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Mientras tantoExtranjerías (III): El afuera del adentro

Extranjerías (III): El afuera del adentro

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Hemos visto que uno puede sentirse, a veces, o de manera persistente, extranjero, incluso en su propia tierra, como le pasa a Soraya, la protagonista de la película de Annemarie Jacir. Es cierto que puedes experimentarte como extranjero, incluso respecto a tu propia familia o a tu ser más querido, sin que nadie te obligue a sentirte como tal. Ahora bien, generalmente son otros, en plural, colectivos humanos, países, Estados, los que por diferentes estrategias (políticas, jurídicas, ideológicas, nacionalistas, etnicistas o presuntamente etnicistas, racistas) hacen de ti, de cualquier persona, un extranjero. Lo acabo de ver plasmado en otra película tan interesante como conmovedora, esta vez griega, y no palestina: “Politiki kouzina”, de Tassos Boulmetis, que es tanto “La cocina de la ciudad”, como “La cocina política”, y que en España se distribuyó con el título de “Un toque de canela”. El film, poético y emotivo, trata de la ausencia del abuelo de Estambul, llamado Vassilis, y de su siempre prorrogada visita a Atenas para reunirse con su hijo y familia. En efecto, los griegos de Estambul fueron deportados por el Gobierno turco, a fines de los años cincuenta, de resultas de una noticia falsa, a saber, el asalto a la casa natal de Atatürk, en Tesalónica, y agravado después por el conflicto enquistado de Chipre. Esta comunidad tan importante vivía desde la época de Constantinopla, como mínimo, y salió indemne de los conflictos múltiples entre Grecia y Turquía en el primer tercio del siglo XX. Orhan Pamuk, en el maravilloso libro dedicado a su ciudad natal, nos dice que todavía a comienzos del siglo XIX casi la mitad de la población de la Turquía actual era cristiana. Mientras los turcos de Grecia fueron forzados a “regresar” a Turquía, a comienzos del siglo pasado, los griegos de la costa mediterránea, de Esmirna, tuvieron que hacer lo propio hacia Grecia, todo ello en un baño espantoso de sangre, como telón de fondo. De las deportaciones de la década de los cincuenta solo se salvaron los griegos con nacionalidad turca, que es el caso del abuelo en el film. Los que no la tenían, como su hijo, y obviamente el nieto (el narrador de la historia), tuvieron que volver a comenzar de cero sus vidas en Grecia, un país en el que nunca habían vivido y del que sabían noticias sueltas, como si de un país exótico se tratase. Tuvieron que vivir en una Grecia, de recio y espartano ambiente nacionalista, y luego dictatorial, en donde se les miraba con suspicacia, como no siendo del todo griegos, con hábitos sociales, familiares, culinarios y lingüísticos diferentes.

Hoy quisiera hablar de una extranjería, de una matriz vivencial del ser extranjero, diferente; diferente, pero conectada a la anterior. Hablo de cuando uno se concibe como extranjero respecto a sí mismo porque no logra conciliar, o no le dejan conciliar lo que hereda o una parte de lo que hereda, cultural, humanamente hablando. El hijo de Vassilis, padre del niño Fanis, el protagonista, en la película griega antes citada, confiesa a su familia, años más tarde, ya afincado en Grecia, que el agente o funcionario turco de migración le dijo al oído, en su casa, que si se convertía al islam podía quedarse en Turquía, él y su familia. Fueron —dice Savas, que así se llama—los “cinco peores segundos de su vida”. En esos cinco segundos combatieron en él los dos pilares de su vida: por un lado, su apego visceral a “La ciudad”, la “ciudad más bonita del mundo”, su Constantinopla, y por otro lado, su identidad religiosa y cultural, cristiana y griega. Ganó esta última, pero al precio de un gran desgarro emocional. Esta dicotomía que acabo de presentar es, en el fondo, abstracta porque la cultura griega de Estambul -como la turca, en último término—era una cultura en buena medida mestiza, con préstamos muy variados, de intensidad diferente.

El siglo XX y éste en el que estamos instalados ha sido el teatro de numerosísimos desgarros emocionales en los que se ha forzado a la gente a elegir entre sus entrañas más genuinas. Mas, ¿cómo elegir entre el brazo izquierdo y el brazo derecho? ¿Entre un dedo u otro? ¿Cómo renunciar a una parte, la que sea, de nuestro pasado, de nuestros deseos, de nuestros sueños? Albert Memmi nos recuerda dos cosas que desgraciadamente solemos olvidar: que los judíos fueron un pueblo pertinazmente perseguido y que la fundación del Estado israelí fue vista por muchos de ellos, no por todos, como una salida casi providencial a milenios de sufrimiento, en especial, el más terrible, el último, el genocidio nazi. Nos recuerda también la búsqueda de una dignidad por parte de los pueblos colonizados, por ejemplo, los árabes, después de décadas de humillaciones colectivas. Memmi estuvo en los dos combates, en la lucha anti-colonial contra Francia, desde su Túnez natal, y, sin ser propiamente un sionista, en la lucha en favor de una afirmación colectiva judía que redundase en un Estado propio. No terminó del todo convencido de ambas luchas y acabó viviendo en Francia.

El prolijo y excelente ensayo de Albert Memmi, La liberación del judío, publicado en francés en 1966, expone de manera diáfana las tres fases por las que pasó él en su vida: la de rechazo de sí mismo, la de aceptación de sí mismo y la resolución final. El esquema tiene relentes hegelianos, pero, desde luego, es más complejo y sobre todo más intensa y dramáticamente vivido que la esclarecedora y simplificadora dialéctica del amo y del esclavo. Y, lo que es aún más importante, el esquema tiene la virtud de ampliar como en una lupa un proceso vital, más generalizado, por el que bastantes hemos pasado, eso sí, de una manera mucho menos dramática y acuciante y, seguramente mucho más tortuosa y menos lineal.  El judío, ese “extranjero absoluto”, tenía que disfrazarse y negarse a sí mismo para pasar desapercibido, de tal manera que había quienes, en la comunidad judía de Túnez, se presentaban como “de origen judío” o transformaban sus apellidos para hacerlos pasar por más franceses o alsacianos. En una cultura política tan sumamente asimilacionista como la Francia de la III y de la IV República, Memmi recuerda en el libro que cuando el famoso diccionario Larousse quiso poner el verdadero apellido del dirigente socialista, Léon Blum, a saber, Fulkenstein, la familia amenazó con un proceso. Y añade Memmi : « tenían estos razón »…Desvelar lo que era él podía ofrecer un flanco vulnerable a los ataques antisemitas. Memmi ve el humor judío como expresión de la inadecuación brutal, entre la imagen gloriosa, de pueblo elegido, que podían y pueden tener los judíos, y su situación real de marginación y, sobre todo, de rechazo social. El autor recuerda que en todos los oprimidos, en todas las poblaciones sometidas a un poder con el que no se identifican, se producen fenómenos de odio a sí mismo, de intentos camaleónicos, como el Zelig de Woody Allen, añado yo, por asemejarse al sector dominante de la población, al precio, muchas veces, de perder la dignidad y la fidelidad para con uno mismo, aunque no haya que ocultar que en muchos casos sean estratagemas sencillamente de supervivencia en un medio hostil, homogeneizador y monocorde. Los matrimonios mixtos con franceses (cristianos) era otra posibilidad de zafarse de esta identidad incómoda de judío, pero Memmi advierte al lector que él lo “probó” y que, independientemente de que fuese un matrimonio logrado o fracasado, no pudo solucionar en modo alguno la lucha interna que se libraba en la conciencia de cada cual.

Memmi nos describe y analiza con finura cómo fue, al final, aceptándose como judío, algo muy dificultoso porque su lengua materna era el árabe de los judíos mizrajíes, una lengua trufada de otras lenguas, no del todo bien comprendida por los magrebíes musulmanes y subestimada por el colonialismo francés. Cuando se independizó Túnez, en 1956, algo por lo que luchó Memmi, se vio en la tesitura de tener que aprender a escribir el árabe clásico y amoldarse al modo de vida predominante de la sociedad tunecina. El esfuerzo era excesivo para sus fuerzas. Por lo demás, el efecto contagio con la guerra de independencia de Argelia y la crisis de Suez en 1956 dieron prácticamente la puntilla final a la milenaria presencia judía en los países del norte de África. Un exilio masivo del que poco se habla y en el que destacan nombres como Edmond Jabès y Georges Moustaki.

Su hija de 10 años le preguntó en una ocasión a su padre, ya en Francia : « ¿Tú eres árabe ? Como te oigo hablar en esta lengua con tu madre… ». Y terminaba ella añadiendo : « Y yo ¿qué soy ? ¿francesa, judía o árabe ?».

Memmi quería aceptarse como judío y, al mismo tiempo, rechazar las condiciones objetivas (de rechazo, de exclusión) que le imponían a él como judío. Aceptarse no era fácil para un judío laico como él, de izquierdas, que consideraba su condición de judío como una tradición recibida, pero desprovista de una cultura, de un arte, de una pintura, de una filosofía propiamente judía. Todas las manifestaciones culturales encarnadas en judíos que él admiraba pertenecían al acerbo común de la cultura europea o americana.

Como muchos judíos en los años cincuenta y sesenta, la única vía que veía Memmi para resolver este embrollo político y existencial era terminar de una vez por todas con el exilio pertinaz del pueblo judío. La solución de un Estado propio, israelí, era para él inevitable y deseable, y, al mismo tiempo, probablemente, un « error descomunal ». Son sus palabras. Todos los judíos anticolonialistas, como por cierto el pensador francés Edgar Morin, tuvieron que luchar interiormente entre sus sueños socialistas de un Estado nuevo, liberador, y los visos de imposición colonialista que se iban viendo en la relación de ese Estado con los palestinos.

Parecidos desgarros, seguramente más radicales, si cabe, fueron los que vivió y analizó con precisión de cirujano André Gorz, el pensador amigo y admirador de Sartre, más tarde gran filósofo ecologista. En ese libro laberíntico y fascinante que es El traidor, Gorz, en realidad Gerhart Hirsch, vienés de padre moravo judío, convertido al catolicismo, y madre católica, muestra cómo no supo hasta los siete años que era mitad judío y cómo, ante el antisemitismo ambiente tuvo una etapa de adolescente filonazi, después de haberse querido afirmar como judío, siendo rechazado por los propios judíos, y de haberse querido afirmar como católico vienés, viéndose rechazado por su entorno mayoritario. Quería ser otro, aquello otro que no era él y como no lograba llegar a ser ese otro se disfrazaba como tal… Como dijo en su magna obra, Fundamentos de una moral, uno estaba « originariamente desgarrado ». La vía de escape de Hirch fue querer ser Bousquet y luego Gorz, querer ser francés hasta casi olvidar el uso del alemán durante bastantes años, porque la cultura francesa era la que él concebía como la única cultura de vocación universalista, al menos en Europa, y porque era la negación de su pasado, la exacta antítesis de la doble identidad católico-austriaca y judía. Gorz se había traicionado a sí mismo y, así, de una manera tan brutal, se había liberado a sí mismo. El sentimiento de exilio y de opresión existencial que experimentó en Suiza, durante la Segunda Guerra Mundial, afianzó su deseo de ir a vivir a Francia. Sartre, al que conoció en Ginebra, fue el imán seductor y cordial al que se agarró.

Negarse a sí mismo, afirmarse a sí mismo, redimirse a sí mismo buscando la tangente, disfrazarse de lo que uno no es, traicionarse a sí mismo, extirparse de lo que uno es, integrar todo aquello que nos constituye, son seguramente algunas de las múltiples formas de « desextranjerizarnos », si se me permite el neologismo, que al sujeto (escindido) moderno se le han ofrecido. Son armas vivenciales, existenciales, cabría decir, para sobrevivir en un mundo dicotómico, canalla y mezquino que es el que los nacionalismos y populismos nos quieren imponer.

El sujeto, malparado, troceado y exangüe, vencerá, pese a todo, con sus mil y una argucias, para transformarse y ser cada vez más plural.

Le Mans, a 30 de junio de 2021.

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