¿Qué queda después de 20 años?
Muchos asocian los atentados del 11 de septiembre con las explosiones y el ruido. Yo recuerdo un tiempo inmóvil. Quietud. Rostros perplejos avanzando por las veredas de la 34.
Estaba sentado en una carpeta, en una clase de inglés. El profesor me invitó a que repitiera lo que le había escuchado a un compañero turco: The first plane was not an accident. A second plane crashed into the Twin Towers. This is a terrorist attack.
Salí de clases corriendo. Bajé las escaleras del subway, dirección Downtown por la entrada de la Séptima: quería ir al World Trade Center.
Vi el vagón del tren 1, las puertas abiertas, muy iluminado por dentro. Pasaron los minutos y nada se movía. Una voz anunció por los parlantes: «debido a los eventos de esta mañana, el servicio está suspendido».
Me di cuenta que había un teléfono público en el centro de la plataforma. Yo tenía una tarjeta de llamadas en el bolsillo del blue jean. Pulsé la clave de la tarjeta, luego los números del teléfono de Lima.
Escuché la voz de mamá, de alguien a su lado –tal vez mi hermano– gritando que las torres se caían. Mi madre me dijo que hubo un ataque contra el Pentágono, que otro avión se iba contra la Casa Blanca. Era un ataque masivo.
Recuerdo sus gritos en el teléfono, instándome a que saliera de allí. De Nueva York. De Estados Unidos. Ya mismo.
*
Nadie me cree cuando digo que en ese momento yo no entendía nada.
Ese día –menos de un año después de quedarme a vivir ahí– yo era un vago que entre clase y clase se las pasaba metido en la sala de lectura de la New York Public Library. Un turista al que le daba vergüenza que lo vieran tomándole una foto al Empire State: crucé la Quinta, a media calle levanté la cámara, disparé sin enfocar.
Todavía me sentía como el inmigrante peruano al que sus colegas de La Opinión de A Coruña, despidieron después de pasar la noche brindando en Santiago.
Nada. Yo no entendía nada.
*
Sí recuerdo –bastante bien– la tibia mañana de septiembre. ¿Cómo se iba a estar acabando la historia a tan poca distancia de ese sol y esa paz que bañaba la Séptima Avenida?
Recuerdo a esa muchacha de la escuela que me encontré saliendo del metro y que acompañé hasta el Waldorf Astoria. Quería que su tío, el portero, la ayudara a comunicarse con Belo Horizonte. El silencio en los pasillos del hotel. Los hombres enternados removiendo el vaso de whiskey. Una tele muy al fondo, que todos observaban. Los murmullos.
El primer vagón que salió esa tarde (la línea roja de Metro North con destino final en Stamford, Connecticut). Los parlantes que anunciaron que pararía en todos los pueblos. El silencio de los pasajeros apretados en el vagón, como si una gran pregunta nos hubiera cerrado la boca.
Dice la historia que mientras yo salía de Manhattan, los rescatistas encontraban pedazos de seres humanos entre los escombros.
Recuerdo la incertidumbre.
*
Llegué a la casa de la familia en Westchester. Toqué el timbre de la casa de la tía Gladys en la calle Old White Plains Road. Entré a la sala. Alguien me acusó de no haber llamado. Di explicaciones: los trenes estaban detenidos, vine en el primero que salió de Grand Central.
Un aparato de televisión encendido en una sala, entre esos cientos de objetos que a mi tía le encanta coleccionar en sus viajes. Tal vez la voz calmada del tío Manolo. Tal vez la prima Patricia. Ella y yo éramos los únicos que íbamos a pasar el día en «la ciudad». Patricia fue la que me enseñó a caminar más rápido en las calles de Manhattan, cambiando de vereda, zigzagueando entre la cuadrícula, evitando parar en los semáforos.
Recuerdo la televisión encendida.
Vi las imágenes y recién entendí. Entonces todo cobró sentido: los gritos desesperados de mi madre, los reclamos de mis parientes, los múltiples mensajes en la contestadora del teléfono de mi departamento: Doda Vázquez del diario La Opinión de A Coruña. Por favor, devuélveme la llamada.
Un pintor de Ourense había salido de la Torre Sur, minutos antes de que chocara el avión. El espacio aéreo estaba cerrado, no podían mandar a nadie. Yo, que publicaba una columna de opinión de vez en cuando, tendría que hacer la nota. A la mañana siguiente tomé un tren y fui a la casa del pintor en Astoria. Le tomé una foto haciendo como que leía el periódico del 12 de septiembre.
Del día siguiente recuerdo al guardia del Empire State que me miraba detrás de una banda amarilla de «No pasar», los papeles pegados en las casetas de Bryant Park anunciando la cancelación del Fashion Week. Las personas sentadas a la sombra leyendo el Daily News.
También a un tipo en una esquina de la Séptima Avenida, frente al Madison Square Garden, la bandera amarrada alrededor de la cabeza, repartiendo la foto de Bin Laden: Wanted Dead Not Alive. Era la sed de venganza. Una idea tan ajena para mí. Eran los primeros tambores de la guerra.
Todo eso pasó 20 años atrás. Yo estuve allí.