La vida es corta. Largo es el día. Domingo ni se diga. No lo digo yo. Al menos 2 mil 500 años empujan detrás de mí.
¿Por qué habría de dedicarle más de tres, seis palabras, a un autor que mi querido y siempre extrañado Serge González Rodríguez, en aquella esperada, casi reverenciada lista del diario Reforma en la que exponía, juicio de cazador probado en las praderas de Wyoming, los mejores y peores libros del año en turno, y a quien de plano declaró no sólo como pésimo sino de plano el peor favor que cualquier lector podía hacerse allá en el año 2010?
Pues por eso: porque un tal Jorge F. Hernández sigue siendo el mismo cursi, pésimo escritor, ahora rampante vividor del erario público —ocupa desde 2019 un cargo en la embajada de México en Madrid en el cual no hace otra cosa que aplastarse a contar chistes, a escribir unos bodrios mayúsculos a los que llamó “cuentínimos” o algo así; es fama que más de un prologuista obligado de uno de sus libros lo conminó a que abandonara la monterrosiana, en realidad quijotesca, empresa pandémica, de escribir relatos en miniatura; a repetir, por enésima vez, sus sobadas imitaciones de Octavio Paz… hace poco debutó con una imitación del recientemente premiado por Felipe VI, el historiador Enrique Krauze, a quien en otro tiempo se cuidaba de reverenciar y jamás contradecir.
Dejo para otra ocasión la exposición del plan anual, detallado, con costos y hoja de resultados concretos, que a quienes hemos ejercido el mismo tipo de cargo, se nos exigía, nada de reunir a veinte personas en un salón para recitarles a Juan de la Cabada o su semejante.
Entendámonos: me refiero al típico espécimen de la misma pobre madera de la que están hechos los políticos mexicanos, pero que en el caso del señor ministro encargado de los asuntos culturales, Jorge F. Hernández, dios nos agarre confesados, ya Serge nos lo había advertido hace catorce años, insiste en cometer traspaso al terreno de la literatura —sobre la base, claro está, de sus relaciones públicas, sea en sus columnas periodísticas, cómo olvidar el bochornoso escándalo que causó su inmediata entrega a las horas de haber fallecido Mercedes Barcha viuda de García Márquez, sea en alucinógenas denuncias al autor de un libro, Manuel Arroyo-Stephens, a quien se cuida de no mencionar por su nombre, no vaya a ser, el envalentonado escritor y funcionario, o funcionario y escritor.
Daría lo mismo si no fuera porque, caray, el agregado cultural, en lugar de trabajar, de rendir cuentas, insiste en escribir esas cursis, destempladas, pobretonas novelas.
La infancia, vaya que si lo sabían Saint-John Perse, Álvaro Mutis y un largo etcétera, es trasunto peliagudo. Y frágil, no apto para ser dejado en manos de un simple afanador, de un encantador de serpientes que, siempre y sin falta, termina por adormecer a la más bravucona de las anacondas. Sí hay mérito en ello. La cosa esta vez lleva por título El bosque flotante, y contiene cantos del tipo: “Canta. Canta una canción. Canta fuerte. Cada vez más alto y canta corriendo por el bosque que nadie te oye, nadie escucha al tonto de la colina que sólo ve girar al mundo que lo rodea. Corre cantando hasta encontrar el largo y sinuoso sendero que te regresa a casa y las niñas chocan sus zapatitos rojos para volar directamente a Kansas…”
Suficiente. Suficiente melcocha, se los dice alguien que sí ha estado en Kansas City para tratar asuntos relacionados con la protección y asistencia jurídica a más de 6 millones de mexicanos, indocumentados, todos y cada uno, y no precisamente para aprovechar las horas de oficina y redactar cantos a las niñas de zapatitos rojos.
Mientras pasaba las páginas de El bosque flotante, no pude evitar recordar la forma en que el hoy impresentable Clint Eastwood, hace no tantos años, le encontró la cuadratura al círculo en ese imposible intento de convocar a los demonios que rondan detrás de las chicas y chicos que se sumergen en el oscuro bosque verdadero, el de las peleoneras esquinas del sur de Boston. Me refiero, desde luego, a la película Mystic River.
Alguna explicación tendrá que haber, y la habrá en lo que respecta a las horas de oficina que gasta el señor ministrenco cultural. Mientras tanto, más vale salir corriendo, con o sin canto, lo más lejos posible de una historia insulsa: dime George, ¿cuál ha sido el día más feliz de tu vida? Come on, dilo. Quiero que lo digas porque sé exactamente cuál es, aunque no nos sepamos la fecha ni tú ni yo.
Exacto, come on, ponte a trabajar, que para eso cobras, Georgie.