minucioso plan que detallaba cómo debía cerrarse la capital. Stalin, por su parte, había ofrecido a Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia un tratado de paz, con un Gobierno totalmente alemán, que incluía la unificación de ambos países y la retirada total de las cuatro potencias. Alemania tendría un estatus neutral y no podría participar en coaliciones militares de ningún tipo, aunque contaría con su propio ejército. Los tres aliados occidentales se negaron a aceptar ese tratado, pues sospechaban que la propuesta de Stalin era una añagaza con la que desmontar el ensamblaje militar occidental en Europa, una pieza fundamental en el tablero de la Guerra Fría.

El encargado de informar a los rusos de la negativa fue Hugh Cumming, consejero de la embajada norteamericana en Moscú. Le entregó la nota oficial al ministro de Exteriores, Andrey Vyshinsky. Para sorpresa de Cumming, Vyshinsky recibió la noticia con una alegría indisimulada. El americano jamás acertó a saber el motivo real del júbilo del que había sido fiscal de los “Procesos de Moscú” de 1936-1939.

Por su parte, el presidente de la RDA, Wilhelm Pieck, preguntó a Stalin sobre la protección militar del país una vez conocida la imposibilidad de la reunificación alemana y si sería conveniente revivir los “Procesos de Moscú” en la Alemania comunista para castigar a los disidentes y a los agentes occidentales que saboteaban la construcción de un país socialista. Molotov era partidario del cierre de la frontera, o, al menos, de su control estricto. Le obsesionaba la facilidad con la que los espías cruzaban de un lado a otro sin que los policías pudieran dispararles. ¡Ni siquiera tenían balas!

Finalmente, Stalin se decidió por desestimar la importancia de los pasos fronterizos y centrarse en reforzar la creación de un ejército en la Alemania comunista, como solicitaba Pieck. La acción en la frontera se limitó al despliegue, en mayo de 1952, de unas alambradas que se extendieron por el perímetro occidental de Alemania, Berlín incluido, con una anchura de hasta diez metros, pero sin prohibir el paso entre los dos mundos.

Mientras Stalin y los aliados occidentales se enfrentaban en el tablero de la alta política, Ulbricht seguía jugando a las construcciones y a las prisiones. Ante la evidencia de que los alemanes orientales continuaban huyendo en masa del país, insistió a finales de año en el cierre total de las fronteras. Logró convencer a Vyshinsky, que elevó la petición a Stalin el 25 de diciembre de 1952.

Para Ulbricht, la medida era necesaria debido a la “actividad hostil” de “unos 130 centros y organizaciones de espionaje, desviacionismo y terror” ubicados en Berlín-Oeste que pretendían llevar a cabo lo mismo que estaban haciendo sus propios servicios secretos: sabotaje y captación de espías, fundamentalmente, además de distribuir “literatura antidemocrática”.

La respuesta de Stalin nunca llegó –el Hitler rojo murió el 5 de marzo de 1953–, pero sí la del Presidium del Consejo de Ministros de la Unión Soviética, que dos semanas después de la muerte del Vozhd contestó negativamente a la petición del dictadorzuelo alemán. La medida planteada por Ulbricht era “inaceptable y, además, sumamente simplista”. Aparte de sus consecuencias negativas para la política y la economía de la ciudad, los dirigentes soviéticos temían la reacción de los ciudadanos y la propaganda adversa que tendría el cierre de la frontera en Occidente.

Los aliados dan la espalda a Berlín

Pese al carácter secreto de estas reuniones y comunicaciones, los servicios secretos occidentales conocían los planes de levantar un Muro en torno a Berlín-Oeste. El 20 de mayo de 1953, el alcalde de Berlín Occidental, Ernst Reuter, habló de la “Muralla China” en una conversación que mantuvo en Washington con el secretario de Estado John Foster Dulles y el diplomático James Riddleberger. Este había sido asesor en Berlín del general Lucius Clay y en ese momento era director de la Oficina de Asuntos Alemanes. Sostuvo que era improbable que los soviéticos quisieran dividir la ciudad en dos para reducir drásticamente el número de fugitivos. Ernst Reuter se mostró de acuerdo:

“El alcalde declaró que la construcción de una Muralla China para impedir el paso a los refugiados era difícil, especialmente en Berlín. Dijo que los esfuerzos de los soviéticos para impedir el paso de los refugiados probablemente implicarían la perturbación de la circulación y requeriría medidas muy especiales”.

El plan de la “Operación Muralla China” quedó en el olvido durante cinco años, hasta que en 1958 volvió a los despachos de los Aliados.

Diez días después de erigirse el Muro, el periodista Warren Rogers Jr. explicó en un artículo difundido en varios periódicos norteamericanos cómo las potencias occidentales conocían desde tres años antes las intenciones de Ulbricht de levantar el Muro. Rogers iba más allá y llegó a acusarles de no haber hecho nada para impedirlo:

“Los Aliados sabían hace tres años que los comunistas habían preparado una ‘Operación Muralla China’ para sellar el flujo de refugiados de Berlín Oriental.

Sin embargo, cuando se puso en marcha el 13 de agosto, no había ningún plan acordado ni ninguna contramedida preparada para hacerle frente. Por el contrario, los Aliados tardaron tres días en responder, y solo con una fláccida protesta que indicaba que no estaban de acuerdo con la falta de reacción a esa acción comunista.

Fuentes diplomáticas en Washington comentan cómo supieron los Aliados que los comunistas habían pensado en bloquear la línea divisoria de Berlín:

En julio de 1958, en la época de la crisis del Líbano, un oscuro y expeditivo funcionario del Gobierno de la Alemania comunista desertó a Berlín Occidental. A manera de pasaporte para conseguir la libertad, trajo consigo un documento, algo habitual en tales casos.

Los agentes de inteligencia americanos y de la Alemania Occidental le dieron el nombre de ‘Operación Muralla China’. Se asemejaba mucho al plan de ejecución puesto en marcha por Alemania Oriental para bloquear el flujo de refugiados.

El plan constaba de tres fases: en primer lugar, la construcción de una barrera de alambre de púas a lo largo de las veinticinco millas del límite Este-Oeste de Berlín; en segundo lugar, la sustitución del alambre de púas por una barrera de bloques de cemento; finalmente, la construcción de lo que se dieron en llamar ‘empalizadas’.

Los alemanes orientales extendieron una malla de alambre de púas durante el 13 y 14 de agosto. Cuando los Aliados no hicieron nada por desmantelarla, los alemanes orientales la reemplazaron con una cerca de bloques de cemento. Si se continúa el plan de 1958, lo siguiente en venir será un muro o empalizada más firme.

El alcalde de Berlín Occidental, Willy Brandt, entregó el documento a sus expertos en inteligencia en 1958. A la manera típicamente alemana, los expertos calcularon cuánta mano de obra, alambre de púas y bloques de cemento se necesitaría, y atendieron a si los alemanes orientales serían capaces de satisfacer esa demanda. Tras varios meses de análisis, se llegó a la conclusión de que, efectivamente, el plan se podía llevar a cabo. Pero a la ‘Operación Muralla China’ no se le dio importancia por dos razones principales. La primera fue que el desertor informó de que los soviéticos habían vetado el plan. La segunda, que Brandt y sus asesores más cercanos consideraron que dicho plan violaría el acuerdo de ocupación de las cuatro potencias (que garantiza la libertad de movimiento entre los sectores de Berlín), y los Aliados nunca permitirían que eso quedara sin respuesta.

Los comunistas no intentaron la ‘Operación Muralla China’ en la crisis de Berlín de 1958-1959. Pero sí lo hicieron esta vez, y con un éxito total. En la Puerta de Brandemburgo, que en su día fue el principal punto de paso, se oyó a través de un altavoz un grito dirigido al canciller Adenauer, que se encontraba de visita en esos momentos: ‘Nosotros hemos actuado, pero ustedes no han hecho nada’.

Los diplomáticos aliados, que habían estado trabajando estrechamente con el Departamento de Estado en la nueva crisis de Berlín, no parecían compartir la opinión de algunos funcionarios americanos de que los recientes acontecimientos constituían una victoria aliada. Es cierto, dijeron, que el vicepresidente Johnson había actuado magníficamente para apuntalar la moral de los berlineses occidentales. Es cierto, dijeron, que el refuerzo de mil quinientos soldados estadounidenses de la guarnición de Berlín había llegado sin problemas a la ciudad y que se le había aclamado como si fueran conquistadores.

Pero los diplomáticos añadieron que sigue siendo un hecho innegable que los alemanes orientales, con el apoyo de los rusos, se han burlado del acuerdo cuatripartito de ocupación y que se han salido con la suya. Si lo hicieron una vez, tal vez puedan hacerlo de nuevo, quizá interrumpiendo el tráfico civil de Alemania Occidental hacia Berlín Oriental. Como argumentaron los oficiales

Como argumentaron los funcionarios, los Aliados se han limitado a protestar porque sus derechos no habían sido directamente vulnerados […].

‘Los berlineses occidentales todavía celebran la gala del domingo pasado, en la que el señor Johnson y los soldados americanos fueron invitados de honor’, dijo un diplomático. ‘Pero pronto llegará la resaca, y verán la situación de una forma más realista’.

La realidad en este momento es la siguiente:

El ejército de Alemania Oriental está en Berlín; ilegalmente. Los alemanes orientales han bloqueado el flujo de refugiados; ilegalmente. Los alemanes orientales reclaman todo Berlín como su capital; ilegalmente. Incluso el tráfico de la Alemania Occidental está siendo restringido a Berlín Oriental; ilegalmente. Visto que los Aliados no reaccionan de manera enérgica ante todas estas ilegalidades, ya pueden los empresarios de Alemania Occidental buscar otro sitio donde hacer sus negocios.

 

Estos fragmentos corresponden al libro En el muro de Berlín. La ciudad secuestrada (1961-1989), que acaba de publicar la editorial Espasa.

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