A Arthur Miller nunca se le dio bien compadecerse, se sentía más cómodo guardando sus demonios bajo siete llaves antes que mostrar sus debilidades en público. Por eso cuando llegó al Hotel Chelsea en busca de tranquilidad escondió el retrato de Marilyn Monroe hecho añicos bajo la almohada, como si con este gesto infantil pudiera borrar la rabia y la infelicidad de tantos años de matrimonio. Después pasó revista a la habitación queriéndose asegurar que lo que su amiga Mary McCarthy le había dicho era cierto, que allí estaría a salvo no solo de los periodistas, también de sus recuerdos, y de esa estúpida culpabilidad que iba y venía con la fuerza de un fogonazo en la oscuridad. La cama parecía lo bastante grande y el colchón mullido y con eso le bastaba. De no haber sido por los desconchones en la pared, y la gotera en el techo, la habitación 614 se le hubiera antojado el lugar perfecto para desaparecer una temporada.
Durante unos días procuró no salir, el personal del hotel se encargó de proporcionarle cuanto necesitaba, a oscuras su mente parecía encontrar el descanso que de otro modo no hubiera sido capaz de resistir. Solo al tercer día se atrevió a subir las persianas y sentir el aire frio que se colaba por la ventana. Animado de un optimismo nuevo, abandonó la habitación y quedó sorprendido por el ambiente que se respiraba, no solo por el humo de la marihuana en el ascensor; en el vestíbulo Allen Ginsberg pregonaba a los cuatro vientos el lanzamiento de su nueva revista Fuck you y dos plantas más abajo, Warhol rodaba una película, mientras un Dylan ajeno al mundo componía ‘Sara’.
Desde el principio, el Sr. Bard pronto se convirtió en algo más que el propietario del hotel. Descubrió en él una persona acogedora dispuesta a escucharle en sus ruegos. Tal vez por eso al caer la noche se dejaba caer en la recepción con cualquier queja, unas veces era el desagüe que se atascaba, otras los gemidos de los vecinos que se colaban a través de la pared y no le dejaban trabajar; excusas que no buscaban otra cosa que un poco de conversación, pero sobre todo un interés por no quedarse ajeno de cuanto sucedía en aquel hotel estrambótico del que ya se sentía también parte.
Fue el Sr. Bard quien le animó a que visitara el restaurante que había justo debajo del hotel, un restaurante español, en el que casi todos los artistas del Chelsea se daban cita. A pesar de las recomendaciones, habituado como estaba a otros ambientes más refinados, los cuadros del Quijote sobre las paredes y los manteles de cuadros le espantaron al principio, pero se sintió más tranquilo cuando en la última mesa, justo en el rincón, descubrió que alguien como Warhol comía impasible con el sombrero calado hasta las cejas frente a una pelirroja y, unas mesas más allá, Arthur C. Clarke daba buena cuenta de un solomillo mientras leía a Lorca. Llevaba razón el Sr. Bard, aquello era una gran familia, y pronto se encontró allí como en su casa; nadie le prestaba atención, desplegaba sus papeles y tomaba notas de todo y de nada. Le gustaba observar el ir y venir de la gente mientras en el jukebox sonaba ‘The Dawning of Aquarius’ en español, y un atribulado Virgil Thompson se dejaba llevar por la música antes de encerrarse en su habitación a escribir sus devastadoras crónicas musicales.
Nunca se hubiera imaginado rodeado de huéspedes tan disparatados y sin embargo a pesar de su aparente seriedad todo aquel trajín le divertía. No lo sabía entonces, pero en la habitación 108, a Kleisinger, otro de los huéspedes ilustres del hotel, le gustaba recibir a sus invitados con una boa encima de los hombros con el consiguiente sobresalto, sobre todo de las camareras. Componía música para documentales y en el pasado había escrito algún concierto para piano del que ahora se avergonzaba y, aunque se manejaba con desenvoltura por la vida, había decidido que rodearse de serpientes, tortugas del Amazonas y un mono podía ser una compañía menos peligrosa que la más dócil de las mujeres.
Pero el hotel le descubriría otra sorpresa: una partida de póker clandestina que se celebraba cada noche en la tercera planta y a la que consiguió sumarse no después de prometer al cabecilla un importante hombre de negocios de que guardaría el secreto. No se le daban bien las cartas, era incapaz de marcarse un farol, pero después de un par de copas su juego mejoraba increíblemente. Su secreto consistía en retirarse a tiempo o no retirarse y aprovechar esas rachas de suerte de las que ni él mismo era capaz de dar crédito.
Una de las noches agradeció perderlo todo. Un atracador esperaba en la puerta de la habitación para desplumar a los ganadores conforme iban desfilando por el pasillo. Pese al alboroto, nadie al día siguiente reconoció lo sucedido, ni el Sr. Bard, ni el recepcionista, ni cuantos se agolparon en el pasillo alarmados por los gritos. Tampoco el detective del hotel, que aquella noche había estado viendo las tortugas del Amazonas que Kleisinger escondía en la terraza. Todo parecía haberse borrado de un plumazo. Según supo después con incredulidad acontecimientos como este no eran habituales en el hotel, y si lo eran pasaban inadvertidos en medio del caos en que se había convertido la vida diaria del Chelsea.
No habían pasado ni dos semanas cuando las columnas de cotilleos habían dado ya con su paradero. Para entonces, y a pesar de las disculpas y los ruegos del Sr.Bard, su estancia allí había dejado de tener sentido. Para los periodistas no era sino el marido de Marilyn, el malo de la película, un desalmado que había desgarrado el corazón a la rubia de oro y querían saber hasta qué punto un hombre como él era capaz de continuar con su vida como si tal cosa. Esa última noche se despidió con una pequeña fiesta en su habitación a la que apenas acudieron algunos huéspedes, pero en la que no faltó el whisky ni su amiga Mary McCarthy, ¿Qué más podía pedir?
Años después escribiría: “Este hotel no pertenecía a América, no había aspiradoras, no había reglas ni vergüenza, el Chelsea era un caos espeluznante y optimista que predijo el futuro de las modas y al mismo tiempo ofrecía la sensación de ser un viejo refugio que protegía a su gran familia. A pesar de todas las aprensiones que me inspiró el Chelsea, nunca podré entrar en él sin que se me acelere un poco el pulso, cuarenta años después todavía lo echo de menos, creo que no exagero si digo que aquella fue mi casa”.