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ArpaEntre el amor y el odio. Una vida gitana

Entre el amor y el odio. Una vida gitana

Mi infancia. Por los caminos con la familia

Nuestros padres y sus ochos hijos recorríamos el país con nuestra compañía de teatro y música. Además de nuestro carromato gitano, teníamos una casa fija, un hogar al que regresábamos al terminar las representaciones y los agotadores viajes.

Toda la familia ayudaba a la hora de montar y desmontar campamento. Y, por supuesto, todos teníamos nuestro lugar asignado y nuestros papeles bien aprendidos. Mi abuelo giraba por todo el país con unos títeres de tamaño natural. También allí tenía que echar una mano toda la familia, el grupo al completo.

Interpretábamos obras dramáticas, operetas y comedias, aunque también, como es natural, El barón gitano y Carmen, que eran obras que parecían hechas a nuestra medida y que para los espectadores eran parte de nuestra vida gitana.[1]

Mi abuelo y mi tío, el hermano de mi madre, se ocupaban de la dirección. Mi madre también había interpretado algunos papeles de niña. Mi abuelo murió en 1937, cuatro años después de la toma del poder de Hitler. Desde ese momento, dejamos de estar siempre en camino y tampoco regresamos a nuestra antigua casa, porque los recuerdos se hicieron demasiado intensos. La muerte de mi abuelo arrojó la primera gran sombra sobre mi vida. Porque, para nosotros los gitanos, la muerte de un familiar cercano nos habla del carácter efímero de nosotros mismos.

Pero quiero contar cómo crecí y lo que sigue marcando mi vida de hoy, a pesar de tantos recuerdos espantosos.

La primera vez que fui a la escuela fue en un pueblo cerca de Messkirch. Recuerdo muy bien el primer día de clase. Mi madre me vistió con un dirndl [2] y me ató las largas trenzas de pelo negro con un lazo muy bonito de color rojo. Me metió en la cartera un bocadillo y una manzana. Mi madre me llevó a la escuela en un pequeño carromato tirado por un caballo; al llegar, me bajó del carro y me presentó a la maestra. Desde el primer momento, tuve la sensación de que nos entendíamos bien. Después, entré en la clase y no pasó nada más digno de mención. El primer día de clase fue muy divertido. Los niños me preguntaron por nuestra música y por los espectáculos del teatro ambulante.

A los siete años ya bailaba zardas con botines rojos y traje húngaro. Llevaba el pelo recogido en una corona con flores blancas trenzadas. Tal y como se imaginaba a una gitanilla. La gente aplaudía al verme bailar. Recuerdo muy bien aquella época. Nos encantaba pasar la noche en zonas apartadas, cruzar el bosque al caer la tarde para subir a la colina y ver desde allí los pueblecillos del valle. Los caballos pastaban tranquilamente al anochecer, con el bosque de fondo.

Mientras tanto, nuestra familia se sentaba alrededor de la hoguera. El fuego chisporroteaba y el calor enseguida nos tenía reunidos a todos. Freíamos tocino y echábamos patatas al fuego. De postre, había manzanas asadas. Bebíamos leche agria que mi abuela servía en cazuelas de barro, con una capa bien gorda de nata por encima.

Mi tío improvisaba una melodía con la guitarra. La tarde daba sus últimos sones y cantaba el jilguero.

Al anochecer, el jilguero comienza a cantar muy bajo, cambia el trino, hace variaciones, va aprendiendo de sí mismo y, poco a poco, va alzando la voz. Sigue así hasta que su cantar llena todo el campo. Nosotros nos limitábamos a escuchar y los ancianos nos contaban historias de antes.

Desde siempre, los sinti hemos encontrado la paz interior, porque en esos momentos sentimos lo bella y fugaz que es la vida. De ese estado, extraemos la máxima de que cada día es hermoso y cada día por venir aún puede serlo más con un poco de buena voluntad.

Todavía puedo oír la campana de la iglesia del pueblo. Era mayo. El cielo parecía hecho de cristal y los prados brillaban llenos de flores. Mis hermanos, mi padre y mi madre habían ido al pueblo para la procesión de mayo, y yo me había quedado sola con mi perro Doddo. El animal iba dando saltos por los prados y yo estaba sentada debajo de un tilo lleno de pájaros y de abejas. En el silencio que separaba los tañidos, se dejaba sentir el calor suave de la mañana de mayo, con las abejas y las mariposas. Era un día de calor y silencio. Yo también cantaba y desde el enorme tilo me llegaba el beneplácito de los pájaros, un clamor cerrado que terminó con un do sostenido. Ah, qué época tan hermosa. Vivíamos en medio de la naturaleza. Somos parte de ella.

Las misas de mayo nos parecían las más hermosas. Las vírgenes de los pueblecitos, en sus capillas idílicas y diminutas, en lo más hondo del valle, en la linde del bosque o en un claro. Íbamos a misa de mayo a primera hora de la mañana. Toda la familia. Para nosotros era una celebración tan importante como la Nochebuena. La iglesia y Nuestra Señora eran nuestro único refugio, las que nos protegían a diario de todo mal. Nos refugiábamos en la iglesia y decíamos: “Amado Dios, estás ahí y eres el único que nos entiende; estás ahí para que podamos lamentar nuestro sufrimiento; estás en la iglesia donde podemos hablar contigo y nos comprendes”.

Carromatos

Recuerdo bien nuestro carromato. No era un carro cubierto con un toldo, sino más bien una casa rodante. Una casa rodante maravillosa, forrada por dentro y por fuera con ripias de madera. Las tablillas tenían grabados de castillos y palacios. Medía ocho metros de largo y dos y medio de ancho. En su momento, costó ya dos mil marcos. Era lo mismo que costaba una casa. Por supuesto, a todos los sinti no les iba tan bien como a nosotros. La mayoría recorría el país en sencillas carretas con toldo y no tenía más que un par de cacerolas y las tiendas en las que dormía.

Nuestra casa rodante era magnífica. Tenía armarios con las puertas abombadas que iban del techo al suelo, estaban hechos de caoba y con espejos plomados. Las camas y los armarios llevaban bonitas piezas de marquetería. El carromato tenía el suelo alfombrado de linóleo con rosas amarillas sobre fondo azul. En el centro estaba la salita de estar con un sofá afelpado de color azul y flores amarillas. Detrás de la puerta corredera, estaba la cocina; guardadas en el armario, la vajilla y la porcelana fina; el fogón, cromado; y el tubo de la estufa, con esmaltado azul y pintado también con flores amarillas. De las paredes colgaban las cacerolas de cobre.

Ya por fuera era muy especial. A izquierda y derecha, llevaba unos grandes faroles chapados en plata con una enorme águila plateada posada sobre una pequeña esfera en la parte de arriba. Los faroles medían casi un metro y funcionaban con petróleo.

Tiraban de nuestro carromato cuatro caballos, con unos espléndidos arneses que relucían como la plata. Los caballos eran nuestro orgullo y siempre iban cepillados y limpios.

Una tarde, no recuerdo dónde fue, entramos en un pueblo cuando ya anochecía. Llevábamos encendidos los faroles. Todos se volvían a mirar y señalaban admirados hacia nuestro carromato. Nunca habían visto a gitanos como nosotros ni tantos caballos. Detrás de nuestra casa rodante iba otro carricoche con tiro. Siempre viajábamos con seis o siete caballos y los cambiábamos cuando se cansaban. Los sinti sentimos un amor profundo por los animales y estamos muy unidos a todos ellos. Podemos hablar con los animales, con los caballos y con los pájaros. Creemos que nos entienden.

Éramos todos una gran familia. Desde luego, existían diferencias entre los sinti, pero no se dejaban ver. Los tratantes de caballerías, los judíos y los gitanos, se entendían bien en los negocios. Después, venían los campesinos y ganaderos, que comerciaban y hacían trueques en las animadas ferias. Nosotros éramos músicos e íbamos bien arreglados, porque no podíamos actuar vestidos con trapos y harapos. Pero también había carretas que llevaban los toldos llenos de agujeros. Aun así, cada vez que nos encontrábamos con otros gitanos, nos saludábamos, charlábamos y nos preguntábamos qué tal iban las cosas. Mi abuelo era respetado por muchos gitanos y no hacía diferencias con ninguno. Era amable con todos y todos lo respetaban a él. Si hubiéramos pasado de largo al encontrarnos con unos gitanos pobres que no tuvieran más que una tienda y una hoguera en el suelo, nos habríamos muerto de vergüenza. Nos reconocemos entre nosotros y hoy me pasa lo mismo cuando veo a un gitano en París o Nueva York. Nos miramos a los ojos y sabemos a ciencia cierta quién lo es. Entonces, inclinamos la cabeza para saludar y no seguimos adelante, sino que paramos y empezamos a hablar.

Creo que la salida de la India –los gitanos venimos de allí– unió a las personas. Lo que nos unió fue esa sensación de estar perdidos en un mundo donde los otros no te aceptan y donde la mayoría de las veces eres rechazado. Incluso nos sigue manteniendo unidos, es lo que nos ha unido a los gitanos. Pensamos diferente y sentimos diferente, pero cuando nos vemos, es como un rayo láser. La hospitalidad es un valor muy importante para nosotros. Cuando alguien tiene alguna cavilación, enseguida le preguntan qué necesita. Aunque seas pobre y apenas tengas nada, das una parte. Antes, se estaba más dispuesto a ayudar que ahora. La llamada integración de los sinti, el encaje en una vida burguesa normal, desdibuja estos valores. Antes, a los gitanos nos iban mejor las cosas, éramos más libres y estábamos felices en la naturaleza. Porque nos es innato. Y, a veces, nos resulta un martirio vivir en estos angostos apartamentos, sobre todo en verano.

Al principio, también pasábamos fuera el invierno. Aún recuerdo una gran hilera de carromatos reunidos para la Nochebuena. Para que los caballos no se congelaran, los metimos en el establo de un posadero. Allí tenían forraje. En las carretas tampoco hacía frío porque en todas había pequeñas estufas de carbón. De vez en cuando, saltaba una chispa y chamuscaba un poco el toldo. De todas formas, lo habitual era encender una hoguera enorme al aire libre. Asábamos patatas, los jóvenes se sentaban alrededor del fuego y esperaban a que quedaran las brasas. Uno cantaba y el otro lo acompañaba con algún instrumento y así pasábamos el rato ahí sentados. Algunos se sumían en sus pensamientos y nos sentíamos seguros todos juntos alrededor del fuego.

Recuerdo que los gitanos echaban paja sobre el lugar donde había estado la hoguera después de quitar las cenizas. Los campesinos nos daban las pacas. Por encima, hacíamos un lecho. Lo cubríamos con mantas y sábanas, y se estaba tan caliente como en una bañera. Ataban un toldo a cuatro estacas y montaban una pequeña tienda. Los hombres se quitaban la parte de arriba y se lavaban con nieve.

Criatura de Dios

Amábamos la naturaleza. Además, nos instaban a ser cuidadosos con ella. Aprendíamos que todo viene del Creador. Un día iba por el bosque con mi hermana, cantábamos y bailábamos, acompañadas por una luminosa brisa de verano y entre delicadas florecillas blancas. De pronto, nos fijamos en un espléndido escarabajo ciervo de colores que avanzaba sobre la hierba mojada. Con alegría e ingenuidad, mi hermana lo inmovilizó con un palo. En ese momento, apareció mi abuelo y nos riñó:

—Pero ¿qué estáis haciendo? ¡Dejad el escarabajo en paz ahora mismo! Ponte en el lugar del escarabajo, imagina que estás arrastrándote por el suelo y te clavan un palo en la espalda. ¿Qué te parecería? Eso duele. Los animales son criaturas de Dios y no hay que atormentarlos.

Mi abuelo estaba serio, pero sus enormes ojos ardían con tanta furia que parecían lanzar la luz del mismísimo sol.

—Tú solo empleas la mano y la vista –le dijo a mi hermana–, deberías emplear también el juicio. Contempla esto. –Señaló hacia los verdes prados–. Todo esto es naturaleza. Ella te enseña el espíritu de los espíritus y te deja comprender todos los secretos.

Entonces, dibujó una sonrisa, se hundió en la hierba y dijo:

—La hierba nos ha preparado ya un trono de reyes y Dios ha creado este mundo espléndido para todos los pueblos de la Tierra, así que debemos cuidarlo y conservarlo.

Mi hermana y yo estábamos llorando.

El abuelo nos abrazó y echó a reír:

—¿Me habéis entendido las dos?

Luego, paseamos los tres por la vasta pradera, cruzamos un arroyo, nos quedamos bajo un manzano y admiramos el esplendor de las flores. Mi abuelo unió aquel árbol florido y las aguas tranquilas con Dios y el calor de su amor por las criaturas, y las palabras que dijo aquel día siempre han seguido conmigo.

Las estaciones

Los niños gitanos vivíamos marcados por las estaciones. Habitábamos los bosques y correteábamos por campos y prados. Recuerdo el otoño rico y rebosante de colores, unos maravillosos manzanos y las enormes frutas, unas manzanas rojas que ya no existen. A veces, creo que antes la naturaleza era distinta. Más prístina, más penetrante. Más luminosa. Jamás habríamos cortado flores ni arrancado una manzana del árbol para darle un mordisco y tirarla sin más, en un gesto desconsiderado o por travesura. Nosotros no hacíamos esas cosas. Nos educaban en el respeto a la Creación. Más todavía, puede que nos fuera instintivo e innato.

Cómo admirábamos toda esta maravillosa Creación. Cuántas veces nos metíamos bajo los árboles y cogíamos con la mano las enormes manzanas. No las arrancábamos, solo las sopesábamos y decíamos: “Mira, esta debe de pesar media libra. Y qué bonita es, mira qué maravilla”. Luego, limpiábamos la manzana en la rama hasta que quedaba brillante (las manzanas rojas brillan mucho, destellan y relucen), nos mirábamos y decíamos: “Parece un espejo, puedo verme”. Nos encantaba. Recogíamos la fruta que había a los pies del árbol, horneábamos tartas y llenábamos la despensa. Pero nunca nos llevábamos nada por maldad. Cuando los niños y las niñas nos echábamos sobre la hierba, mirábamos las flores una a una. Nos parecía que aquellos colores reflejaban algo divino y maravilloso. Mi madre siempre decía: “No arranquéis nada. No nos hace falta. Tenemos suficiente naturaleza. Podemos ver lo que florece”.

Para nosotros, las estaciones eran algo espléndido. Cuando las hojas marrones se mecían con el viento, sabíamos que había llegado el otoño y que iba a refrescar por la tarde. No solíamos ir a casa hasta poco antes de Navidad, para disfrutar la vida al aire libre en la naturaleza todo lo posible.

Un par de meses en casa era algo soportable. Pero después, se nos hacía aburrido. En cuanto empezaba a hacer buen tiempo, nos poníamos nerviosos. Queríamos salir. Por fin, en febrero, enganchábamos los caballos y emprendíamos la marcha. Estábamos fuera. La naturaleza todavía no había despertado. A principios de marzo, llegaban los pequeños brotes y las hojas. Era una especie de resurrección, igual que una nueva vida. Los niños echábamos a correr y gritábamos: “Mamá, ven, mira, está saliendo una hoja, mírala, ¿a que es bonita?”. Al día siguiente, podías ver cómo había cambiado la hoja, cómo cobraba vida y crecía. Estas vivencias siguen conmigo y me dieron fuerza para sobrevivir a los campos. De alguna forma, he vivido de todas esas experiencias de mi infancia. Cuando estaba en el campo, me sentaba en un rincón, cerraba los ojos y miraba hacia el sol. Me bañaba en su luz. Y recordaba. Pude sobrevivir gracias a lo que habían visto mis ojos. Eso me dio fuerzas. Qué feliz era. Y me decía que, si moría, todos esos bonitos pensamientos y momentos desaparecerían conmigo.

En mayo, florecían los manzanos. Nos imaginábamos cómo hacían para salir de las flores esas pequeñas manzanitas que luego se convertían en frutas. No sentíamos más cerca de Nuestro Señor porque entendíamos su Creación y lo que crecía de ella. Es algo espléndido, una Creación maravillosa. Hoy, sin embargo, las personas tratan de destruirlo todo. Es porque ya no entienden la naturaleza. Mi abuelo siempre decía que lo más importante es el entendimiento. Las personas no utilizan el entendimiento, por mucho que hagan todo tipo de inventos. Siempre están ocupados con algo y no se fijan en las cosas más sencillas, que son en realidad las más importantes.

Esto es lo que me sigue conmoviendo a mí al ir por el bosque. Elijo un árbol hermoso y voy a visitarlo casi todos los días. Me fijo en cómo crece, veo nacer las flores y salir pequeños frutos. A veces, en otoño me acerco a algún frutal, me pongo las manzanas sobre la mano y digo: “Dios nos ha regalado todo esto para que tengamos que comer y, aun así, aunque hay alimento en abundancia, hay gente que muere de hambre en el mundo”.

Acción de Gracias era un día muy especial para nosotros, cuando acaban la primavera, los calurosos veranos y los otoños deslumbrantes de color. Sabíamos que llegaba el frío y que los árboles ya no daban fruta, pero teníamos la ocasión de dar las gracias a Dios Nuestro Señor.

Aprender a vivir

Aun en la noche más negra, en la mayor de las tinieblas, aun en la oscuridad de la humanidad de los campos de exterminio, recordaba las palabras de mi abuelo y mi vida en la naturaleza. Sentía el viento, olía las flores de los manzanos y veía a mi abuelo en sueños, que me decía: “¿Ves esas aguas tranquilas y el manzano en flor? Aquí y en toda la naturaleza, Dios os acoge en el calor de su gran amor”.

Si aquel día mi abuelo no me hubiera dado una lección de vida a través del ejemplo, creo que no habría sido capaz de sobrevivir. Con él aprendí que todo tiene su lugar en Dios, que todo tiene su cometido, incluso el más pequeño de los escarabajos, incluso una hormiga a la vera del camino.

Observábamos a las hormigas, nos fijábamos en cómo trabajaban, en cómo corrían, en lo que hacían y cómo planeaban todo, y decíamos: “Mira qué cosas hacen. Me gustaría saber cómo funciona su cerebro”.

Nos habría gustado saberlo. En esas cosas pensábamos y, aunque no íbamos a la escuela todos los días, sabíamos para qué servía cada planta.

A los maestros les sorprendía cuánto sabíamos de biología y geografía. Lo sabíamos y lo recordábamos todo porque lo habíamos vivido en primera persona con nuestro abuelo, nuestros padres y parientes. Nosotros los respetábamos a ellos y lo que decían era para nosotros tan verdad como el Evangelio. Nunca había desencuentros porque sentíamos que las palabras expresaban la verdad. Por eso, los niños no éramos provocadores, amábamos a los demás y ellos nos apreciaban mucho. Para los gitanos, los niños son el bien más preciado. Lo son todo para ellos, tanto que algunas familias llegaban a tener hasta dieciocho hijos.

La escuela no se nos hacía cuesta arriba. Aunque, a veces, allí sentada me sentía como un mono encerrado en una jaula al que miran boquiabiertos los niños cuando van al zoo; la sensación no duraba mucho, porque enseguida conseguíamos acercarnos. Mi hermana y yo enseñábamos a las demás muchachas nuestros juegos y, a cambio, aprendíamos los suyos. Muchas veces pasábamos cinco o seis semanas en el mismo pueblo y nos llevaban a la escuela. Aprendíamos rápido y éramos concienzudas. Sabíamos de la vida porque habíamos pasado por muchas cosas.

Íbamos muy por delante de los demás niños. Sabíamos más sobre los misterios del nacimiento y de la muerte. Al mismo tiempo, estábamos profundamente convencidos de que hay vida después de la muerte, la certeza de que las personas no están perdidas y de que no mueren para siempre nos daba una gran confianza. Después de todo, cada año experimentábamos la resurrección de la naturaleza. Creíamos que, al morir, nos levantábamos de nuevo. Para eso existen la resurrección y la vida eterna. También vivíamos de forma muy diferente con nuestros muertos. Sabíamos que siguen presentes, porque no han muerto para siempre. Los niños ya sabíamos todas esas cosas porque aprendíamos del ejemplo de los adultos. Por eso, después de más de cuarenta años, me sigue pareciendo providencial estar con vida. Dios me envió un ángel de la guarda.

La policía y nuestro macaco

Por mucho que los sinti nos sintiéramos seguros entre nosotros y por mucho que la familia nos sirviera de protección, tanto más temíamos lo de fuera. Quizá una pequeña anécdota lo ilustre mejor que muchos ejemplos. Sucedió en un paraje cerca de Göppingen, en el norte de Wurtemberg. Lo recuerdo muy bien. Teníamos un pequeño macaco, uno de esos monitos que por entonces eran tan populares entre gitanos y feriantes. Eran animales muy sensibles. Mi abuelo me hizo notar una vez cómo reaccionaba nuestro macaco al ver a la policía. Estábamos parados con el carromato y los caballos, atados a un árbol. Les estaban dando de comer y también de beber. Los niños estábamos sentados fuera y llevábamos cada uno un trozo de tocino en la mano. Entonces, se acercó la policía montando a caballo. En algunas partes de Alemania ya estaba prohibido en aquella época viajar y reunirse en grandes grupos, para que los gitanos no nos juntásemos. Venía con nosotros un matrimonio, el hombre era un excelente violinista y mi abuelo había conseguido que se uniera a nuestro grupo.[3] Los policías inspeccionaron todo y se llevaron al gitano, que pasó ocho días en la cárcel solo por estar con nosotros. Mi abuelo también tuvo que pagar una multa. Todo ese tiempo, nuestro monito se quedó sentado detrás de una rueda, solo asomaba de vez en cuando a través de los rayos de las ruedas de madera, giraba la cabecita, refunfuñaba y volvía a esconderse asustado. Cuando la policía se marchó, volvió a salir, se puso al lado de mi abuelo, lo cogió de la mano, lo miró y refunfuñó. Todavía puedo oír a mi abuelo decir: “Tienes miedo, ¿verdad?”. Lo cogió en brazos, lo acarició y le habló. A los demás nos hizo gracia, pero mi abuelo se había dado cuenta de lo que le pasaba al animalito. Incluso los animales advertían que algo no iba bien entre las personas.

Donde mejor estábamos era en la provincia prusiana de Hohenzollern (Sigmaringen y Hechingen), en la que disfrutábamos de mucha libertad y no estaba prohibido viajar en grupo. Además, mi abuelo y su orquesta actuaban para los nobles… y éramos famosos. Desde luego, éramos especiales y, sin duda, a otros les iba peor.

En cualquier caso, de los niños gitanos siempre se esperaba que nos portásemos bien

—No hace falta que os diga cómo os tenéis que comportar –solía decir mi madre.

—Sí, mamá –le decíamos–, ya lo sabemos.

Y salíamos corriendo con las carteras. Al momento, todos sabían que habían llegado los niños gitanos. Apuntaban nuestra llegada en el libro de la escuela y así seguíamos hasta que en otoño volvíamos a casa y a nuestra escuela.

En invierno contábamos con compromisos fijos, pero en verano teníamos que ir a correr mundo. En Wurtemberg vivían por entonces muchos nobles. El apellido Haag, el de mi abuelo, mi padre y su grupo, era bien conocido en la radio y el teatro. Al fin y al cabo, eran buenos músicos. Con el rey Guillermo de Wurtemberg se impusieron en una competición musical a otras treinta y dos orquestas, algunas de ellas conocidas también en otros países. El rey Guillermo le entregó en persona a mi abuelo la Rosa de Oro. Debió de ser en 1906, cuando mi madre solo tenía diecisiete años. Nuestra familia era muy bien recibida en Wurtemberg, en Heilbronn, Stuttgart, Ulm y muy especialmente en Hechingen.[4] Para los niños, aquella fue una época maravillosa y afortunada.

Aunque mis padres ganaban mucho dinero, no nos malcriaron. En aquel tiempo había muñecas con coletas de cabello auténtico. Podríamos haber comprado una, pero mi madre prefirió hacer unas trenzas a punto y a ganchillo, puso una nuez en medio, ató las lanas por arriba y por abajo y, para terminar, las cortó por la parte de arriba. Parecía una criaturita con el pelo rizado. Por abajo, deshilachó la lana y era como si llevara puesto un vestido. Tenía los ojos rojos, nariz y una boquita. Esa fue nuestra muñeca. Parecía una princesa. Cuando caían nueces de los árboles, mi padre tallaba cestas o pipas de madera y eran nuestros talismanes. Las muñecas eran indestructibles y te podías bañar con ellas.

Todavía veo a mi madre caminando por los prados. La queríamos muchísimo. La recuerdo sentada en el carromato, con un caballo delante y yendo a comprar. Llevaba faldas largas, un delantal de raso y una bonita blusa con el cuello de puntillas alzado. También tenía joyas de coral. Y cuánto adoraba yo a mi padre. Iba a la moda, con un bonito sombrero y la barba cuidada. Al fin y al cabo, éramos una familia de artistas y el aspecto era muy importante para nosotros. Mi tío parecía un barón gitano, con su chaqueta negra de terciopelo con ribetes de seda en las solapas, pantalones pitillo, zapatos negros y un sombrero tan negro como un cuervo. Todos sabíamos leer y escribir. ¿Cómo podríamos haber estudiado si no nuestros textos?

Fiestas gitanas

Entre los recuerdos de mis primeros años están también las fiestas y las celebraciones. Siempre que había algo que celebrar, se celebraba. Nos gusta mucho la música y la alegría, beber y comer bien, porque al morir no nos llevamos nada. Por supuesto, las bodas son un acontecimiento muy especial en la vida de un sinti, pero son algo mucho menos romántico de lo que suelen pintar las novelas.

Cuando a un gitano le gusta una muchacha, no dice que es su novia y luego se olvida de ella a las cuatro semanas. Nosotros no hacemos algo así. Al principio, llevamos todo en secreto y con discreción: cuando un muchacho y una muchacha empiezan a salir juntos, los jóvenes están al tanto y los mayores no saben nada.

Cuando se han arreglado entre ellos, el novio va a ver al padre de la novia y le pide su mano. Por su parte, la novia se dirige a casa de los padres de su futuro esposo. Si no están de acuerdo, la pareja desaparecerá un par de semanas y volverán convertidos en marido y mujer. Se armará algo de jaleo con los padres o parientes, pero lo hecho hecho está. “Qué se le va a hacer –dirán–, ya ha estado con un hombre y lo tendrá difícil para encontrar otro…”.

Para nosotros, un certificado de matrimonio no tiene ningún valor. Los gitanos decimos que no es más que una obligación. Cuando hay amor de verdad y dos personas se entienden, los papeles no valen nada. Cuando llega el momento, el grupo los casa a los dos. “Muy bien, portaos como es debido”, les dicen a los dos, y al marido: “¡No hagas nada malo!”. Y el padre le dice: “Cuida de mi hija”. Luego, hay algo de fiesta y de bebida, pero sobre todo música. Nos encanta bailar, cantar y tocar. Todos tocan el violín o la guitarra. Por supuesto, lo más bonito es celebrarlo al aire libre.

Este ambiente prácticamente se ha perdido. Antes, cuando viajábamos con los caballos y el carromato, nos encontrábamos por los caminos, en el mercado y, sobre todo, en los mercados de caballerías y en las distintas ferias con los granjeros y ganaderos. Nuestros hombres iban a la fonda, mientras las mujeres cocinaban y servían la comida. También acudían tratantes de caballos y otros más. Después, tocábamos música y bailábamos todos, también los niños, y pasábamos así dos o tres días.

Al terminar, estábamos agotados y muchos, con resaca. Recuerdo bien que bajábamos al arroyo juntos. El agua era igual de transparente que el cristal, aunque estaba fría como el hielo. Los niños también estábamos traspuestos porque mientras duraba la fiesta apenas dábamos alguna cabezadita. Así que iba todo el grupo a bañarse, incluidos los perros. Incluso el monito venía con nosotros.

Por Pentecostés también hacíamos espléndidas fiestas. Siempre duraban tres días y cada vez venían nuevos sinti que se acercaban al ver que estábamos de fiesta. Los invitaban a todos y todos conocían a mi abuelo.

Tras una de estas celebraciones, fui con mi abuelo y con el macaco a pasear por el campo. En un bosque, llegamos a un sitio donde sabíamos que había fresas silvestres maduras. Mi abuelo se quedaba de vez en cuando parado y observaba algo que los demás no podíamos ver. En esos momentos se le ocurrían sus canciones. Recuerdo muy bien una de ellas que trataba de una fresa especialmente grande y bonita que encontramos en el bosque. Se inspiró solo con verla.

El abuelo lo componía todo en la cabeza y luego hacía la melodía. Al llegar a casa, descolgaba la guitarra, se ponía a tocar… y ya la tenía lista. Entonces, me decía: “Bruja –así me llamaba–, ven aquí”. Y yo cantaba.

Cuando cantaba, me miraba con una sonrisa y decía: “Algún día serás cantante. Aún gritas un poco, pero llegarás a ser algo”.

Casi todo lo que mi abuelo imaginó y compuso se ha perdido y lo poco que estaba por escrito lo destruyeron en la guerra.

La música, nuestra pasión

En la música, nos reencontrábamos con nuestra alma. De ahí todas esas canciones melancólicas que tanto nos gustaban. Expresábamos todo nuestro ser en los aires y en las melodías. Nuestro Señor me dio una voz hermosa y clara que no se manifestó hasta los catorce años, aunque ya en la escuela me hacían cantar para todos. Los maestros decían que los gitanos estábamos hechos para la música. “Ah, ellos sí que saben cantar. Canta un poco, cántales algo para que sepan cómo se hace”. Me sabía todas las tonadillas que cantábamos cuando estábamos de viaje. Estaba muy orgullosa de mis actuaciones y de mi voz, porque siempre que había una ocasión especial, me llamaban para cantar.

De pequeña incluso tuve que actuar en París. Mi padre estaba de gira y una cantante tuvo que dejarlos, así que llamó a casa: “Que venga Philomena”. A mi madre le daba miedo aquel viaje tan largo porque siempre le preocupaba que me pasara algo. Aun así, fue a ver al maestro, le pidió permiso y marché con mi prima a París en tren. Siempre se agotaban las localidades. Me alegré de ver a mi padre y a los demás miembros de la orquesta. Cantaba aquellas melancólicas canciones húngaras, las canciones de la gran llanura húngara, la puszta, las antiguas canciones de los pueblos nómadas. Las cantaba y hacía incluso divertimentos e improvisaciones. Cuando bailaba la zarda, el dinero llovía sobre el escenario envuelto en pañuelos. Atravesaba todo el local hasta caer ahí encima, aunque yo estaba disfrutando tanto que ni me daba cuenta. Solo al terminar, veía un montón de dinero envuelto en pañuelos a mis pies. De todas formas, no me quedé mucho tiempo. Mi padre enseguida nos montó en el tren y le dijo al maquinista: “Por favor, cuide de mi hija”. El hombre se lo prometió: “No se preocupe”. Volví a casa con mi prima. No nos pasó nada.

Las primeras sombras

Pasé toda la niñez de viaje. No sabía mucho de política y así siguió a medida que fui creciendo, aunque lo poco que sabía me bastaba para entender que Adolf Hitler se fue haciendo cada vez más fuerte desde que tomara el poder en 1933. Entre tanto, mi abuelo había vendido la casa que tanto nos gustaba a los niños y, al tiempo, mi padre compró otra en el Jura de Suabia, a mucha altitud y en la linde del bosque. Era un lugar maravilloso. Podías ver los prados abajo a lo lejos. En el fondo de valle había un gran lago, con cisnes y patos salvajes. Era un lago lleno de vida. Cuánta vida había en aquel entonces. Los niños llamábamos al monte que separaba el lago de nuestra casa “la montaña de las rosas”. También las paredes encaladas de nuestra casa estaban cubiertas de rosas silvestres y, en el enorme huerto, había nogales y árboles frutales. Recogíamos manzanas, ciruelas, peras y cerezas. En primavera, cuando nos marchábamos a recorrer el país con los caballos, cuidaba de nuestra propiedad un anciano.

Lo que más nos gustaba era ir a los mercados de caballerías. Nos atraían como un imán. En aquella época, si no había gitanos, ¡no era un mercado de verdad!

Mi abuelo y mi padre regateaban con los campesinos y con los tratantes de caballos judíos, y las compras se cerraban con un apretón de manos. También se hacían trueques. Era un ambiente muy animado y bullicioso. Cuando mi padre y mi abuelo conseguían caballos, ejemplares nuevos y hermosos, llegaban a casa muy orgullosos con ellos.

En primavera y verano, nos dedicábamos a tocar por ciudades y pueblos. En aquella época, volvíamos a casa ya en otoño. Al llegar, la bodega estaba llena de patatas. En nuestra ausencia, el anciano cuidaba el huerto con su esposa y hasta nos preparaban conservas de fruta.

El horno estaba en el centro del pueblo y mi hermana mayor iba a hornear cada dos semanas. Cuando los niños volvíamos de la escuela, ya estaba ella allí y nos había preparado un hojaldre de manzana para cada uno, una bandeja entera de pasteles. Con el pan horneado, bajábamos montaña abajo en unas carretillas. Lo guardábamos en la bodega y nos duraba otros catorce días.

Me gustaba ir a la escuela y aprender. Preguntaba mucho y el maestro siempre me respondía, me admiraba que supiera tanto. El maestro que mejor recuerdo se llamaba Weber. En el patio siempre andaba mordisqueando tortas de centeno y yo me preguntaba a qué sabrían. No se le escaparon las ganas que tenía de probarlas y, un día, me dijo con una sonrisa: “Toma, da un mordisquito”. Me sentí muy honrada por esa inesperada muestra de atención, tan orgullosa como una reina.

Cuando estábamos de viaje para dar conciertos, íbamos todos los hermanos. El mayor fue el único que se casó antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1935, pero todos los demás lo hicimos después de la guerra, si es que sobrevivimos al horror. Ninguno queríamos dejar la familia. La música nos unía. Les estaba reservado a la guerra y al nacionalsocialismo volar por los aires esos lazos tan estrechos. Quizá yo fuera quien los viviera con más intensidad porque era la pequeña, la niña a la que todos querían y consentían.

Mi padre compró por entonces la casa de Messkirch. Cada vez teníamos más compromisos en las grandes ciudades y también crecían las distancias que había que recorrer, así que mi padre obtuvo el permiso de conducir y compró un automóvil. Aun así, conservamos nuestra casa rodante y los caballos. Solo cargábamos los instrumentos en el automóvil para las distancias más largas y así llegábamos en menos tiempo. Con el carromato, cubrir treinta kilómetros en un día era toda una proeza. También invitaban a mi abuelo y a mi padre a ir a la radio. Una de esas veces, nos llevaron a todos hasta Stuttgart con ellos. La ciudad nos maravilló, íbamos por todas partes con la boca abierta. Lo que más nos llamó la atención fue el teatro. Siempre tomábamos muy rápido cualquier decisión y así fue como mi padre compró una casa en Stuttgart. Pero Hitler estaba ya a la vuelta de la esquina…

Mi abuelo decía: “Ese símbolo hitleriano, la cruz gamada, no se llama cruz por nada. Allí colgarán a los que no se adhieran a ella. Traerá dolor y desolación en abundancia, y sembrará el caos en el mundo”.

Entonces no sabíamos si tenía razón o no, pero él no cambió nunca de postura: “Cuando Hitler llegue al poder, los gitanos nos llevaremos un disgusto…”.

En 1938, seguimos teniendo compromisos cerrados, como en el Liederhalle de Stuttgart, el Wintergarten de Berlín, el Lido de París y otros lugares importantes. Hicimos nuestras actuaciones y pasaron los días y los meses. Pero nuestra bonita vida cambió de la noche a la mañana. Nos hicieron preguntas, nos obligaron a rellenar formularios y nos apuntaron en registros. La policía criminal nos medía la nariz y las orejas, y anotaba el color de nuestro cabello y muchas cosas más. De mí dijeron que era india de pura raza. A otros los clasificaron de mestizos, aunque su padre y su madre fueran verdaderos sinti los dos.[5] Presentíamos que estábamos perdidos, pero pudimos hacer nuestras actuaciones porque no se cancelaron los contratos.

Mi abuelo murió en 1937. Está enterrado en Tubinga, en el mismo cementerio que Hölderlin y otros poetas y filósofos. Gracias a Dios que no tuvo que vivir lo que estaba por venir.

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Este texto corresponde al inicio del libro Entre el amor y el odio. Una vida gitana que, con traducción de Virgina Maza, acaba de publicar la editorial Xordica.

[1] Junto a la famosa ópera Carmen, creada por Bizet a partir de la novela de Mérimée, Philomena Franz alude aquí a la opereta de Johann Strauss Der Zigeunerbaron (1885).

[2] El traje femenino tradicional del sur de Alemania y Austria.

[3] Las leyes que limitaban los derechos de los gitanos, como los de movilidad y asentamiento, fueron anteriores al nazismo y variaban mucho de un estado alemán a otro e, incluso, dentro de cada uno de estos.

[4] Estas localidades, situadas todas en el suroeste de Alemania, en el actual estado de Baden-Wuttemberg, muestran el radio de acción laboral de la familia de Philomena Franz.

[5] Franz alude aquí al proceso de estudio y catalogación sobre el que se sustentó la política racial nazi contra los gitanos, que basó su pseudocientificidad en operaciones arbitrarias de clasificación antropométricas y otros prejuicios elaborados como argumentos supuestamente objetivos.

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