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Mientras tantoLa muerte de Héctor y del camino del mismo nombre

La muerte de Héctor y del camino del mismo nombre


Un bombo precedido de amapolas

No se llamaba así este camino desde sus comienzos; se originó al irlo Héctor fatigándolo tanto, elogiándolo con harta frecuencia en sus pensamientos y sus confidencias privadas y públicas. Voy a dar una vuelta por Héctor, Tomaré Héctor para ir de aquí hasta allá, decía la gente. El camino cruzaba, dominándola, una estructura ordenadísima, planeada y espontánea al tiempo, mostrando los resabios de una religión organizada a la vez que una superstición; la razón y la magia al unísono. Discurría a lo largo de una de las orillas de un río que poquísimas veces mostraba en su cauce la debida corriente con el agua fluyendo. El entorno del camino Héctor mostraba un conjunto de pinos con desgalichados y elegantes troncos, de caprichosas siluetas, combinándose con almendros enhiestos; viñas alineadas junto a solares liegos donde bregaban pequeños brotes pálidos y diversas especies de saltamontes; terrenos elevados sosteniendo cucas moradas observando proféticas encinas, extensión en barbecho en compañía de perfectísimamente adecentadas plantaciones de adormidera. El horizonte diseminado en villas blanquecinas; nubes como plafones de una gran casa; un bombo añoso, desusado, precedido de un vivísimo raudal de amapolas. En uno de los flancos, el fecundo paisaje era delimitado por los carriles de una autopista, donde a cierta distancia se podía divisar la marcha de los automóviles discurriendo plácidamente en silencio.

Plantación de adormidera

Las estaciones, con su carácter, domaban la presencia. Polvo y moscas, rastrojos amarillos, lucientes y pletóricas viñas, marcaban, sin furor pero con tremenda contundencia, el verano. El invierno y sus palos secos, sin savia, las sobrias y esculturales cepas, todo era consolado por el verde de los pequeños bosques de pinos y las solitarias encinas señoronas. La primavera tenía su parte agradable, mas también otro lado amenazante anunciando el calor, venidero bochorno.

Nube otoñal

Nada en dulzura, sin embargo, era superado por el otoño. La estación que fue más querida por Héctor el hombre, un dominio absoluto de sosiego donde el ambiente se adormecía y el paisaje se amansaba. Los colores dorábanse, armonizándose. Y los sonidos se suavizaban hasta ronronear sucumbiendo en los tonos del silencio aterciopelado. En los ricos paseos otoñales, triunfantes al ocaso,  estables cromatismos todo lo envolvían, fresco vientecillo no frío, aura templada no cálida. Esos aires eran muy justos. Y al caminar, la cobriza visión (el sol, paciente, mas en el último momento extrañamente apresurado) se acompasaba con las pisadas, de forma que, con pausada cadencia, el camino, cuando se andaba, también giraba su cadera al ritmo del sentido que tomaba. Nada está quieto. Lo enuncia Hermann Hesse: “La totalidad de la vida –de la física y la espiritual- es un fenómeno dinámico.” A la noche, se recuerdan muy a propósito los bellos versos del poeta alemán Rolf Schilling, al amor de una llama incipiente: “Cuando los fuegos se avivan, / mana de las jarras oscuro vino.”

Héctor consideraba su camino como el esquema y el resumen de una vida plena. Una extensión bien justa para dejar que se explayasen los afanes de la existencia. La perfecta, y mesurada, felicidad que sentía, se derramaba en el seco y enterizo terreno, a lo largo de una atmósfera inconsútil agitada por los caprichos del viento; felicidad que se resolvía, discreta y satisfactoriamente, impregnada en los verdes que la vista asumía como gran disfrute. Héctor contemplaba, gozoso, toda aquella potente panorámica, tan bien distribuida, y murmuraba para sus adentros lo que se susurró a sí mismo aquel dudoso demiurgo creador cuando finalizado hubo su faena: ¡Valde bonum!

Pero en un aciago transcurso paulatino, todo empezó a fallar. El mecanismo que generaba la apacible compresión y asunción del grato contorno, comenzó a extraviarse en un inmenso, fatídico error. El ánimo de Héctor decayó en un estrépito inconsciente. Fue viendo el recorrido de la vida humana, de su vida, como algo intrascendente, insustancial. Abominó del pensamiento y de la capacidad creativa y conformadora de los hombres. Pensamiento engañoso, falaces actitudes que sostienen un vano espectro temperamental. Acudió al sueño como a un irremediable y, a la vez, mísero consuelo. Reflexionaba, al principio, esgrimiendo la sentencia tomada de una cita de Fernando Savater: “Empiezo a darme cuenta de que quizá acabaré triste, como cualquier imbécil”. Y dejó de querer vivir. Sin embargo, no se empeñó en apresurar este deseo funesto. No necesitó encargar por Internet un frasquito de pentobarbital sódico para inyectarse el gramo decisivo. Simplemente su vitalidad, ya muy disminuida, se fue agotando día tras día, y en el insulso acontecer de una simple jornada, sencillamente se murió.

El camino Héctor imitó cabal y puntualmente la decadencia del individuo Héctor. Pareció que su inercia estática llegaba a meditar la situación lamentando el bajísimo nivel que la desdichada situación había alcanzado. Añoró esa fuerza implicada en la etimología del nombre que ostentaba el héroe troyano, que desdichadamente había periclitado. Se ignora de qué fondo sacó fuerzas para secar las prósperas plantaciones, y al suelo envenenó para que sólo pudiera dar matojos inservibles, malas hierbas. Fue capaz de provocar una sequía que arruinó los frutales, y potenciar huracanes y tormentas que derribaron otros árboles, deviniendo trágicas, inútiles y descomunales ramas secas en el inane territorio. Y hasta un pequeño pero muy ofensivo terremoto suscitó quebrando la otrora fluyente autopista. Él mismo se agredió haciendo desaparecer su trazado hasta que todo lo que la vista tornaba, en otros tiempos, en don agradabilísimo, convirtióse en nefanda sucesión agreste, hirsuta, fea, destruyendo las que fueron lindas casitas y cubriendo de negra broza enteramente el cauce del río.

Ese jovial, benefactor y hermoso ente divinizado, de simpáticos gestos femeninos acordados en sonrisa expansiva, con sus perfectos largos dedos no tuvo la oportunidad de modelar una adecuada solución al conflicto.

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