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AcordeónLa edad de oro del cinismo

La edad de oro del cinismo

 

Mentir a sabiendas y conquistar el poder para perpetuarse en él a toda costa. Son dos de los rasgos que retratan a buena parte de la clase política española. No están solos. Los grandes medios de comunicación de masas, que con harta frecuencia predican una cosa y hacen la contraria, se han convertido en cómplices de ese estado de cosas. Son parte del problema. El sectarismo propicia que en España sea casi imposible alcanzar un mínimo consenso sobre la realidad, sobre los hechos. La lectura del mundo se hace a partir de lentes teñidas de ideología. En ese reparto de tareas, los lectores cumplen con su parte: ¿Cuántos son los que buscan ratificar sus propios juicios a la hora de elegir un periódico, y cuántos celebran su rigor en la medida en que lo que leen confirma lo que ya sabían, lo que querían saber? Este decálogo se ha elaborado a partir las reclamaciones expresadas por los ciudadanos en las calles y coreadas por miles de gargantas, rotuladas en pancartas o redactadas en manifiestos que han circulado por la red en las últimas semanas. Un análisis de esas reivindicaciones, que ciudadanos indignados exigen a los políticos, tal vez contribuyan al debate sobre nuestro futuro que aún no se ha producido, en gran parte a causa de la clase política española, que parece negarse a escuchar la voz de sus votantes.

 

 

“La economía no es una ciencia exacta. Si lo fuera, se experimentaría  en ratones antes de ponerla en práctica con los hombres”.

                     Variación sobre un chiste ruso de la época soviética

 

 

  “El mundo es un manicomio y Ciempozuelos la oficina”

                                            Leopoldo María Panero

 

 

Te despiertas. Es casi mediodía y tus ojos no necesitan toda esa luz que entra por las ventanas. Te diriges al salón y tras echar un primer vistazo piensas: “¿Por qué nadie me dijo que no era una buena idea celebrar una fiesta en mi casa?”. Si las cosas han ido bien la noche anterior  —desenfreno, etcétera—, es muy posible que la casa se parezca mucho a uno de esos cuadros abstractos con colores chillones. Ceniceros llenos de colillas, vasos medio vacíos depositados en los sitios más inadecuados, cojines tirados en el suelo, cartas de póker desperdigadas por toda la habitación, como si alguien hubiera arrojado al aire toda una baraja… El dolor de cabeza y las náuseas te impiden pensar con claridad. Decidir, por ejemplo, qué ordenarás primero: ¿el salón?, ¿la cocina?, ¿el baño?, ¿o sería mejor liberar cuanto antes al oso pardo vestido con frac que duerme plácidamente en tu terraza sin que recuerdes cómo ha llegado hasta allí? 

       Deseando estabilizar tu estómago, y a continuación tus ideas, decides que lo  primero que debes hacer es comer y beber algo antes de ponerte a limpiar tu casa. Pero tras probar algunos bocados de los restos de comida y dar unos tragos de los posos de las botellas de refresco y zumo que han permanecido abiertas durante toda la noche te dices que esa no ha sido una buena idea. Los pedazos de queso, tras varias horas expuestos al ambiente enrarecido de la casa, se han convertido en esquirlas retorcidas y sudadas, con una textura de chicle. El pedazo de tortilla que intentas masticar sabe a salmonela. Te sirves un vaso de refresco y sientes que tu paladar se funde con esa pócima sin burbujas saturada de azúcar. Tampoco identificas el sabor del zumo de naranja, oxidado y que sabe a un cóctel paradoja existencial y agua de fregar.

       En 2008, España se despertó y descubrió que la fiesta había terminado. Tenía más deudas de las que podía pagar y unos acreedores impacientes que se negaban a darle más crédito a menos que se les ofrecieran unos intereses de usura y se aplicasen unas reformas que contravenían algunos de los derechos sociales y laborales más preciados. La riqueza que creía haber acumulado se había desvanecido, como esa alegría expansiva de ciertas noches que a la mañana siguiente se ha transformado en una resaca insufrible. Lo peor no es que nuestro poder adquisitivo se estuviese evaporando más rápidamente que el Mar de Aral, nuestros pisos no valieran el precio que habíamos pagado (que en realidad aún no hemos terminado de pagar) y que nuestras nuevos y relucientes televisores con pantalla plana, pagados a plazos, no dejasen de emitir a todas horas información acerca de un apocalipsis económico y social.

       El malestar de la ciudadanía —tal vez coyuntural y sin duda agravado por la crisis— viene de lejos y atraviesa buena parte del espectro ideológico, social y educativo.

       Parte de toda la incertidumbre que hemos sentido desde entonces, y que aún sentimos, tiene que ver con la dificultad de definirnos —y de afrontar el futuro— usando las mismas palabras que hemos estado empleando en las últimas dos décadas y que han servido para expresar durante años conceptos que parecían cargados de significado y de sentido: ¿No éramos “ricos” tras años de “crecimiento”?, ¿a qué llamábamos “crecimiento”?; ¿no habíamos logrado construir un Estado del bienestar con unas bases sólidas?, ¿qué es el “bienestar”?; y el “crédito”, ¿por qué se ha “desvanecido”?; ¿no íbamos camino del “trabajo para todos”?, ¿qué tipo de “trabajo”?, y nuestra democracia, ¿no era una democracia “real”?… De pronto nos encontramos buscando puntos de referencia sobre los que empezar a reconstruir un país, una sociedad y una economía tras una fiesta casi perfecta, sin contornos definidos y en la que todo era posible. Todo lo que encontramos son los restos de la fiesta: palabras indigeribles y conceptos carentes de la chispa que los hacen atractivos.

       Resumiendo: tenemos un oso vestido con frac encerrado en la y no hay rastro del domador; por si esto fuera poco, nuestra resaca es inhumana y no encontramos ni un solo analgésico en toda la casa. Las preguntas que nos hacemos son muchas. Sabemos que algunas de esas preguntas seremos capaces de responderlas en cuanto pase la fase más aguda de le resaca. Otras, más que preguntas, son paradojas que tal vez queden sin respuesta, por lo que tendremos que aprender a convivir con la contradicción. Por ejemplo, ¿es ese frac demasiado pequeño para un oso de ese tamaño o es el oso demasiado grande para ese frac?

       Eso sí, creemos tener al menos una cosa clara: nunca más volveremos a beber. Aunque sabemos que no es cierto.

 

I. Los ciudadanos piden que se respete su derecho a alcanzar su realización personal a través del consumo

    

“La revolución no es un tren que se escapa. Es tirar del freno de emergencia”

                                                                       Walter Benjamin

 

       El malestar actual de los ciudadanos españoles, no solo de los que salieron a las calles el 15 de mayo y en los días sucesivos, tiene que ver, en gran medida, con su dramática pérdida de poder adquisitivo. Ya no podemos consumir al mismo ritmo al que lo hemos estado haciendo en los últimos años. Unos años en los que el consumo ha condicionado nuestros hábitos de vida hasta extremos de los que tal vez ni siquiera somos conscientes.

       Si somos lo que consumimos, y ya no podemos consumir, o apenas podemos consumir, ¿qué somos entonces?

 

 

       Hay que tener en cuenta que la sociedad de consumo nos obliga a enfrentarnos diariamente a una continua sobreexposición de modelos de perfección absoluta —gran parte de la publicidad apela a ellos—, modelos que en teoría solo pueden alcanzarse consumiendo, aunque nunca serán alcanzables por mucho que consumamos. Esto provoca que a la hora de observarnos —cuerpo imperfecto, una vida gris comparada con el brillo de los modelos publicitarios— sintamos un profundo complejo de inferioridad: para paliarlo consumimos más, y al no lograr ni siquiera así la satisfacción recomienza el ciclo de depresión y consumo. El daño se localiza en nuestra esfera más íntima, la más frágil e inconsistente de todos nosotros. El esfuerzo que ponemos en juego para intentar reparar ese daño puede llegar a absorbernos por completo, dejándonos poco tiempo  para percibir los problemas estructurales de la sociedad, que sólo pueden afrontarse colectivamente. Y cuando el Yo se impone, el Nosotros se desintegra.

       Una de las ventajas de nuestra pérdida de poder adquisitivo, de consumismo, en definitiva, es que los defectos colectivos han emergido con relativa facilidad: estaban ahí, siempre lo han estado, incluso en nuestros años de mayor crecimiento económico. En los últimos meses, sin embargo, se han hecho visibles: como si hubiéramos sustituido el espejo personal por el espejo colectivo.

       También podríamos comparar el desconcierto y el enfado que sienten muchos ciudadanos con el del drogodependiente que descubre que alguien ha tirado al inodoro su próxima dosis.  Que cada cual escoja la imagen que crea más oportuna.

 

Endeudamiento

Para llegar hasta este punto —una sociedad formada por consumistas que han vinculado una parte significativa de su bienestar material y psicológico a sus posibilidades de consumo— han sido necesarias muchas elecciones personales. Los consumidores toman decisiones individuales, por mucho que lo hagan influidos por el comportamiento de rebaño que caracteriza a todo movimiento social, sea de carácter político o económico. La mayoría de la población española consideró oportuno el endeudamiento crónico a la hora de financiar su ritmo de vida. Resultado: España es uno de los países europeos con una deuda familiar más elevada.

       Desde este punto de vista, no se pueden entender algunos reproches que se hacen a los políticos, a los mercados, a los bancos, etcétera, a la hora de reclamarles una responsabilidad mayor de la que tienen —porque la tienen, y es mucha— en el endeudamiento personal y familiar de una parte de la población española. Resulta obvio que muchas circunstancias —publicidad omnipresente, bajos tipos de interés, facilidades para el pago a crédito, etcétera— han favorecido durante años el endeudamiento: nos han condicionado a la hora de desear lo que no necesitábamos y a no querer lo que tal vez más conveniente resultaba para nosotros. Pero ¿no se ha endeudado cada cual sobre la base de sus deseos y de su libre albedrío?

 

La deuda como disfraz

El endeudamiento a crédito, que nos ha permitido mantener a pleno rendimiento la fiesta consumista basada en una ilusión monetaria, sirvió para disimular los problemas estructurales que subyacían en el supuesto buen funcionamiento del país. El principal fue y sigue siendo la progresiva disminución de nuestro poder adquisitivo. No es un disminución concreta producto de la crisis, es una tendencia estructural, de muy difícil corrección, a la que curiosamente ha ido aparejado un aumento en los beneficios corporativos de las empresas, sobre todo de las grandes empresas y los grandes bancos.

       El endeudamiento permitió que el malestar no se generalizase: el “milagro económico” implicaba una revitalización de unos salarios cada vez más exiguos —considerando la tasa de inflación y las progresivas reducciones salariales—. Una especie de multiplicación de los panes y los peces salarial. Como pudo leerse en algunas pancartas en los días de manifestaciones: “Nos sobra mes a final de sueldo”.

       La labor más complicada en estos momentos —en sus dos principales dimensiones, la material y la psicológica— tendrá que ver con el ajuste obligado que los españoles tendremos que hacer entre nuestras ambiciones de consumo y nuestra capacidad adquisitiva. Entre la realidad y el deseo. Si no tomamos parte en la solución —a nivel político pero también a escala individual—,  continuaremos siendo parte del problema.

 

 

       Será un labor complicada, con muchas facetas. En los últimos meses, por ejemplo, se ha discutido mucho sobre la Ley Sinde, que tenía como principal objeto una regulación que limitase la piratería de contenidos audiovisuales. Algunos analistas señalaron incluso que esa ley fue uno de los detonantes principales a la hora de colmar el vaso de la paciencia de muchos jóvenes. Sea o no así, lo cierto es que el intercambio gratuito de archivos, la piratería en definitiva, ha permitido a muchos españoles —sobre todo a los más jóvenes— ocupar sus horas de ocio sin tener que pagar nada a cambio. Se necesitaría un análisis más serio que el que pretende este artículo para calibrar las consecuencias, en cuanto a inestabilidad social, que tendría una legislación que redujese el ocio gratuito. Se ha generalizado ya como un “producto” cotidiano entre grandes sectores de la población, sobre todo jóvenes que no podrían permitirse unas tasas de consumo semejante si tuvieran que pagar los precios de mercado.

       La presentación de la Ley Sinde sorprendió porque contradecía la práctica habitual en materia de ocio “de masas” gratuito del propio Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Al igual que hizo el anterior Ejecutivo de José María Aznar, el actual se implicó políticamente para impedir la supresión los partidos de fútbol en abierto. La aprobación de una ley similar a la Ley Sinde generaría previsiblemente más conflicto social. Las filtraciones de WikiLeaks demostraron que es un asunto seguido muy de cerca por la representación diplomática de Estados Unidos en España, por lo que tal vez se intente legislar esa materia en un futuro próximo. Posiblemente en la próxima legislatura.

 

Ideas como productos

Además de consumir bienes y servicios, durante las dos últimas décadas hemos practicado un consumismo enloquecido aún más preocupante: el de las ideas políticas y económicas que nos han vendido. Aunque nos costará tiempo y esfuerzo, del endeudamiento con los bancos, con los concesionarios de coches o con las tiendas de electrodomésticos podremos recuperarnos. Costará un poco más recuperarse de los efectos que han tenido las ideas económicas y sociales que hemos comprado con delectación: fiscalidad baja —sobre todo de las rentas más altas—, privatizaciones de servicios básicos, adelgazamiento del Estado por principio… Muchas de estas medidas son las que están imponiendo “los mercados”, la Unión Europea (UE) e instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI). Lo peor es que dadas las reglas del juego económico actual, son las medidas que parecen “lógicas”. Aunque toda estructura “lógica” no sea más que una construcción convencional que se acepta como buena.

 

Ecología, sostenibilidad

Parece poco probable que el ritmo de consumo mundial de recursos energéticos y materias primas pueda ser sostenible si continúa la demanda de los países emergentes. Según las cifras disponibles, no resulta sostenible ni desde un punto de vista ecológico ni cuantitativo, dado que la mayoría de nuestras fuentes de energía no son renovables. Un cambio en nuestros patrones de consumo, sobra decirlo, implicaría pagar un precio. Cuando hace unas semanas Alemania anunció el cierre de todas sus centrales en la próxima década añadió que dicha medida le costaría varios miles de millones de euros.

       Teorías como la del decrecimiento proponen un cambio en el paradigma de consumo. El politólogo español Carlos Taibo ha publicado recientemente un breve ensayo (El decrecimiento explicado con sencillez, Libros de la Catarata, 2011) argumentando los fundamentos de esa teoría. Se incluyen recomendaciones que cualquiera podría seguir a escala privada y análisis enfocados a la revisión de las políticas públicas. Parecen más asumibles las primeras que las segundas. Aunque se necesitaría sobre todo de las segundas para conseguir un cambio real en el paradigma del consumo.

 

II. Los ciudadanos no piden una refundación radical del sistema sino una re-evolución económico y social que respete el Estado del bienestar

 

                                    “Error del sistema. Reinicie, por favor”

         Lema de una pancarta

 

       “Hay quien se ríe del fin de la historia anunciado por Francis Fukuyama, pero todos actuamos como si Fukuyama tuviera razón, como si el capitalismo liberal fuera la culminación del progreso”

       Cuando el filósofo esloveno Slavoj Zizek realizó estas declaraciones en 2006 muchos pensaban aún que el capitalismo liberal parecía, en efecto, la etapa final de la Historia, de una historia llena de penurias sociales y políticas.

       Desde una perspectiva europea, el capitalismo liberal se había conseguido compatibilizar además con un Estado del bienestar envidiable y envidiado por el resto del mundo. Una conquista de las sociedades europeas, puesto que el capitalismo liberal, suele olvidarse, no necesita del Estado del bienestar para realizarse. De hecho, los más acérrimos defensores del capitalismo liberal suelen criticar el “intolerable control del Estado” que implica el Estado del bienestar. El capitalismo liberal y el Estado del bienestar se han convertido así en algo en lo que creer en tiempos de descreimiento religioso. Nuestro cerebro está programado para creer en algo, sea en principios económicos o en Maradona.

 

 

       La gran mayoría de los manifestantes que están saliendo a las calles españolas, incluidos los jóvenes, no exigen un proceso revolucionario radical que ponga fin al sistema capitalista. Entre otras cosas porque a día de hoy no existe un sistema, ni siquiera sostenido con alfileres teóricos, que pueda sustituir al capitalismo como el sistema rector de la sociedad y la economía. Lo que sí preocupa es el progresivo recorte de prestaciones sociales y el, aún más preocupante, clima ideológico que hace prever que el Estado del bienestar tal y como lo hemos conocido en las últimas décadas tiene los días contados.

Pero ¿es posible el mantenimiento de ese Estado del bienestar que hemos disfrutado y cuyo mantenimiento y mejora se reclama?

 

Proyecto europeo

Las medidas que está tomando la UE, se nos dice, son las justas dadas las circunstancias. En las últimas semanas, el rescate de Grecia ha ocupado los titulares: algunos analistas señalan que se podía haber actuado antes si, por ejemplo, la canciller alemana Angela Merkel no hubiera estado tan atenta hace unos meses a las elecciones regionales en su país, que retrasaron el proceso de ayuda al país heleno. No se puede olvidar que, junto a Francia, Alemania es el país clave de la UE. Tampoco se puede olvidar que las decisiones que toman los Estados miembros y que afectan a toda la UE pueden llegar a estar condicionados por intereses electoralistas en vísperas de unas elecciones regionales o nacionales.

       La situación desesperada de muchas economías y el cuestionamiento del Estado del bienestar no se pueden achacar únicamente a la crisis, ni a las decisiones tomadas en Bruselas.

       Juan Fernández, asesor de la Oficina de Asuntos Europeos del Principado de Asturias, cree que conviene tener claro los respectivos papeles que han desempeñado los Estados y la UE en los últimos años respecto al Estado del bienestar: “Por lo que respecta a las políticas más relacionadas con lo que conocemos como Estado del bienestar, los Estados miembros han sido bastante restrictivos en la atribución de esas competencias a la Unión, reservándose la competencia sobre los aspectos más relevantes”. Aunque hay medidas relacionadas con la política social que han de ser adoptadas de común acuerdo entre los Estados y la UE, en asuntos tan importantes como las políticas sanitarias o la educación los Estados han tenido una casi total libertad de decisión, por lo que, según Fernández, “no se pueden en modo alguno refugiar en la UE para justificar sus decisiones, pues son ellos los únicos responsables de las decisiones que adoptaron. Las resoluciones, recomendaciones o sugerencias de las instituciones comunitarias en estos ámbitos no son en absoluto vinculantes para los Estados”. Convendría tener claro esto para entender el pasado y, sobre todo, a la hora de evaluar las recetas que nos propongan.   

       El problema es que la crisis ha colocado a algunos Estados al borde del abismo, lo que obliga a adoptar medidas extraordinarias. La Unión Europa ha decidido aliarse con otras instituciones financieras, como el FMI, a la hora de reclamar recortes en el gasto público: unas medidas que en teoría favorecerán la recuperación económica, pero cuya aplicación provocará recortes en derechos sociales que parecían consolidados e inalienables. Desde la UE se repite que no hay otra opción. Pero no es cierto que no haya alternativa. Recientemente Francia, más tarde respaldada por Alemania, impuso a los bancos franceses deudores de Grecia una implicación mayor a la hora de facilitar el rescate de Atenas. Eso se llama decisión política. Y la decisión política europea podría ser mayor ante el resto de agentes financieros.

       En este sentido Juan Fernández critica la falta de iniciativa y de ideas: “Las propuestas de sabios organismos como la OCDE [Organización para la Cooperación y el Desarrollo Europeo], el FMI o la propia UE van en una sola dirección: recortes y ajustes en temas sensibles, que es lo que percibimos los ciudadanos. Y los Estados están recortando, efectivamente, en esos ámbitos. Siendo suave, cabría decir que han sido poco audaces, un tanto gregarios y sin ese punto de utopía que siempre es necesario”. Sostiene Fernández que se podrían considerar otras medidas si de lo que se trata es de salvaguardar el Estado del bienestar, aunque haría falta valentía política: “Un impuesto a las grandes fortunas acorde con sus patrimonios, una fiscalidad progresiva a los beneficios de la banca, de las multinacionales y de las grandes empresas, el control de los salarios desmesurado de los ejecutivos de esas empresas, el seguimiento y control de los paraísos fiscales, etcétera, pueden contribuir a una mejor y más justa distribución de la riqueza”.

       En caso de que no se redistribuya el “pago de la crisis”, se corre el riesgo de llevar a cabo un proceso de saneamiento de las cuentas públicas tan agresivo que terminemos desgarrando el tejido social. ¿Alguien sanearía su boca haciendo gárgaras con lejía pura, por mucho que sea desinfectante?

 

 

       Parece que los líderes europeos han optado por le lejía pura a la hora de nombrar al próximo presidente del Banco Central Europeo (BCE). Será Mario Draghi, ex vicepresidente internacional del banco Goldman Sachs entre 2002 y 2005, años en los que el Gobierno griego fue asesorado por ese banco. Años, también, en los que Grecia presentó cuentas públicas falsas con un exceso de “contabilidad creativa”. Goldman Sachs ha declarado que Draghi se ocupó de las relaciones del banco con las empresas privadas, no con los gobiernos. Bien, eso tranquiliza, dado que las empresas privadas supuestamente no se dedican a la “contabilidad creativa”… ¿Cuál será la próxima ocurrencia de los líderes europeos? ¿Ofrecerle un cargo en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos al ex general serbio Rakto Mladic? No sería tan descabellado si de lo que se trata es de realizar cambios para que todo siga igual.

       Salvo imprevistos, Draghi presidirá el BCE desde finales de este año hasta 2019. El mensaje que se envía es claro: las reformas estructurales, que el propio Draghi ha reclamado, no irán en la dirección de reforzar el Estado del bienestar. Al contrario.

       Los ciudadanos perciben que la UE, más allá de las dificultades en torno al rescate de Grecia, no marcha en la dirección adecuada. El 19 de junio muchos ciudadanos europeos salieron a las calles para protestar expresamente contra el Pacto de Estabilidad del Euro. Muchas de las medidas que se han acordado para salvar la economía europea en su conjunto contienen también previsiones de recortes de unos derechos sociales que eran el corazón la Europa social. Al hablar de una Europa social se ha de tener en cuenta que no se ha consolidado hasta el momento una Europa de esa naturaleza con la misma fortaleza —en lo que respecta al acervo comunitario, incluidos los tratados— que la unión económica y monetaria. En Europa contamos con una moneda común, pero no con un Estado del bienestar común. De hecho, se pueden distinguir como mínimo cuatro modelos distintos de Estado del bienestar: el continental, el nórdico, el anglosajón y el mediterráneo. Cuatro modelos teóricos, puesto que las diferencias entre países que comparten un mismo modelo son considerables y no han hecho sino aumentar en estos últimos años.

       Uno de los argumentos de la UE para exigir recortes en los derechos sociales es que el modelo resulta insostenible, sobre todo ahora que tenemos que afrontar el precio de una crisis muy onerosa. Lo que no se está explicando es si esos recortes serán temporales o han venido para quedarse y conformar una Europa del futuro con menos derechos y prestaciones sociales.

       En este sentido, la UE no se libra de las críticas que reciben los líderes políticos nacionales: escasa consideración de los intereses de los ciudadanos, entrega a los del mercado, ausencia de un modelo migratorio, falta de integración política, excesiva burocracia…

       Hace un año se presentó un Informe sobre el futuro de la UE encargado a un comité de sabios presidido por el ex presidente español Felipe González. Resulta desalentador comprobar la deriva que está tomando la UE en relación con alguno de los retos a los que se tiene que enfrentar. Dice el informe: “Lo que vemos no es tranquilizador para la Unión y sus ciudadanos: crisis económica global; Estados al rescate de banqueros; envejecimiento demográfico que afecta a la competitividad y al Estado del bienestar; competencia a la baja en costes y salarios; amenaza de cambio climático; dependencia de unas importaciones de energía cada vez más cara y escasa; o desplazamiento hacia Asia de la producción y el ahorro. Y todo ello sin contar con la amenaza del terrorismo, del crimen organizado o de la proliferación de armas de destrucción masiva”. El panorama que describe el informe es sombrío.

       La UE en su conjunto encara los mismos desafíos que muchos Estados miembros individualmente. Los más acuciantes tienen que ver con las tres des: desarrollo, democracia y demografía. Un desequilibrio en alguno de estos pilares amenaza la estabilidad de todo el conjunto. Actualmente, el desequilibrio en los tres es muy grande. Las medidas que se están tomando tratan de resolver, en teoría, esos problemas. Por ejemplo, mediante la ambiciosa Estrategia 2020 la UE se ha propuesto cinco objetivos a cumplir en el año 2020: en materia de empleo, innovación, educación, integración social y clima/energía. La Estrategia 2020 contiene sobre todo objetivos, no tanto medidas concretas tendentes al cumplimiento de esos objetivos. En otras palabras: un evangelio bienintencionado que no evita la posibilidad de que la iglesia continúe siendo una institución ineficaz y paralizante, cuando no corrupta. Sobre todo porque esas medidas tendrán que ser aplicadas a medias entre la UE y los respectivos Estados miembros. En el mejor de los casos tendríamos una UE funcionando a distintas velocidades.

       Recientemente se hizo público un manifiesto firmado por destacados intelectuales europeos —Habermas, Ulrich Beck, Zygmut Bauman y Bernard-Henri Levy, entre otros— en el que se lamentaban de que la Unión Europa estuviera optando por la aplicación de medidas políticas ad hoc, sustentadas en el recorte del gasto, sin asumir la responsabilidad política que se necesita para recuperar una verdadera agenda que permita a los ciudadanos recobrar la confianza en un sistema económico y social sostenible y en el que poder creer.

 

Mundo globalizado

Salgamos de Europa y ampliemos el radio de nuestro diagnóstico. La política interna de los países, que suele ocupar casi todos los minutos no dedicados a la información deportiva de nuestros espacios informativos nacionales, tiene en realidad una importancia relativa para su devenir como Estado supuestamente independiente: es el sistema en el que vivimos, globalizado, con unas finanzas transnacionales y una cadena de producción deslocalizada.

       Nuestro nivel de vida europeo y, claro, también el de los estadounidenses, los canadienses, los australianos, etcétera, se ha conseguido mantener gracias a nuestro dominio de los recursos naturales y productivos en todo el mundo. También gracias a nuestro desarrollo técnico y tecnológico.

       En estos momentos, nuestra primacía ya no es tan clara, y se prevé que el declive continúe. China, por contra, nos está ganando la partida jugando con nuestras propias armas comerciales y económicas : posicionamiento adecuado de sus productos, depredación de recursos naturales, nulo respeto por la huella ecológica, juego sucio con el valor de su divisa, etcétera. Países como China, con su mano de obra barata, nos han permitido mantener la fiesta consumista. Gran parte de la deslocalización empresarial se ha llevado a cabo para poder seguir fabricando productos de consumo a bajo precio ante la disminución del poder adquisitivo de los consumidores del mundo desarrollado. Conviene decir que la deslocalización no es el único culpable de un aumento del desempleo: el desarrollo tecnológico en muchos sectores ha favorecido que mucha mano de obra ya no sea necesaria.

       El resultado más obvio de la deslocalización ha sido la pérdida de gran parte del tejido industrial europeo sin que hasta el momento haya sido sustituido por una alternativa productiva seria. Hemos perdido, por tanto, muchos ingresos en concepto de impuesto de sociedades y de cotizaciones a la seguridad social.

       Países como Alemania, que cuentan con una producción de bienes y servicios con un alto valor añadido en varios sectores, han podido reconstruir su economía —aunque no les falten problemas—, garantizándose una recaudación fiscal que les permite mantener su Estado del bienestar.  Otros países, como España, entregaron gran parte de su destino a dos sectores sobre los que ninguna economía desarrollada ha logrado sostenerse  durante mucho tiempo: construcción y turismo.

       Si añadimos a esta ecuación el déficit demográfico de Europa, al que no se ha sabido oponer una absolutamente necesaria estrategia migratoria, nos encontramos con un problema de sostenibilidad de los sistemas de seguridad social difícil de resolver. Existen países europeos que han conseguido revertir su decrecimiento demográfico: los escandinavos. Además de con políticas migratorias relativamente civilizadas, lo consiguieron a base de aumentar las ayudas sociales a las familias que tenían hijos. Si recortamos el Estado del bienestar, y tampoco parecemos querer inmigrantes: ¿cómo lograremos abordar el problema?

       A estas alturas, parece claro que la huida hacia adelante de la última ampliación europea, en busca de mano de obra barata, no es el camino.

       En ese escenario es en el que se ha decidido modificar el mercado laboral: aumento en la edad de jubilación, reducción de derechos laborales, abaratamiento del despido… Pero ¿para obtener qué? ¿Una Unión Europea carente del único atributo que la hacía fuerte, un modelo social y laboral inspirador? Eso parece.

       Un problema más. El resultado menos obvio de la globalización y la cada día mayor relevancia en el contexto internacional de países como Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica, reunidos bajo la denominación de países BRICS), es que se ha roto el predominio occidental a la hora de tomar decisiones importantes sobre la gobernanza global. Aunque Estados Unidos y Europa aún controlen casi todas las instituciones internacionales con poder de decisión a nivel mundial —Organización de las Naciones Unidas (ONU(, FMI, Banco Mundial (BM), Organización Mundial de Comercio (OMC), etcétera— ven cómo cada día les resulta más difícil imponer sus criterios —políticos, ergo económicos—, tal y como han hecho en las últimas seis décadas. La pérdida de este poder blando ejercido a través de esos organismos es un hecho. Falta saber qué consecuencias tendrá. No cabe esperar que sean buenas. Tendremos, seguro, menos margen de maniobra para afrontar esta crisis a nuestro antojo, como sucedió en otras crisis pasadas.

 

Nuestro bienestar, su pobreza

A la hora de reclamar más Estado del bienestar a nuestros gobiernos nacionales deberíamos considerar además otro aspecto que rara vez se considera. Carlos Taibo, politólogo que desde hace años se ocupa de la globalización y de alternativas al capitalismo hobbesiano, expresa muy bien el dilema moral que implica la defensa de un Estado del bienestar: “Contentémonos con señalar ahora que en buena medida el crecimiento de los países ricos depende de manera estrecha del expolio de los recursos humanos y materiales de los países del Sur. Lo que ahora tenemos entre manos nos sitúa ante otro dilema moral: bien puede suceder que nuestro aparente bienestar de estas horas nazca de una dramática reducción de los derechos de los habitantes de los países de los países pobres”.

 

 

       No hablamos de problemas morales teóricos, de una suerte de ejercicios espirituales del Opus Dei. Es sencillo, basta con echar un vistazo a nuestro alrededor: en nuestros trabajos, en nuestras casas, en las tiendas, etcétera. ¿Cuántos bienes de consumo tenemos que no hayan sido producidos, en parte o en su totalidad, en países con mínimos estándares democráticos, laborales y de respeto a los derechos humanos? Por no hablar del origen de los hidrocarburos que han sido necesarios para producirlos o transportarlos… Eso no es sostenible. No porque esos países vayan a rebelarse —algunos lo harán, sin duda, pero por desgracia esa no es la cuestión más importante, como están demostrando las tibias y conservadoras “transiciones” en los países del norte de África—. El problema es que estamos perdiendo el poder para seguir disfrutando en exclusiva de la explotación de los recursos de esos países. Por ejemplo, estamos intentando no perder ese poder en Libia. Por el momento, está resultando arduo.

       Añádase a todo lo anterior que nuestro Estado del bienestar no ha sido muy cuidadoso hasta la fecha con respecto a la sostenibilidad ecológica, lo cual enmaraña aún más la pregunta de si es posible continuar actuando como hasta ahora.

       Si se llevan a cabo esos recortes en nuestro Estado del bienestar, cabe esperar que no se recuperen nunca las ventajas perdidas. El discurso político no se refiere a esos recortes como ajustes “coyunturales”, susceptibles de ser recobrados en un futuro próximo.

 

III. No se cuestiona la validez del sistema democrático, pero los ciudadanos piden que su voto permita una participación real y útil

 

La sociedad necesita ser gestionada por la política, no por la iniciativa privada. Y desde luego no por los mercados, nacionales o internacionales. Eso es democracia. En los últimos años la política ha perdido impulso y relevancia. Poder, en definitiva. Algunos añaden que también ha perdido dignidad.

       Cuando se les ha preguntado a los políticos qué pensaban sobre las protestas de los ciudadanos en las calles, muchos han dado la misma respuesta señalando que, con independencia de la validez de muchas de las reclamaciones ciudadanas, la mayor legitimidad democrática proviene de las urnas. Es cierto. El problema estriba en que unas elecciones implican, o deberían implicar, el inicio de las responsabilidades democráticas de los elegidos. Sirva de ejemplo el comportamiento del partido del Gobierno. En mayo de 2010, los 169 diputados del Partido Socialista (sic.) Obrero (sic.) Español (el PSOE) votaron en bloque a favor del paquete de medidas presentadas por el Gobierno en el Congreso para hacer frente a la profunda crisis en la que aún está sumida España. Ni uno solo de los diputados socialistas (sic.) tuvo a bien votar en contra de un paquete de medidas que introducían claros recortes en el sistema de derechos sociales y laborales que se habían disfrutado hasta el momento.   

       El PSOE había asegurado por activa y por pasiva que nunca aplicaría medidas económicas que implicasen recortes en los derechos sociales.

       También se puede analizar el procedimiento parlamentario que se está llevando a cabo en el Parlamento catalán para aprobar los próximos presupuestos. A la entrada del Parlamento catalán se han producido hasta la fecha los altercados más serios y lamentables entre algunos manifestantes, políticos y fuerzas del seguridad: se intentó obstaculizar el acceso de los parlamentarios a la cámara. En el Parlamento catalán se estaban discutiendo  unos presupuestos que implicarán unos cambios sustanciales en el Estado del bienestar a través de unos recortes sin precendentes desde el comienzo de nuestra democracia. ¿Estaba eso en el programa electoral de Convergència i Unió (CIU) con el que se presentó a las elecciones de 2010? No. Más bien todo lo contrario. Cita literal de su programa:  “En un moment en què hi ha qui qüestiona el futur de l’estat del benestar, o que pretén retallar-lo amb l’excusa dels riscos que comporta per a l’estabilitat econòmica, Convergència i Unió revalida la seva aposta per aplicar polítiques públiques que garanteixin el benestar de les persones, l’atenció sanitària i educativa, la integració plena a la societat, i el desenvolupament individual i familiar”. Se supone que un programa electoral es una promesa de actuación política: por ejemplo, CIU prometía suprimir el impuesto sobre sucesiones y lo ha hecho. ¿A qué clase social beneficia más esa supresión? Nadie pagará ese impuesto, así que habría que decir que beneficia a todos los catalanes. Salvo por un detalle: unos dejarán de pagar grandes sumas, y otros no tendrán que “pagar” por unas herencias compuestas sobre todo de deudas, incluida una residencia habitual hipotecada.

       Cierto está que, en otros muchos aspectos, el programa de CIU es tan vago y declarativo, cuajado de principios generales y buenas intenciones, que  muchos de sus puntos podrían intercambiarse con el programa de un grupo radical de izquierdas. Pregunta: con programas similares y el casi nulo compromiso de los partidos con sus programas una vez que alcanzan el poder, ¿estamos seguros de que queremos una legitimidad democrática emanada de las urnas como la que tenemos?

 

 

Listas abiertas

Es poco frecuente que un diputado ejerza su libertad de conciencia a la hora de votar contra una ley propuesta por su partido. Es uno de los argumentos que sostienen los que piden que se reforme la ley electoral introduciendo un sistema de listas abiertas. El candidato, sobre todo cuando se presentase por libre, establecería un compromiso “directo” con sus votantes, que podrían fiscalizarlo mucho más adecuadamente, sin recibir la excusa de que ha cumplido con las órdenes del partido. Otro argumento tiene que ver con la posibilidad de no dar tu voto a bloques de candidatos de un partido en los que están incluidos políticos imputados en casos de corrupción. Conviene recordar que a la hora de elegir a los miembros del Senado ya se utilizan las listas abiertas. Y los resultados electorales no difieren mucho de los resultados electorales en la elección de la Cámara Baja.

       En relación al Senado, también es cierto que muchos piden su desaparición. Los más comedidos proponen su reforma. Se podría comenzar, arguyen, por la reducción del número de senadores, 264, frente a los 69 de un país como Alemania, suficientes para articular un federalismo desarrollado a pesar de las tensiones regionales. Recortar el número de senadores mientras no se replantee el papel del Senado dentro de la arquitectura parlamentaria tal vez sería una medida populista destinada al revuelo de un titular, sin efectos útiles.

 

Redistribución de votos

En estos momentos, los claros beneficiados del sistema de computo electoral en vigor son los partidos políticos mayoritarios, los mismos que tienen el poder de modificar la Ley Electoral de 1985, con una arquitectura heredera de la Transición. A los partidos minoritarios les cuesta más votos conseguir un escaño en muchas circunscripciones y muchos de sus sufragios terminan sin obtener la representación debida a causa de los umbrales mínimos para obtener un escaño. Estamos ante el mismo problema que para la reforma del Senado: cualquier cambio en el sistema de asignación de votos que se produzca antes de tener claro qué modelo de país queremos, y qué futuro deseamos para las provincias más empobrecidas y menos pobladas, sería también otra medida con altas dosis de populismo que tal vez agravaría los desequilibrios existentes. Ley de Hont con ajustes, ley de Hare, ley de Droop, el sistema de cómputo sueco… existen suficientes alternativas para diseñar un sistema electoral más democrático. Pero habría que preguntarse si  en un país como el nuestro, con fuertes desequilibrios demográficos entre circunscripciones, y con unas significativas desigualdades entre provincias y regiones, una reforma de ese sistema de asignación sobre la base simplemente del número de votos no aumentaría todavía más esas desigualdades.

 

Discurso político

El problema de la representatividad política, lamentablemente, no solo tiene que ver con la Ley electoral. Mientras que la clase política no renueve su discurso, sus armas dialécticas cargadas con la pólvora mojada de otra época, será difícil que algo cambie, por mucho que se modifique la Ley electoral. El ciudadano ha de sentir que el político entiende sus intereses y deseos y trata de resolver sus problemas cuando presenta una medida política. No es el caso desde que comenzó la crisis, ni lo era antes cuando se defendieron y aplicaron medidas y “reformas” tendentes a mejorar nuestras “tasas de crecimiento”.

       Conviene recordar que la ciudadanía, antes de la crisis, no salió a las calles de forma masiva para protestar porque parecía que todo iba bien a pesar de la política y del uso constante por parte de los políticos de palabras cargadas de optimismo y apenas cuestionadas, como “reformas” (véanse las sucesivas reformas laborales, que recortaban derechos) o “altas tasas de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB)” (un indicador económico usado insistentemente como índice eficaz del desarrollo de un país, a pesar de su imprecisión). En otras palabras: teníamos dinero en el bolsillo (o deudas a crédito) y no nos importaba mucho el futuro: el empleo se había reducido —precariedad mediante—, los medios repetían que el PIB crecía, los políticos hacían como que nos decían la verdad y nosotros como que les creíamos.

        Así, en los últimos años, entre un discurso político poco estimulante y el silencio ciudadano y de gran parte de los intelectuales, se han ido difuminando algunos de los debates políticos más importantes. Derecha e izquierda son términos hoy desgastados y casi vacíos, aunque los problemas reales a los que ambos sectores trataban de ofrecer respuestas en sus inicios sigan presentes. Contamos con partidos que dicen defender unas ideas políticas y económicas, pero a fin de cuentas la diferencia entre las formaciones mayoritarias se reduce la mayor parte de las veces a discrepancias en relación a ciertos principios éticos y morales: matrimonio homosexual, aborto, memoria histórica, etcétera. Asuntos importantes, con una dimensión política esencial, pero que han conseguido arrinconar otra de las dimensiones políticas esenciales: la que tiene que ver con la economía, con el modelo de producción de nuestro país y con la relación triangular entre el ciudadano, el Estado y los mercados. En este sentido, las diferencias entre partidos son muy pequeñas: esto provoca que no se suscite un debate serio y profundo, sólo una sucedáneo de debate —y por lo tanto un sucedáneo de democracia— que limita las opciones de regeneración de todo el sistema.

 

 

       El discurso político no ha cambiado mucho en los últimas semanas, a pesar de las protestas ciudadanas. La mayoría de los españoles sabe que en estos momentos no cuenta con estadistas responsables que expliquen con claridad, sin maquillaje, la situación real de España y las posibilidades que habría de lograr una recuperación. Aunque la verdad sea brutal.  Convendría acelerar la depuración judicial de la política que ya ha comenzado. Sería un buen primer paso para que los partidos se renovasen internamente.

       Hay voces que exigen una cambio formal drástico en los cauces que permiten a los ciudadanos elegir a sus representantes: desde la implantación del asambleísmo (igual de inoperante, en ocasiones, que muchas sesiones parlamentarias: ¿se puede basar una democracia en unanimidades?) hasta el uso de internet para propiciar que los ciudadanos, con una cierta agilidad y sin excesivo gasto público, puedan ser consultados con más frecuencia sobre asuntos políticos, sociales y económicos.

       Con independencia de estos cambios, y de otros que habrá que valorar, tal vez convenga preguntarse si la legitimidad democrática que emanó de las pasadas elecciones, y la que emanará de los futuros comicios es tan sólida como debería: una gran mayoría de ciudadanos fue a votar con la sensación de dejá vu, de haberlo hecho en otras ocasiones por el mismo frágil motivo (¿qué hacer si no un domingo de elecciones?) y con la misma esperanza en que su voto significase algo para el sistema político-económico (poca o ninguna). “Me gusta cuando votas porque estás como ausente”, se podía leer en algunas pancartas exhibidas durante las protestas.

       Conviene repetirlo: la legitimidad democrática no solo se consigue a través de unas elecciones, por más que unas elecciones sean el requisito indispensable para que comencemos a hablar de un sistema político con legitimidad democrática. Como escribió en El País José María Ridao al día siguiente de los pasados comicios: “Si los partidos no representan a los manifestantes, tampoco los representarán en las instituciones que esos partidos gobiernen. La crisis sería, además de política, institucional”.  A día de hoy, parece difícil que se produzca un cambio sustancial en el modo de hacer política en los meses que quedan hasta las próximas elecciones generales. Esta ausencia de cambios nos condenaría a otros cuatro años de políticos como los que hemos tenido en los últimos años.

 

IV. No se cuestiona la economía de mercado, pero sí que los intereses del mercado se impongan a los derechos de los ciudadanos

 

      “Nueve banqueros

se balanceaban

sobre la burbuja inmobiliaria,

y como veían que no se caían

fueron a buscar a otro banquero”

                                               Lema coreado en las manifestaciones

 

                    Un maestro les pide a sus alumnos que escriban una redacción con el título ¿Por qué me gusta la economía de libre mercado? Uno de los niños llega a su casa y le pregunta a su padre qué le gusta más de la economía de libre mercado. El padre le dice que no le gusta en absoluto, que la odia. Su madre le responde lo mismo

                   El niño se encierra en su habitación, abre un cuaderno y comienza a escribir: “Me gusta la economía de libre mercado porque parece que no le gusta a nadie más…”

                              Variación sobre un chiste ruso de la época soviética

 

       La codicia de los agentes financieros debería estar equilibrada por unas ciertas dosis de miedo, dice Vernon Smith, premio Nobel de Economía de 2002, durante una de sus intervenciones en el documental Sobredosis, que intenta explicar por qué se produjo la crisis financiera.

       Smith ganó el Nobel por sus investigaciones experimentales sobre la influencia que tienen sobre los agentes económicos del mercado —compradores, vendedores, inversores, etcétera— tanto su entorno como el marco legal establecido por las instituciones financieras a la hora de explicar las decisiones económicas que toman esos agentes económicos. Psicología aplicada a la toma de decisiones económicas.

       Según Smith, la codicia de los agentes económicos —inevitable y humana, ¿quién no quiere ganar más?— ha de estar limitada por una regulación que evite que dicha codicia les haga tomar decisiones catastróficas a largo plazo, tanto para ellos como para el conjunto de agentes económicos, incluida la mayoría de la población, sujeto pasivo de las crisis cuando se producen daños provocados por el sistema.

       Otra de las conclusiones obtenidas por Vernon Smith es que para que una teoría económica adquiera carácter universal en sus predicciones deberá ponerse a prueba en distintos tipos de mercados. Las recetas universales del liberalismo dominante en los últimos 30 años obviaron este detalle que cualquier médico rural sabe: una analgésico puede ser útil para una paciente con jaqueca, pero no para alguien que sufra depresión nerviosa.

       El premio Nobel ganado por Vernon Smith en 2002 fue compartido con otro veterano economista, Daniel Kahneman, también dedicado a la economía experimental con un enfoque psicológico. En sus experimentos, Kahneman trató de estudiar la psicología del riesgo en relación con las decisiones económicos.

       Resultan interesantes sus experimentos sobre el efecto certidumbre: siempre y cuando tengamos asegurada la opción de obtener unas ganancias  adecuadas, los individuos mostramos aversión al riesgo cuando este implica la posibilidad de pérdidas considerables sin favorecer a cambio la obtención de unas ganancias no mucho mayores que las que tendríamos aseguradas de no arriesgarnos. Uno de los experimentos de Kahneman tal vez lo explique mejor:

 

 

       “Un grupo de 100 estudiantes recibe una cantidad de 1.000 dólares y se les da a elegir entre una ganancia cierta de 250 dólares o participar en una lotería con una probabilidad de un 25% de ganar 1.000 dólares. Más del 90 por 100 de los estudiantes optan por la ganancia segura mostrando aversión al riesgo”.

       Esta pauta de comportamiento, sin embargo, cambia cuando se enfrentan ganancias seguras muy bajas y la posibilidad de ganancias altas asumiendo un riesgo también alto. Los estudios experimentales mostraron que cuando se daba a elegir entre una ganancia de 5 dólares frente a  una probabilidad 1/1000 de ganar 5.000 dólares, el 75% de los estudiantes prefirieron asumir el riesgo antes que conformarse con la exigua ganancia segura.

 

El riesgo y sus beneficios

El economista estadounidense Joseph Stiglitz explicaba en un artículo publicado hace unos meses en El País que cuando él era un joven economista el prestigio en su profesión se alcanzaba mediante la docencia académica o el servicio público. Había economistas en el sector financiero, por supuesto, pero en aquellos años, los setenta, los beneficios que se obtenían en este sector no tan grandes como hoy en día. La desregulación del sector financiero que comenzó con Ronald Reagan alteró el panorama. De pronto, las posibilidades de beneficio parecían ilimitadas y una gran mayoría de jóvenes recién licenciados empezaron a soñar con Wall Street.

       En términos de riesgo y seguridad, la desregulación había propiciado que los individuos consideraran como más atractivo el riesgo, y su promesa de altos beneficios, frente a la seguridad de unas ganancias limitadas, sin posibilidad de crecer excesivamente en el tiempo, si decidían entrar en el sector público u optaban por el mundo académico.

       Otro factor contribuía a alimentar esa nueva pasión por el riesgo financiero: uno se la jugaba con el dinero de otros, no con el propio. Y si cometía un error, incluso un error muy grande, podía perder el dinero de sus clientes e incluso el suyo si lo había puesto sobre el tapete, pero eso no tendría consecuencias penales. Ni siquiera su honorabilidad se vería seriamente dañada.

       El sector financiero mundial de hoy en día es hijo de aquella desregulación. Por una parte tenemos banqueros e inversores jugando a vender y comprar valores, apostando en definitiva, con un dinero que no es suyo. No solo eso, cuanto más apuesten, cuanto mayor volumen de negocio alcancen, más primas obtendrán a final de año.

 

Errores sin castigo

En la gestación de esta crisis, los salarios de muchos banqueros, estratosféricos, se forjaron sobre la base de primas por aumento en el volumen de negocio. Los bancos anotan cada crédito concedido como un activo: es futuro, es probable, pero a nivel contable se anota como un activo. Aunque no dejase de ser una ficción contable, ello provocó que muchos créditos se concedieran en gran medida porque un aumento crediticio aumentaba las cuentas de resultados que presentar a sus accionistas y de paso sus salarios a fin de año. Muchos eran créditos con pocas posibilidades de ser recuperados. ¿Y qué? Eran activos: cuantos más mejor. Sabían además que la quiebra, en caso de catástrofe, no era posible: el Estado tendría que rescatarles. Tampoco la responsabilidad penal o profesional: ¿cuántos banqueros y financieros han sido condenados penalmente o han perdido sus puestos de trabajos? Parece que en España se quieren tomar algunas medidas para limitar el salario y los bonus de los banqueros. Habrá que ver si se llegan al papel. En todo caso, no parecen medidas muy restrictivas, si tenemos en cuenta que al mismo tiempo se está implantando un sistema laboral que hará descender los salarios y abaratará el despido de esa mayoría de la población que, tras la fiesta, tendrá que pagar la cuenta de la limpieza. ¿Unos agentes económicos disfrutan de infinitas ventajas frente a otros, aunque todos sean necesarios para el buen funcionamiento de las empresas?

 

Especulación

No sólo el sector financiero se ha “beneficiado” de una desregulación o de una regulación con anchas lagunas, lo que permite conductas cuestionables, aunque legales, y perjudiciales para la economía. Hace unos días, varias compañías importantes, entre ellas Coca-Cola, acusaron al banco Goldman-Sachs de especular con el aluminio para conseguir precios artificialmente altos. El banco de inversión Goldman-Sachs fue uno de los que más contribuyó a la creación y estallido de la burbuja crediticia. Además recibió una fuerte inyección de capital público. La bolsa de valores de Londres está investigando la acusación. Los cargos son graves: alterar el equilibrio normal de la oferta y la demanda.

 

Información privilegiada

Además del juego libre de la oferta y la demanda, la teoría liberal clásica exige que la información que condiciona el funcionamiento de los mercados sea la misma para todos los agentes económicos. Es decir, la información privilegiada debe ser perseguida y castigada porque introduce distorsiones en el “buen funcionamiento del mercado”. Y en teoría  se persigue.

       Hace unas semanas, sin embargo, Julio Segura, el presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores español, la (CNMV), reconoció en una entrevista algo que se intuía: “Es sencillo usar información privilegiada en España”. La gravedad del asunto es que, como él mismo reconocía, “cuando se habla de supervisión de mercados, de lo que se habla esencialmente es de información privilegiada y de manipulación de mercado”. Una de las declaraciones más jugosas sin embargo tiene que ver con ese binomio quasi religioso que tanto debate ha generado: regulación versus desregulación.

 

 

Regular derechos, no obligaciones

Los mercados piden más desregulación. Pero, claro, no en todos los aspectos. La regulación les viene bien cuando 1) tiene importantes lagunas legales o 2) les permite recurrir a sus abogados para obstruir y relentizar la acción de la justicia. Julio Segura admite que el sistema legal español combina instrumentos de inspección «poco poderosos junto con un sistema legal muy garantista [lo que] hace que sea muy difícil desarrollar casos que conduzcan a una sanción». Recientemente, cuando la Audiencia Nacional admitió a trámite una denuncia de la Fiscalía anticorrupción contra Emilio Botín, sus hijos y otros familiares, lo hizo sobre la base de  la declaración de la Hacienda Pública en la que reconocía que la ingente cantidad de documentación presentada por los investigados había dificultado la detección de un delito al mismo tiempo que había impedido disipar las sospechas de que ese delito se había producido. Dado que el plazo de prescripción estaba cercano, la Audencia admitió la denuncia. El proceso será largo.

 

 

Concentración empresarial 

También asistimos a una concentración empresarial cada vez mayor, lo que facilita los pactos respecto a precios y estrategias de mercado. Algo también prohibido. Recientemente la Comisión Nacional de la Competencia (la CNC) solicitó que se reformen los sectores de la energía, las telecos y el sector financiero. El presidente de la CNC señaló que, en su opinión, las Administraciones públicas padecen “cierta esquizofrenia” frente a la competencia. Por una parte, suelen ofrecer un discurso que prima la libre competencia como una valor supremo del mercado, pero por otra parte no tienen eso mismo en cuenta a la hora de legislar normas “coherentes” con ese principio.

       No es infrecuente que la complejidad de las operaciones financieras —legales o ilegales— dificulte mucho su rastreo e investigación. Tampoco beneficia el anonimato que se puede conseguir fácilmente con una buena estructura financiera: empresas pantalla, pagos triangulados, cuentas en paraísos fiscales, etcétera. Mientras la sociedad civil vive tiempos en los que resulta cada día más difícil el anonimato, las finanzas internacionales se benefician de una gran ventaja: el anonimato, no siempre ilegal, de muchas operaciones.

 

Capitales anónimos

El anomimato de los grandes inversores y las grandes fortunas se ve favorecido por la labor de intermediación que llevan a cabo muchos bancos. Bancos que los Estados occidentales, y en consecuencia varias haciendas públicas, se han visto obligados a sostener para evitar su quiebra. Según Armando Fernández Steinko, autor del libro Las pistas falsas del crimen organizado (Libros de la Catarata, 2008), el control que pueden llegar a tener esos grupos de interesés sobre nuestra estabilidad debería preocuparnos tanto o más que la implantación económica de las mafias internacionales en nuestro territorio: “Una buena parte de la deuda pública europea está en manos de los ‘bancos’ occidentales (cada vez más está en manos de los Gobiernos asiáticos, pero aún de forma residual).  Estos ‘bancos’ no son los tenedores de la deuda sino sus clientes. Esos clientes son las oligarquías del planeta, sobre todo las occidentales. Por ejemplo, en mayo del año pasado, el que especuló con la deuda soberana española fue el Banco de Santander. Vendió caro  por la mañana y compró barato por la tarde. Las plusvalías fueron sobre todo para sus clientes, es decir, las oligarquías del planeta, en este caso posiblemente española en su mayor parte. Es un proceso de redistribución ‘terciaria’ adicional de abajo hacia arriba, puesto que somos todos los que pagamos impuestos los que tenemos que pagar un aumento del coste que tiene que pagar el Tesoro por emitir deuda pública”.

       Todos estos procesos financieros no están sujetos al pago de ninguna tasa. La vieja aspiración de implantar la Tasa Tobin, ahora denominada Tasa Robinn Hood, sería una buena noticia. Pero de endemoniada puesta en práctica si no se hace a escala global.

       La Unión Europea tiene previsto afianzar sus reservas de dinero para reforzar la deuda pública de los países con problemas. El objetivo es respaldar las solicitudes de deuda para que los países no se vea obligados a vender deuda con intereses demasiados altos, como les ha ocurrido a varias naciones europeos, entre ellas España.

 

¿Otra burbuja?

Sin embargo, muchos economistas señalan que desde hace meses estamos asistiendo a la formación de otra burbuja financiera que si no se remedia podría desatar una catástrofe económica sin precedentes cercanos, mucho mayor que la actual en caso de estallido: la burbuja de la deuda pública. No estaríamos hablando ya de bancos y sociedades de inversión que ponen en riesgo el sistema puesto que son incapaces de haber frente a sus deudas. Serían los propios Estados los que quebrarían. A los bancos les han ayudado los Estados a encarar la amenaza de quiebra, pero ¿quién ayudará a los Estados si quiebran?

 

 

V. Los ciudadanos exigen representantes políticos que les representen realmente y transparencia en la administración pública

 

Además de las relaciones tradicionales entre la clase política y los dueños de las empresas y de las instituciones financieras, en los últimos años se ha popularizado el nombramiento de ex políticos como consejeros de empresas y bancos. La lista es larga. El último nombramiento destacado, producido a finales del pasado mes de mayo, fue el del ex ministro de Economía Pedro Solbes, designado consejero en España y asesor para Europa del banco Barclays. Solbes también ejerció durante varios años como comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios. Además de este cargo, convenientemente remunerado, Solbes presta servicios como consejero independiente del emporio energético italiano Enel. Todo es legal. Los altos cargos públicos solo tienen prohibido desempeñar cargos en la empresa privada durante los dos años posteriores a su cese. La ley, sobra decirlo, podría cambiarse.

 

Hoy legislo, mañana gano dinero

Hace unos meses, tras la elección del ex presidente Felipe González como consejero de la empresa Gas Natural, se entabló algo parecido a un debate en los medios sobre la oportunidad de este tipo de nombramientos. González, un tanto irritado, se defendió diciendo que no había nada extraño en su nombramiento. Si le tomamos la palabra habrá que concluir que tampoco hay nada de extraño en la designación de otros políticos como altos directivos de importantes empresas: Rodrigo Rato (preside Caja Madrid/Bankia), Narcís Serra (preside Caixa Catalunya), Guillermo de la Dehesa (Santander), Josep Piqué (presidente de Vueling), Juan Costa (Ernst & Young), Jordi Sevilla (PwC), Isabel Tocino (Santander), Rafael Arias-Salgado (Carrefour), Rodolfo Martín Villa (Sogecable), José María Michavila (Noatum), Josu Jon Imaz (Petronor), etcétera. De todos los colores, tamaños, géneros y estilos de peinado…

       Sus salarios, en muchos casos, podrían rondar el cuarto de millón de euros (caso de Solbes en Barclays).

       Hablando de salarios: cuando José María Aznar fue nombrado consejero de News Corporation, el emporio mediático de Rupert Murdoch, algunos medios destacaron que era el consejero peor pagado de la empresa, con un salario de unos 133 mil euros. ¿Por su bajo nivel de inglés, tal vez?

 

Financiación de los partidos

Para muchos, no solo resulta preocupante esta relación pública entre ex políticos y mundo empresarial y financiero. Uno de los principales talones de Aquiles de la política tiene que ver con la financiación de los partidos políticos, sobre todo a la hora de obtener dinero para pagar las campañas electorales. Este tipo de créditos no salen gratis, y no nos referimos únicamente a los intereses. Los bancos y las cajas de ahorros no son los únicos contribuyentes a las campañas electorales: empresas de todos los sectores, constructores, grupos de interés, etcétera. El caso Gürtel, cuyo núcleo y razón de ser, según todos los indicios, parece señalar una trama de financiación ilegal del Partido Popular valenciano, sería solo uno más de los capítulos vergonzosos en la larga historia de financiación irregular de los partidos. Todas las formaciones políticas mayoritarias han mordido la manzana.

       Un debate que también podría abrirse es si siguen teniendo sentido las campañas electorales tan largas: una interminable sucesión de actos electorales con personas adultas y en su sano juicio (?) agitando banderitas de colores y con carteles electorales de dudoso gusto y excesivo photoshop fijados en las calles de nuestros pueblos y ciudades. Además, tal y como están montadas las campañas, solo los partidos más grandes pueden inundar las calles con sus carteles y destinar sustanciosas sumas de dinero a extender su palabra entre la grey.

 

Grupos de interés

España no es una excepción en cuanto a  vasos comunicantes entre política y empresa. El ex canciller alemán, Gerhard  Schröder, fue nombrado consejero del gigante energético ruso Gazprom pocos meses después de abandonar la cancillería. Antes de dejar su cargo, Schröder había autorizado la construcción del gasoducto Nord Stream, que proveerá de gas ruso a Alemania. 

       Tampoco Bruselas, centro neurálgico de la Unión Europea, se libra de mantener relaciones incestuosas con los poderes económicos y financieros. Bruselas es tal vez la ciudad mundial con más lobbies después de Washington D. C. En reuniones con trabajadores de estos lobbies no es insólito escuchar que tal o cual parlamentario europeo han formulado preguntas en el Parlamento Europeo o han pronunciado discursos escritos directamente por estos lobbies. La palabra lobby, de factura elegante usada como anglicismo, no lo es tanto cuando se traduce al castellano: grupos de interés económico, financiero o político que ejercen presión sobre los legisladores para obtener regulaciones lo más beneficiosos posible para sus patrocinadores.

       Parece sensato y necesario que las empresas y los bancos de un país sean escuchados y tenidos en cuenta a la hora de legislar sobre asuntos que afectarán a sus actividades. La impresión generalizada, sin embargo, es que esos intereses suelen primar a la hora de fijar legislaciones y reglamentos. Y no solo es un condicionante a la hora de legislar. Gran parte de nuestra política exterior se reduce a preservar y ampliar los privilegios de nuestras empresas en el exterior. Aunque sus prácticas contravengan la legislación interna de los países en los que operan y los más elementales principios de responsabilidad social corporativa.

 

 

       Así las cosas, resulta comprensible que los ciudadanos acojan con desconfianza las declaraciones de los políticos en las que exponen medidas políticas que, según ellos, sirven para generar confianza en los mercados y en el mundo empresarial cuando se conocen las estrechas relaciones entre política y mercados: no siempre transparentes, lo que hace inevitables las sospechas.

 

Transparencia

Recientemente se ha anunciado que en las páginas web del Senado y del Parlamento se publicarán listas con los bienes de los parlamentarios y los senadores. También se impedirá el pluriempleo de los miembros de ambas cámaras legislativas, que se calcula practican en estos momentos un 15% de sus señorías. Parecen medidas sensatas. Habrá que ver qué alcance tiene, por ejemplo, la obligación de declarar la lista de bienes: ¿Solo las cuentas en bancos españoles? ¿Solo las cuentas a nombre de los políticos, y no las cuentas a nombre de familiares que puedan esconder el uso de testaferros? Desde luego, podremos llevarnos sorpresas, como cuando leemos la declaración de bienes de Francisco Camps, el reelegido —e imputado en la trama Gïrtel— presidente de la Comunidad Valenciana: cuenta con un patrimonio tan pequeño que dan ganas de hacer una colecta para remediarlo.

       En definitiva, no basta con establecer una medida que “suene bien”. Tendría que exigirse declaraciones de bienes completas. También en Rusia los candidatos a puestos de responsabilidad deben entregar una lista de sus bienes, y dichas listas son, por decirlo de manera tibia, parciales, como en el caso de Roman Abramovich, candidato a la presidencia de una región siberiana, que declaró poseer, en la casilla de su declaración dedicada a los “medios de transporte”, un Volswagen Golf, pero no el yate de varios cientos de millones de euros. No hace falta irse a Rusia. Cuando fue nombrado presidente de Italia,  Berlusconi en teoría dejó de ser propietario de muchas empresas que formaban parte de su grupo. La titularidad es de su mujer, sus hijos, sus parientes, etcétera. En teoría.

       La transparencia de la Administración pública es una reclamación lógica que lleva años planteándose. España no cuenta con una ley que obligue a las administraciones a publicar informes sobre su gestión, o a facilitarla cuando un particular se la solicita. En enero de este mismo año, el Gobierno español anunciaba que presentar ante el Parlamento su anteproyecto de ley acerca de la transparencia de las administraciones no estaba entre sus prioridades legislativas. El anteproyecto, que ya se había redactado, debía cumplir con lo establecido en el Convenio del Consejo de Europa sobre Acceso a Documentos Públicos, acordado en junio de 2009 en la ciudad noruega de Trømso. España es uno de los cinco países de los 27 miembros de la UE que aún no cuentan con una ley de acceso a documentos públicos. Hace una semana, sin embargo, el portavoz del Gobierno afirmó que esperan aprobar una Ley de Transparencia de la Administración antes de las vacaciones del verano. También se mostró partidario de refundir todas las regulaciones que se refieren a los secretos de Estado.

       Una ley de acceso a los documentos públicos debería permitir saber desde con cuántos coches públicos cuenta una administración hasta todos los detalles de la contratación pública, incluido, por ejemplo, el coste del viaje a España de Benedicto XVI en 2006, supuestamente aprovechado por la trama Gürtel para desviar dinero. Cualquier ciudadano —incluidos los periodistas— podrían solicitar y consultar esa información. Aunque episodios como la demora en la entrega de sus contratos por parte de la Generalitat Valenciana en el caso por la trama Gürtel, o el caso relacionado con la reticencia de la Junta de Andalucía a la hora de entregar las actas de Gobierno relacionadas con los expedientes por los ERE, investigados por supuesta falsedad, hacen que uno sea pesimista: en nuestro país los políticos parecen creerse los únicos dueños de los documentos públicos. Visto el panorama, y en tanto se legisla el acceso a la información pública, lo más urgente tal vez sea endurecer las penas por obstrucción a la justicia cuando el sujeto que obstruye es un servidor público..

 

 

VI. Los ciudadanos  piden una carga impositiva adecuada a los ingresos y el patrimonio de las personas físicas y jurídicas

 

Un Estado puede adoptar la forma política que quiera, puede incluso tener un himno sin letra y regiones con “particularidades históricas” (y pueblos y aldeas y hasta barrios con particularidades históricas), pero para ser un Estado con una mínima esperanza de vida ha de recaudar impuestos y hacer una gestión adecuada de esos impuestos. La Hacienda Pública es el corazón de todo Estado, la que permite que la sangre circule a través de su burocracia y llegue a los ciudadanos en forma de servicios y prestaciones. La carga impositiva es uno de los mejores baremos para saber ante qué tipo de Estado nos encontramos.

       Los ciudadanos españoles sabemos que tras el comienzo de la crisis el Gobierno ha subido el Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA) dos puntos, hasta situarlo en un 18%. También sabemos que en 2008 fue suprimido el Impuesto sobre el Patrimonio, que gravaba la riqueza.

       Por cierto, entre los argumentos que se esgrimieron para suprimir el el Impuesto sobre el Patrimonio —algunos tal vez válidos, como su ineficiencia— el entonces ministro de Economía y Hacienda, Pedro Solbes, explicó que, contra lo que se creía, era un impuesto que recaía sobre todo en las rentas medias, no en las más altas. Sin embargo, en países como en Francia, donde periódicamente se debate si se debe o no suprimir este impuesto, los defensores de su supresión aducen que es uno de los motivos por los cuales las rentas más altas salen del país, tratando de evadir la alta fiscalidad. Una opinión suscrita, por cierto, hace pocos meses por el ministro alemán de Finanzas, que justificaba con ese argumento su supresión en Alemania. Cabe suponer que Solbes, como ex comisario europeo de Economía, estaba al corriente de este argumento esencial a la hora de comprender el Impuesto sobre el Patrimonio cuando realizó sus declaraciones.

       Sin negar que la eficiencia del Impuesto sobre el Patrimonio fuera la más conveniente, su supresión —añadida al aumento del IVA y de los impuestos especiales— ha generado entre muchos ciudadanos la impresión de que es esa clase media, mayoritaria, la que está teniendo que hacerse cargo del desequilibrio de las arcas públicas viendo, además, cómo disminuyen las prestaciones sociales que debería recibir a cambio.

 

Impuesto de sociedades

El economista Vicenç Navarro señalaba hace unos días desde las páginas del diario Público que algunos datos indicaban que un impuesto de sociedades bajo no es una medida necesariamente buena. Ponía como ejemplo a Suecia: “Los ricos y los grupos fácticos (banca y gran patronal) españoles pagan en impuestos sólo el 20% de lo que pagan sus homólogos en Suecia. El enorme poder político y mediático de estos últimos [sic., se refiere a los españoles] da lugar a las políticas fiscales regresivas que explican, en parte, los bajos ingresos al Estado y la escasa creación de empleo público. Es necesario y urgente aumentar los impuestos y su progresividad creando empleo (y reduciendo el déficit social de España, que tiene el gasto público social por habitante más bajo de la UE-15)”. Suecia es el extremo, pero existen modelos más realistas y alcanzables, como los de Alemania y Francia. Es decir, países mucho más desarrollados que España han construido su riqueza basándose en un sistema fiscal más progresivo que el nuestro. Eso no les ha impedido consolidar un tejido económico y financiero más sólido que el español al tiempo que desplegaban un paraguas de protección social más amplio.

 

¿Hambre para hoy, hambre para mañana?

Algunos dirán que hace años tal vez estuvimos a tiempo de optar por este modelo de fiscalidad, pero que ahora no es posible. Tenemos que atraer inversión desesperadamente, generar empleo de manera urgente, etcétera. Sea como fuere, sigue notándose la ausencia de perspectivas de futuro en los planteamientos fiscales que nos están planteando (véase la supresión del impuesto de sucesiones en Cataluña): ¿Tendremos que afrontar el pago de la deuda entre la clase media y baja a cambio de contar en el futuro con un sistema fiscal progresivo semejante al de otros países europeos desarrollados? ¿O nos están proponiendo, a las clases medias y bajas, ser también en un futuro los contribuyentes principales de un sistema fiscal que no hará sino mantener su falta de progresividad incluso si se logra la recuperación económica? Son preguntas lógicas: sería grato conocer a cambio de qué recompensa futura tienes que hacer los sacrificios que te exigen a corto y medio plazo.

 

Fraude fiscal

Con independencia de sus explicaciones desinformativas sobre la supresión del Impuesto sobre el Patrimonio, es cierto que el Gobierno parece haber emprendido una lucha contra el fraude fiscal de las grandes empresas. Suponen un 2% de los contribuyentes españoles y registran un 25% de la recaudación que ingresa Hacienda por multas relacionadas con el fraude fiscal.

 

 

       En paralelo, el Gobierno hizo en 2010 una gran campaña de lucha contra las cuentas opacas de las grandes fortunas en el extranjero. A través de un proceso de regularización “voluntaria” —la mayor en la historia de nuestro país, criticada por el sindicato de los inspectores de Hacienda por considerarla un trato de favor hacia esos defraudadores—, el fisco logró recaudar hasta septiembre de 2010 en torno a los 260 millones de euros, y solo en concepto de los pagos que se tendrían que haber realizado y que fueron evadidos por las cuentas del HSCB suizo. Esa cantidad era solo una parte del monto total de lo que se supone había sido evadido. Además, están pendientes varios procesos por delito fiscal, entre ellos uno ya mencionado contra Emilio Botín y su hermano Jaime, y los hijos de ambos, incluida Patricia Botín. Los cargos de fraude y falsedad documental que se investigan podrían llegar a implicar la declaración de idoneidad de Botín y de su hija para seguir al frente de sus entidades bancarias.

 

Seguridad social

Otro de los mecanismos por los que las arcas públicas obtienen altos ingresos es a través del pago de las cuotas de la seguridad social. Sobre la base de achicar la economía sumergida, las empresas tienen hasta el próximo mes de julio para regularizar a los trabajadores que puedan estar trabajando sin estar dados de alta en la Seguridad Social. Un estudio reciente de la Fundación de las Cajas de Ahorros españolas (FUNCAS) calcula que en nuestro país tal vez existan hasta 4 millones de empleados no regularizados. Eso explica, en gran parte, que la economía sumergida, según ese mismo informe, represente un 21% del PIB anual, uno de los porcentajes más altos de Europa. 

       El Gobierno ha anunciado fuertes multas para los empresarios que no se acojan a la regularización voluntaria. La medida parece una apuesta seria del Gobierno para terminar con ese empleo sumergido que genera dos graves problemas: los trabajadores no cuentan con derechos y las arcas públicas no ingresan las cuotas de la Seguridad Social. Recientemente, sin embargo, el director de la Inspección de Trabajo reconocía que la labor de control del empleo sumergido tendrá que llevarse a cabo con unos efectivos escasos: 1.000 inspectores y otros 1.000 subinspectores. Tendrán que investigar sectores tan amplios y afectos a la economía sumergida como la construcción, la agricultura, la hostelería, los servicios en general, etcétera. Habrá que esperar para comprobar los logros de su actuación, pero teniendo en cuenta los recursos que se dedicarán a la tarea parece evidente que estamos ante otra de esas medidas bienintencionadas que no cuenta con la firme voluntad política del Ejecutivo.

 

Temor a las reformas

Armando Fernández Steinko, autor del libro Las pistas falsas del crimen organizado (Libros de la Catarata, 2008), nos comenta que una reforma fiscal que afectase a las grandes fortunas entraña riesgos que los Gobiernos no parecen dispuestos a afrontar: “Los grandes intereses financieros son los que mandan hoy en los Gobiernos occidentales. Sus clientes son las grandes fortunas. Son ellos los tenedores del grueso de la deuda pública, sobre todo en el caso de la deuda de los países europeos, es decir, que en sus manos está la estabilidad presupuestaria de los Gobiernos, condicionada por la deuda pública y su coste en intereses. Una reforma fiscal progresiva secaría de la noche a la mañana la liquidez sobrante provocando una caída de las bolsas”.    

       La evasión fiscal continua siendo un lastre significativo y condiciona en gran medida la recaudación de las haciendas públicas.  “El problema de la evasión fiscal es que una buena parte de la misma, mayormente la de las grandes fortunas, está legalizada de hecho, por ejemplo gracias a la posibilidad de abrir cuentas en paraísos fiscales o de crear empresas tapadera para escriturar a su nombre grandes cantidades de patrimonio mueble e inmueble”, sostiene Fernández Steinko.

 

Paraísos fiscales

José Luis Escario, experto en paraísos fiscales de la Fundación Alternativas, que publicó hace unos meses el libro Los paraísos fiscales. Los agujeros negros de la economía globalizada (Libros de la Catarata, 2011), destaca que la cifra de fraude fiscal en España, en torno al 25% del PIB, duplica la media europea, estimándose que cada año nuestra Hacienda Pública deja de ingresar unos 70.000 millones de euros. Para hacernos una idea de esa cantidad puede servir como referencia que el segundo rescate griego propuesto por la UE asciende a 110.000 millones de euros. “Ha crecido la alarma tanto por la cuantía de este fraude como por los efectos negativos que tiene la evasión fiscal. Los paraísos fiscales son lugares de proliferación de productos financieros de alto riesgo (Hedge Funds) y donde la valoración de la salud de las instituciones financieras se hace muy difícil, debido al alto grado de desregulación”.

 

 

       Según Escario, los ingresos fiscales que los Estados dejan de ingresar debido a las sumas de dinero enviadas a paraísos fiscales explican en parte que esos mismos Estados tengan que recurrir a la deuda para financiar sus gastos: “Estamos ahora viviendo los efectos de la sustitución de políticas basadas en una fiscalidad justa y eficaz por una política basada en la financiación a través de la deuda. Los Estados ya responden más ante los acreedores que ante los ciudadanos. El contrato social existente entre uno y otros se está debilitando. El aumento de fraude fiscal, del cual se benefician especialmente las grandes empresas, hace que las pymes [pequeñas y medianas empresas] y los trabajadores tengan que pagar lo que las multinacionales no pagan, viendo cómo los servicios que reciben del Estado se ven recortados. En este sentido, se puede decir que los paraísos fiscales son una amenaza a la viabilidad del Estado de bienestar”.

       Respecto a las medidas que se prometieron tomar para limitar los paraísos fiscales tras el inicio de la crisis, Escario explica que a día de hoy no se han dado grandes pasos: “Tras el fuerte impulso que se dio al tema en el G20 de Londres (abril 2009), en el que los líderes mundiales declararon que ‘la era del secreto bancario había terminado’, la intensidad de la acción conjunta ha ido decayendo. Existe el riesgo de que, cumbre tras cumbre, el G20 se limite a declaraciones de intenciones y posponga constantemente la adopción de medidas concretas, como la exigencia de una mayor transparencia en la presentación de las cuentas de las multinacionales y bancos o el establecimiento de un intercambio de información efectivo entre las administraciones fiscales”. Las medidas adoptadas por la OCDE y por la UE tampoco han sido hasta la fecha rotundas, aunque desde ambas organizaciones se está trabajando en reformas que podrían suponer un cambio significativo: “El G20 de Cannes y los Consejos de la UE de los próximos meses van a ser decisivos para ver si de verdad hay una voluntad política de avanzar”, comenta Escario

       Uno de los problemas a la hora de aprobar medidas legales contra los paraísos fiscales es la dificultad de alcanzar un acuerdo a la hora de elaborar las listas de esos espacios al margen del escrutinio fiscal. Ni siquiera se logran alcanzar acuerdos políticos sobre qué es un paraíso fiscal: “Quizá la lista más fiable sea la confeccionada por la coalición de ONGs Tax Justice Network (TJN). Según esta organización, los paraísos fiscales han pasado de 25 en los años 70 a unos 72  en la actualidad. Hay un listado bastante completo, el llamado Finacial Secrecy Index, en el que se clasifican los paraísos fiscales según su índice de opacidad. Entre ellos podemos ver varios europeos, como Luxemburgo, Suiza, Gibraltar, Lienchestein, etcétera”, explica Escario, que recuerda también que TJN estima que existen 9,2 billones de euros depositados en paraísos fiscales. Otras fuentes elevan esa cantidad hasta los 11,54 billones. Estaríamos hablando de entre un 70% y un 80% del PIB de Estados Unidos.

 

VII. Los ciudadanos consideran que los medios de comunicación tienen una responsabilidad social con la que no siempre cumplen

 

         20 de mayo por la tarde, Puerta del Sol. Me encuentro con un amigo periodista al que hace tiempo que no veo.

         Yo: ¿Cómo va todo? ¿Estás trabajando?

         Él: No, hoy no. He estado trabajando aquí casi toda la semana. Pero no me hables… Mi última crónica ha salido firmada con mi nombre pero la cambiaron casi por completo en la redacción. Según mi jefe, mi descripción de lo que vi no se adecuaba a la visión que nuestro medio quería dar del 15-M.

 

       Cuando me reúno con periodistas recuerdo la frase que suele aplicarse al cóctel Martini: “Uno es poco, dos no son todavía pocos y tres son ya demasiados”. Con uno de tus amigos periodistas puedes mantener un diálogo normal, sobre esto, lo otro y sobre nada al mismo tiempo. Un diálogo normal, vaya. Si te reúnes con dos periodistas el diálogo sobre esto, lo otro y sobre nada al mismo tiempo, aún puede resultar interesante, aunque por momentos comenzará  a derivar hacia “los males de la profesión”. Con tres periodistas en torno a una mesa ya resulta imposible mantener una conversación que no se centre casi exclusivamente en las miserias de una profesión que “vive sus horas más bajas”, “que no parece tener solución”, “que no parece tener futuro”, etcétera.

 

¿Manipulación?

En la Puerta del Sol, y en otras plazas del país, se pudieron ver numerosas pancartas reclamando unos medios de comunicación  que cumplan con su supuesta función social: ofrecer una información veraz y de calidad. Los enviados de televisiones como Telemadrid o Veo7 tuvieron que pasar un mal momento cuando, al conectar en directo, se vieron rodeados por cientos de personas coreando “¡Televisión, manipulación!”.

       La cobertura del 15-M, sobre todo en los primeros días de vida del movimiento, no fue buena. Tampoco mejoró en ciertos medios cuando se celebró la manifestación del 19-J. El enésimo fracaso de los medios de comunicación españoles. Ni los medios mayoritarios ni, era de esperar por otra parte, medios de reciente creación como esradio o Veo7, explicaron lo que estaba ocurriendo en las calles. No lo entendieron o no quisieron entenderlo. Se produjeron, incluso, casos de desinformación.

 

 

Información y espectáculo

La sensación entre los lectores y los espectadores españoles con unas mínimas ganas de informarse es que en los últimos años hemos asistido a una considerable degeneración progresiva de los medios: para muestra la fusión de Telecinco y Cuatro, que ahora forman un continuum berlusconizado, sobre todo en muchos de sus espacios informativos. Tampoco son mucho mejores el resto de informativos que emiten otras cadenas de televisión.

       Resulta también preocupante, por mucho que se haya generalizado, el uso de periodistas-modelos. No me refiero solo a que los informativos de una cadena como Antena 3 hagan que sus presentadores estrella den las noticias de pie, “desfilando”: resulta más inquietante que un número cada vez mayor de reporteros de las televisiones tiendan a cumplir con unos determinados cánones de belleza. ¿Es lo que pide el público? Tal vez sí, y padezcamos todos ese grado de perversión. En cierto modo tiene sentido: dadas las noticias que nos ofrecen, con la superficialidad como norma general, al menos uno puede recrearse con la “buena presencia” de los reporteros reconvertidos en presentadores. Los medios de Berlusconi utilizan ese recurso desde hace décadas y no le ha ido mal: a través de sus medios ha conseguido modernizar, mediatizándola, la teoría del golpe de Estado.

       Se han borrado fronteras que resultará muy difícil volver a trazar: las que debería separar propaganda, marketing, espectáculo e información.  Para asegurar su supervivencia económica o simplemente para compensar sus cuentas de pérdidas, muchos medios han reducido plantillas, bajado sueldos y aumentado la precariedad. Esto ha propiciado que gran parte de la información provenga casi siempre de las agencias de noticias: noticias breves, a menudo carentes de análisis, cifras y nombres que pueden significar, en algunos casos —como cuando se dan referencias económicas sin análisis— una cosa y su contraria.

       Atentos sobre todo a los trending topics y las noticias más leídas el día anterior, las directivos de muchos medios han convertido la mayoría de sus reuniones de redacción en evaluaciones de los gustos y las “necesidades” de los lectores, sobre la base de parámetros no muy distintos de las reuniones de marketing de las empresas de comestibles, ropa, preservativos o perfumes.

 

Precariedad

Cuando hablas con periodistas, muchos entienden que haya ciudadanos que cuestionen la labor de los medios. Les gustaría, sin embargo, que se conocieran mejor los condicionantes a los que tienen que enfrentarse cada día en su trabajo. Desde hace algún tiempo, por ejemplo, en casi todos los medios trabajan con la amenaza de un futuro Expediente de Regulación de Empleo (ERE). Esto ha venido a sumarse a la precariedad laboral existente desde antes de la crisis, que en los últimos años ha hecho que un gran número de profesionales de los medios —como ocurre en casi todas las profesiones— tengan que someterse dócilmente a las órdenes recibidas, con un escasa capacidad de protesta. En los medios también se cobran salarios del miedo, bajos y asociados a contratos temporales o a relaciones laborales de colaborador: resulta imposible discrepar de los superiores sin sentir automáticamente temor a perder tu trabajo o a que no te compren un artículo si no lo has enfocado de una cierta manera.

       Los despidos en muchos medios han propiciado también que muchos profesionales tengan que hacerse cargo de las labores que antes realizaban varios compañeros. El reportero, en estos momentos, no solo tienen que preparar la información para el formato principal de su medio —radio, televisión o prensa escrita—. Se le exige además que elabore los “contenidos” para la página web, que tome fotografías, aunque sea con su teléfono móvil, y que no deje de twittear los acontecimientos según vayan ocurriendo. Resultado: en una jornada laboral solo puedes llevar a cabo todas esas tareas si prescindes de salir a informarte.

 

20 minutos

La semana pasada, el director general de comunicación del Consejo Europeo realizó unas declaraciones en las que lamentaba la disminución de corresponsales en Bruselas. También comentó que parecían ya una cosa del pasado lejano los días en los que a un corresponsal se le daba un cierto tiempo, incluso meses, para que se instalara en su nuevo destino, mejorar su dominio de la lengua y fuera aprendiendo los códigos y conociendo a la gente con la que tendría que tratar. Hoy en día el corresponsal ha de comenzar a enviar “información” de inmediato, procesándola además cada día en varios formatos: para la web, para las redes sociales del medio, con audio, vídeo, etcétera. Como resultado tenemos una información más veloz, pero menos profunda. La velocidad, uno de los pilares fundacionales de la globalización no tiene por que ser siempre buena. Muchos acontecimientos no se pueden entender sin un análisis atento, sin un trabajo periodístico que puede llegar a durar meses antes de reunir todas las claves. Hay un chiste Woody Allen que lo ejemplifica: “Hice un curso de lectura rápida y fui capaz de leer Guerra y paz en veinte minutos. Va de Rusia”. Hay medios que pretenden de sus profesionales que se informen en veinte minutos para después informar en dos. Tal vez sea el espíritu de nuestro tiempo, considerando que también hay lectores que leyendo cada mañana periódicos gratuitos como  20 minutos creen tener los suficientes elementos de juicio para emitir un voto.

 

 

Sin preguntas

Los medios no solo se enfrentan a sus debilidades internas. La clase política controla cada día más el acceso a la información que tiene que ver con los partidos y sus dirigentes. En otras palabras, tienden a manipularla hasta extremos absurdos. Las Asociaciones de la Prensa españolas publicaron a comienzos de mayo un documento en el que mostraban su indignación ante un hecho cada vez más generalizado: las ruedas de prensa ofrecidas por políticos en las que no se admiten las preguntas.

       Los partidos llegan a enviar empaquetadas audiovisualmente las declaraciones de sus dirigentes. Lo peor: los medios han llegado a emitirlas haciéndolas pasar por noticias conseguidos por sus plantillas. Por cierto, tampoco estaría de más que, al menos en ciertos casos, se emitiesen también las preguntas que se plantean a los representantes políticos. Emitir solo las respuestas, como suele hacerse, nos impide conocer el grado de adecuación de una respuesta a la pregunta: en muchas ocasiones, es nulo. Los medios deberían hacer todo lo posible por, en palabras del periodista británico Robert Fisk, evitar las sospechas de que mantienen “una relación osmótica y parasitaria con el poder”.

 

¿Propaganda?

Por una parte, los directores de algunos medios disculpan muchos de sus comportamientos diciendo que no hay lectores interesados en pagar por buena información. Por otra, los lectores se niegan a pagar lo que cuesta un diario o una revista si le ofrecen poco más que un diario gratuito —información poco elaborada, refritos de teletipos de agencias, casi nulo periodismo de investigación, etcétera— o si le van a ofrecer información contaminada por la falta de rigor periodístico. Aunque esto último parece importar menos: con su cobertura del 11-M, El Mundo vendió miles de ejemplares que no habría vendido de haberse limitado a hacer periodismo. La desinformación alcanza incluso a secciones de los periódicos supuestamente neutras, como cultura: ¿Alguien espera, por ejemplo, que un libro publicado por la editorial Alfaguara reciba una crítica justa en ‘Babelia’, el suplemento literario de El País, basada en las apreciaciones sinceras del crítico?  Así las cosas, ¿deberían valorar algunos medios  la posibilidad de incluir algo parecido a un manual de instrucciones para que el lector sepa qué tiene que leer como propaganda —comercial o política— y qué como información?

       Muchos profesionales discrepan de sus jefes: siguen confiando en que los lectores actuales están dispuestos a pagar por buena información. Solo habría que invertir en ella. Problema: la publicidad se ha desplomado. Y no hay dinero. O sí lo hay: pero se emplea en desplegar todos los medios técnicos y humanos imaginables para informar, por ejemplo, del enésimo partido del siglo o en conectar en directo con “varios puntos de la Península”  para que los corresponsales informen de que en los Pirineos está nevando en enero o haciendo calor en Almería en julio, “mucho calor, los viejos del lugar no recuerdan nada semejante”, etcétera.

       Lo único seguro es que los medios se encuentran ante un decisivo cambio de época tecnológica (y en consecuencia, existencial) en su modelo de negocio. Es pronto para saber lo que sucederá, por mucho que los gurús de la información estén cobrando cifras astronómicas por “explicar” cómo debería ser el futuro a partir de sus predicciones.

       Las filtraciones de WikiLeaks supusieron un desafío claro a los medios tradicionales. WikiLeaks había conseguido un información que, si los medios hubieran hecho bien su trabajo, tendría que haberse sabido mucho antes. Al menos una parte de esa información. En España, por ejemplo, los medios no lograron siquiera conseguir información sobre las maniobras políticas y judiciales que tuvieron lugar para obstaculizar una correcta investigación sobre la muerte en 2003 de uno de los suyos, el cámara José Couso, causada por un disparo de un tanque estadounidense Abrams contra el Hotel Palestine de Bagdad, en el que se alojaban casi todos los periodistas internacionales. Y eso, a pesar de que la familia de Couso y los periodistas españoles alojados en el Hotel Palestine aquel día han tratado de llamar la atención insistentemente sobre el hecho de que muchos indicios señalaban que pudo no haber sido un error.  Las autoridades estadounidenses ejercieron toda la presión política que pudieron para evitar que los jueces españoles investigaran correctamente aquel disparo contra el Palestine.

       Si bien WikiLeaks puso al descubierto algunas de las vergüenzas de los medios de todo el mundo, también parece claro que toda ese caudal de datos fue procesado y puesto en contexto por periodistas. Ante el volumen ingente de información, como el de WikiLeaks o el mundo en el que vivimos, necesitamos más que nunca de periodistas que lo procesen y lo contextualicen.

       Suceda lo que suceda en un futuro próximo con los medios, lo que no debería seguir ocurriendo es que sigan proliferando medios en los que a los periodistas cualificados no se les permite realizar su trabajo —por falta de recurdos, o porque la realidad dejaría en entredicho su línea editorial—, profesionales que llegan a sentir vergüenza —periodística, no solo ideológica— ante algunos de los contenidos que se publican en su medio.

 

 

       Y, claro, no conviene olvidar que si queremos información de calidad tendremos que pagar por ella. Parece lógico. También conviene recordar que estar informados no solo cuesta dinero, también es necesario invertir un poco de tiempo. Todo aquel que pretenda estar informado solo a través de un diario, o de un solo canal de televisión o una sola emisora de radio, puede exponerse a dosis no aconsejables de propaganda y, sobre todo, de aburrimiento informativo. Como si comiera el mismo plato uno y otro día, con la misma salsa y las mismas monótonas especias.

 

VIII. Los ciudadanos exigen un justicia eficaz y que se respete la separación de poderes

 

La guerra político-judicial sobre si el Estatuto de Autonomía catalán era o no compatible con la Constitución española, el proceso contra el juez Baltasar Garzón o la reciente polémica sobre las listas electorales del partido político Bildu han generado serias dudas en la ciudadanía sobre la independencia de los más altos estamentos del sistema judicial español. Tampoco ha ayudado la mascarada de “yo dimito” y “pues va a ser que no, porque yo no te acepto la dimisión” representada por tres magistrados del Tribunal Constitucional

       La politización de la justicia no afecta sólo a las más instancias judiciales. Cabe preguntarse a qué se dedicaron las fiscalías, sobre todo las encargadas de anticorrupción, durante todos los años de boom inmobiliario. ¿Y los jueces instructores? Resulta difícil explicar esa inoperancia de la justicia contra la corrupción urbanística en las últimas décadas, remediada solo en parte en fechas muy recientes, si no pensamos en una instrumentalización política a gran escala de la justicia.

 

Falta de medios

La politización no es el mayor ni el único problema de la justicia española. Los ciudadanos saben que disponemos de una justicia lenta. En muchos procesos, la exasperante lentitud a la hora de obtener una sentencia provoca además que se beneficie a la persona que ha causado un daño.

       Al hilo del debate público —políticas reactivas frente a las deseables políticas proactivas— se han anunciado reformas de ciertos procesos, por ejemplo el que debería facilitar el desalojo de un inmueble ocupado o de un inquilino moroso. En muchos casos estas reformas procesales, sin embargo, no van acompañadas de una dotación presupuestaria que facilite su implantación efectiva y eficiente.                     

       Las asociaciones de jueces y de funcionarios judiciales se han lamentado en numerosas ocasiones de su falta de recursos: escasez de personal, incluso escasez de funcionarios cualificados en ciertos puestos, sistemas informáticos obsoletos, bases de datos no relacionadas…

       El Plan estratégico de modernización de la justicia 2009-2012 es el último intento del Ministerio de Justicia de resolver un atasco judicial que en 2009 ascendía a cerca de 2,5 millones de casos pendientes de resolución en los tribunales españoles. Corren malos tiempo para que se destinen partidas presupuestarias para cumplir en tiempo y forma con las previsiones contenidas en ese plan.

 

IX. Los ciudadanos exigen su derecho a poder desempeñar un trabajo digno que les permita desarrollarse como personas

 

“En pocas palabras: la perspectiva de construir, sobre la base del trabajo, una identidad para toda la vida ya quedó enterrada definitivamente para la mayoría de la gente (salvo, al menos por ahora, para los profesionales de áreas muy especializadas y privilegiadas)”. Zygmut Buaman resume así los cambios en el mercado laboral que se han producido en estos últimos años —destacando su fragmentación y su discontinuidad— y que han provocado que muchos ciudadanos se hayan visto obligados a afrontar un alto grado de incertidumbre laboral y, en consecuencia, de incertidumbre personal, incluso respecto a su propia identidad. Esta incertidumbre no solo han las padecen quienes han perdido un trabajo  —como los casi cinco millones de desempleados españoles—, sino también aquellas que disponen de empleo cuando este es tan precario que no les permite construir un vida estable, ni realizarse como individuos. “Soy abogado”, “soy economista” , “soy administrativo”… suelen ser las respuestas que empleamos para explicar a qué dedicamos nuestra jornada laboral. En muchas otras lenguas, no sólo en español, se usa  el verbo ser para ponernos en relación con nuestro trabajo.

 

Trabajadores just-in-time

Contamos con un mercado laboral cada día más “flexible”. En los últimos años la tendencia generaliza en los países desarrollados ha sido la de conceder cada día más facilidades a los empresarios para que contraten y, sobre todo, para despidan. Una de las consecuencias es que ha aumentado la temporalidad y la inseguridad laboral. Se nos dice que es el precio que debemos pagar si queremos generar empleo y lograr que nuestro sistema productivo sea competitivo y rentable.

 

 

       El desarrollo técnico y tecnológico, sumado a la rapidez de los transportes que revolucionaron el comercio internacional y que constituyen uno de los pilares de la globalización, ha propiciado en las últimas décadas que a la hora de alimentar la cadena de producción y de distribución de bienes se haya popularizado el sistema de just-in-time. Así, el sistema productivo genera el componente para la fabricación de un bien —o el mismo bien final ensamblado— solo cuando el eslabón de la cadena productiva del que depende así se lo requiere. Con ello se logran reducir drásticamente los costes de almacenamiento, que en algunos sectores son muy altos, lográndose al mismo tiempo una adecuación entre oferta y demanda casi instantánea que simplifica la planificación y permite reaccionar con más rapidez a las contingencias de la producción y de los mercados.

       No es de extrañar que el mundo empresarial haya tratado de extender el modelo just-in-time a la hora de contratar a los trabajadores. El sueño de muchos empresarios —que ya han logrado en parte— es disponer de los trabajadores casi a su antojo: contratándolos y despidiéndolos con la misma facilidad con la que ordenan a su proveedor de materias primas un envío concreto de más mercancía o al repartidor de agua mineral un par de cajas más de botellas de agua para sus oficinas.

       Cuando los empresarios reclaman que necesitan que el mercado laboral español se flexibilice aún más, suelen aducir que con las actuales condiciones del mercado laboral tienen muy difícil competir con empresas ubicadas en países con una legislación laboral más laxa —China es el gran diablo en este sentido— y con cargas impositivas más livianas. Y tienen razón. El problema es que a fuerza de “flexibilizar” el mercado laboral podemos estar operando transformaciones sociales con unas consecuencias imprevisibles. Estas consecuencias son negativas si las analizamos desde  el punto de vista de los trabajadores, pero también si las consideramos desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto.

       En estos momentos de crisis, además de nuestros empresarios nacionales, son los mercados y las instituciones financieras internacionales, incluidas las europeas, las que nos urgen a llevar a cabo una reforma laborar que “flexibilice” nuestro mercado laboral. Es demasiado rígido, dicen.

 

‘Flexiseguridad’

En los últimos tiempos se ha popularizado en las instituciones europeas el concepto de flexiseguridad como una idea atractiva que debería imponerse en el mercado laboral comunitario. También lo defienden muchos empresarios, en especial por la flexibilidad laboral que comporta.

       Resumiendo se podría decir que el término flexiseguridad asume que en la actualidad es casi imposible construir un mercado laboral que asegure a los trabajadores contar con un puesto de trabajo “para toda la vida”. Lo importante no es el mantenimiento de un empleo, sino que el trabajador tenga la “seguridad” de que el cambio de trabajo, o los sucesivos cambios de trabajo que afronte durante su vida laboral, no van a repercutir negativamente en su capacidad de inclusión en la sociedad.

       Suele ponerse a Dinamarca como un país que ha sabido implantar un modelo exitoso de flexiseguridad laboral. El modelo se sustenta en tres pilares: la flexibilidad laboral pretendida por los empresarios, un sistema de protección social amplio, que en materia laboral incluye programas de formación continua y prestación por desempleo, y unas políticas de empleo activas.

       Hace unos meses José Luis Rodríguez Zapatero afirmó que la flexiseguridad laboral no era un modelo fácilmente aplicable en España. Si analizamos el modelo danés —un flexibilidad laboral comparable a la del Reino Unido y una seguridad de los trabajadores similar a la de Suecia— se le tiene que dar la razón a Zapatero.

       Dinamarca cuenta con una de las presiones fiscales más altas del mundo. Empresas y ciudadanos pagan muchos impuestos a cambio de recibir prestaciones acordes con ese esfuerzo tributario. Se ha generado así un sistema de redistribución económica que puede permitirse financiar políticas de empleo y de bienestar social con ese dinero recaudado.

       Los empresarios españoles, sin embargo, parecen pretender medidas de flexibilidad sin contrapartidas onerosas: sin aumento del impuesto de sociedades, con una reducción de las cuotas que deben pagar a la seguridad social por cada trabajador, etcétera. ¿Cómo pretenden que se financie un sistema de flexiseguridad?

       Otra medida que tratan de imponer los empresarios a nivel europeo es una revisión salarial en función de la productividad, liberándose de la indexación basada en el aumento del Índice de Precios al Consumo (IPC). Habrá que esperar para saber qué indicadores se utilizan a la hora de medir la productividad y cómo repercutirá esta medición en los salarios de los trabajadores en caso de implantarse dicha medida. Una objeción que se podría hacer a esta medida —que podría ser interesante si se aplica convenientemente— es que se aplicaría en un mercado laboral cada vez más “flexible”, es decir un mercado laboral en el que primarán la relaciones entre las empresa y trabajadores temporales. Como ha recordado Manuel Castells en varias ocasiones, hay estudios que señalan que a menor implicación y menor duración del trabajadr en la empresa, éste ofrecerá una menor productividad. Por consiguiente, hay una contradicción entre flexibilidad y productividad. Contradicciones semejantes se observan entre varios de los conceptos que quieren vendernos como “deseables y necesarios”.

 

 

       No es infundado el temor de muchos trabajadores que intuyen que muchas de las medidas que se tomarán en un futuro —y de muchas que ya se han tomado, como el abaratamiento del despido— no tendrán una contrapartida social, que les evite la exclusión social que suele comportar la expulsión del mercado de trabajo. Por el momento, las prestaciones por desempleo continúan vigentes y han ofrecido un paraguas imprescindible para la gran mayoría de los cinco millones de parados. Pero el sistema no es sostenible por mucho tiempo. Ni a corto ni a largo plazo. Es una preocupación a nivel europeo, pero en España es especialmente grave. Hay comunidades autónomas, como Asturias,  en las que casi existe una paridad entre contribuyentes a la Seguridad Social y receptores de prestaciones.

 

Sindicatos

Cuando se habla de la desafección que los ciudadanos sienten hacia los políticos que deberían representarles no suele mencionarse que un sentimiento similar es el que destilan los viejos sindicatos de los trabajadores. Carlos Taibo, en uno de sus libros más recientes, señala que las organizaciones sindicales parecen ancladas en una dialéctica obsoleta, a la que ni siquiera logran ser fieles: “La mayoría de los sindicatos parece incapaz, por otra parte, de interesarse por algo más que los salarios, el empleo y las pensiones (aunque en realidad a menudo sucede que sus concesiones en estos terrenos obligan a concluir que ni siquiera eso les interesa)”. También comenta que, sorprendentemente, ciertas palabras han desaparecido del vocabulario de los sindicatos: explotación y alienación, por ejemplo. Las palabras, como decimos, importan. Son los eslabones de los discursos.

       El movimiento 15-M ha puesto de manifiesto la total desconexión que existe desde hace años entre la ciudadanía y las organizaciones sindicales. Tendrán que afrontar un cuestionamiento interno si quieren asegurar su supervivencia.

 

¿Más competitivad, más fragilidad?

Hace casi quince años la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) encargó a los sociólogos Manuel Castells y a Martin Carnoy un informe que analizara la “flexibilidad sostenible” del nuevo mercado laboral condicionado por la globalización y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información. “Lo que emerge de nuestro análisis es la visión de una economía extraordinariamente dinámica, flexible y productiva, junto con una sociedad inestable y frágil, y una creciente inseguridad individual”, se afirmaba en dicho informe.  Convendría tener en cuenta ese diagnóstico a la hora de llevar a cabo todas esas supuestas reformas del mercado laboral que no están proponiendo.

       En otras palabras, no deberíamos dejarnos deslumbrar por el brillo ideológico de conceptos como “dinamismo”, “flexibilidad” o “productividad” sin tener en cuenta que nuestra sociedad podría volverse más inestable, más frágil.

       Además de esta dimensión social, no deberíamos desantender tampoco los efectos perniciosos de la creciente mercantilización —basada en la maximización de recursos y de beneficios— de casi todas las esferas de la vida. Ulrich Beck alerta acerca de cómo los daños personales que esto puede llegar a provocar: “La vida propia se proyecta como una empresa: debemos comportarnos como capitalistas frente a ella y organizar todos los referentes de nuestra propia vida en autónoma y apresurada obediencia a las leyes del mercado. Es decir, que nos convertimos en empresarios de nosotros mismos”. Trabajadores-empresarios obligados a asumir todos los riesgos y las incertidumbres a la hora  de invertir en ellos mismos, en su presente y en su futuro. A cambio de esta asunción de riestos, los trabajadores no ven aumentado el porcentaje de los beneficios empresariales de los verdaderos empresarios, sus empleadores.

 

X. Los ciudadanos exigen su derecho a una casa digna, a un precio asumible dado el poder adquisitivo de la mayoría

 

Se ha escrito mucho sobre la fiebre compradora inmobiliaria que se ha vivido en España durante las dos últimas décadas. Rasgo de distinción social, el contar con una casa en propiedad se convirtió en el anhelado halcón maltés de la clase media española. En otros países desarrollados —como Alemania y algunos nórdicos— el número de personas que viven de alquiler es mucho mayor que en nuestro país, sin que su calidad de vida deje de ser más alta que la española, más bien al contrario. El problema es que, al igual que ocurría con el halcón maltés, hecho con el material del que están hechos los sueños, las propiedades inmobiliarias alcanzaron precios astronómicos no acordes con su valor real. Y no solo eso: pobreza en la calidad de los materiales, reducción en los metros cuadrados habitables, constructores casi inmunes a las denuncias por mala praxis, etcétera. Las hipotecas con bajos intereses y períodos de pago de hasta cuarenta años facilitaron el sueño. En fin, la historia es de sobra conocida.

 

 

Embargados

La crisis ha disparado el número de embargos. Ante la imposibilidad de hacer frente al pago de las hipotecas, muchas familias han perdido sus casas. Solo en muy recientes fechas, a raíz del creciente número de ejecuciones inmobiliarias solicitadas por los bancos, se ha comenzado a hablar de que tal vez convendría reformar la Ley Hipotecaria: en estos momentos, además de perder la casa, todo aquel que no ha podido hacer frente al pago de una hipoteca ve comprometidos todos sus bienes e ingresos presentes y futuros hasta que salde su deuda. Es por lo tanto una obligación personal, de la que la casa ejerce como garantía: solo si al vender la casa la entidad bancaria obtiene el suficiente dinero como para extinguir la deuda ésta se anula. La situación del mercado inmobiliario en estos momentos no propicia esa solución.

       Los partidos mayoritarios se niegan a legislar una reforma que permita extinguir la deuda con la entrega de la casa: la denominada dación en pago. Ni siquiera están de acuerdo con aumentar el porcentaje de cancelación de la deuda que supone la ejecución hipotecaria. En relación con las hipotecas contratadas hace años, parece que sí se generaría un grave problema de seguridad jurídica si los efectos de una futura legislación se hicieran retroactivos. También es cierto que de legislarse la dación en pago como modalidad para la extinción de una deuda hipotecaria aumentaría considerablemente el precio de las hipotecas. Pero tal vez se podrían valorar otras opciones, susceptibles de ser aplicadas incluso retroactivamente.

 

Alternativas

El único argumento de que una legislación retroactiva vulneraría la seguridad jurídica no parece suficiente, teniendo en cuenta el dinero que nos ha costado el rescate de los bancos. Se les podría pedir que contribuyeran a la recuperación aceptando modalidades alternativas de pago hipotecario: por ejemplo,  una conversión en alquiler que podría reconducirse de nuevo a una hipoteca cuando las circunstancias económicas del deudor mejorasen. La falta de imaginación y de voluntad política han predominado hasta el momento en esta materia. Se ha constituido una subcomisión para estudiar posibles reformas de la Ley Hipotecaria. Mientras, los embargos continúan. Y continuarán.

       A la hora de facilitar el acceso a una vivienda, también se podría considerar la oportunidad de una mayor construcción de vivienda oficial protegida. O el reforzamiento de los programas ya existentes de alquiler ofreciendo, Administración mediante, unas garantías a los arrendatarios en caso de impago o desperfectos, los dos mayores temores de los propietarios a la hora de arrendar una propiedad inmobiliaria. Algunas de estas medidas reducirían los beneficios de los constructores, algunos de los cuales disfrutan de las mayores fortunas de nuestro país. ¿Es muy descabellado pedirles un “esfuerzo”? Quiero decir, si han sido parte del problema, seguro que agradecen ser también parte de la solución. Supongo que muchos de ellos estarán deseosos de limpiar la honorabilidad de un sector comprometido en algunos de los mayores casos de corrupción que se han producido en nuestro país. Aunque para ello tengan que ver reducidos sus increíbles márgenes de beneficios con un bien de primera necesidad como la vivienda. Sería cruel no darles esa oportunidad.

 

Urbanismo

Uno de los problemas a los que no se ha prestado tanta atención, a pesar de estar ligado al boom inmobiliario, es el desastroso urbanismo que hemos tenido que padecer en estos últimos años. El urbanismo debería ofrecer soluciones a la hora de diseñar las ciudades, su fisonomía y, a través de ella, su espíritu.

       Quien conozca la periferia de alguna ciudad de la Europa del Este que aún conserve el “carácter soviético” habrá comprobado que el urbanismo puede ser un arma de control social. Entre uno de los viejos barrios de la periferia de Moscú y muchos de los nuevos barrios de la periferia de Madrid hay pocas diferencias: en Madrid los edificios son más coloristas, y están más concentrados, para el aprovechamiento total del suelo edificable. En ambos casos: similar monotonía constructiva, las mismas avenidas anchas y casi vacías de tráfico… Uno diría que son barrios deshabitados, salvo por las noches, cuando pueden verse luces en las ventanas. Los llaman barrios dormitorio, ocupados por trabajadores que se desplazan cada mañana al centro de las ciudades o a las fábricas de la periferia y que solo regresan a sus casas para dormir. Poco más pueden hacer en esas zonas: como máximo hay algunos bares, unas pocas tiendas de comestibles… Y la nada más absoluta. Los espacios para el ocio suelen reducirse a los centros comerciales más cercanos: cines, restaurantes, boleras, supermercados, etcétera. Ocio igual a consumo. Los folletos con las ofertas de tal y cual superficie comercial son una especie de manual de instrucciones para saber cómo tienes que comportarte durante tu fin de semana.

       Al mismo tiempo que se producía la expansión de las periferias urbanas, se iba popularizando la construcción de significativas obras “faraónicas” por parte de todas las administraciones públicas. Edificios que se asociaban a una “regeneración” urbana —otro de esos conceptos del marketing político y económico—, y que facilitaban su “venta en período electoral” a cambio de miles o millones de votos: auditorios, teatros, palacios de congresos, etcétera. Se perseguía la repetición del exitoso modelo de regeneración urbana y económica que supuso el museo Guggenheim para Bilbao. Un caso especial que implicó, además, un trabajo de rehabilitación urbanística más amplia. Resultado: nuestro país cuenta con un número sorprendente de museos, la mayoría construidos en los últimos años como edificios estrella con fines electoralistas. La distribución por provincias va desde los aproximadamente 130 museos con los que cuenta Madrid a los 4 de Melilla.

       En otros casos, como en el de Barcelona, las “ambiciosas” obras para la “regeneración” urbanística comenzadas con motivo de los Juegos Olímpicos, implicaron el desplazamiento de barrios enteros para construir un renovado centro urbano destinado al ocio elitista de los turistas y las personas con más poder adquisitivo. Un ejemplo más reciente lo tenemos en el barrio valenciano del Cabanyal. Como escribe Jane Jacobs, arquitecta norteamericana: “Cuando se arrasa un barrio bajo no solo se echan abajo las casas viejas, se desarraiga a sus habitantes, se corroe la espesa capa de amistades comunales”.

       Resulta preocupante que tengas que dedicar a una casa con materiales de baja calidad y una extensión de zulo una gran parte de tus ingresos futuros, pero no resulta menos desolador que el urbanismo español se haya convertido en no-se-sabe-qué. Sin una dimensión humana, ética, en definitiva. 

       Y para acabar este decálogo contra la edad de oro del cinismo que impera en España, nada mejor que otro comentario de Jane Jacobs: “Superficialmente, la monotonía podría considerarse una especie de orden, pero es también el desorden de no tener dirección. En un lugar marcado por la monotonía y la repetición de la similitud uno se mueve pero no parece llegar a ninguna parte. Para orientarnos necesitamos diferencias”.

 

 

* Lino González Veiguela es periodista. Sus artículos más recientes en FronteraD han sido Los jóvenes saharauis reclaman acciones concretas, Vivian Maier: balada fotográfica de un corazón solitario y Patrice Lumumba: 50 años del magnicidio neocolonial

 


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