En el año 2005, un amigo rumano me envió un volumen de poemas en edición bilingüe traducido por él al inglés. Yo no conocía al poeta ni de oídas; su nombre, Varujan Vosganian, me sonaba a armenio, debía de ser un rumano de origen armenio. Desde hace siglos, en Rumania existe una minoría armenia muy activa y que ha dado lugar a excelentes escritores en lengua rumana.
Algunos de los poemas que contenía el libro me gustaron mucho y, aunque no soy traductor de poesía, los traduje y publiqué en una revista literaria española, Cuadernos del Ateneo, de La Laguna, que sacó un número especial dedicado a la literatura rumana. A finales de aquel año, el Instituto Cervantes de Bucarest organizó un acto en el que presentó dicho número y al que yo fui invitado. También acudió el citado escritor, el cual leyó un poema en rumano y yo el mismo en español. Allí nos conocimos de forma fugaz Varujan Vosganian —vicepresidente de la Unión de Escritores de Rumania y político liberal— y quien esto escribe.
Posteriormente, durante mi etapa como director del Instituto Cervantes en Bucarest coincidimos unas pocas veces, ambos compartimos la distinción de un doctorado honoris causa. En alguna ocasión ocupamos la misma mesa, donde contó que su familia había llegado a Rumania huyendo de Anatolia durante la Primera Guerra Mundial. Más tarde, Varujan Vosganian fue nombrado ministro de Finanzas, ocupación que no le permitía prodigarse por los actos culturales, aunque la casualidad quiso que más de una vez nos encontrásemos en la cola del supermercado Okay, en la calle Maria Rosetti de Bucarest.
Una tarde de junio de 2009, de vuelta en Bucarest tras una larga estancia en España, entré en la librería Carturesti para ver las novedades literarias. En un estante vi un libro que me llamó la atención, se llamaba El libro de los susurros y el autor era aquel poeta metido a político. La obra se había presentado el mes anterior en la Feria del Libro de la capital rumana. Leí la contraportada y decidí comprarlo. Aquella misma noche lo abrí para hojearlo. No tenía intención de leerlo todavía pues tenía otro libro entre manos. Pero conforme iba leyendo no podía soltarlo de la mano. Lo cerré a las tres de la mañana subyugado por la fuerza y belleza de sus páginas.
La lectura siguió ininterrumpida los días siguientes y ese efecto cautivante se acrecentaba. Para mí, era un gran descubrimiento: tenía ante mis ojos el libro más interesante que había leído en años y el mejor libro que se había escrito en rumano en décadas. Todo ello me provocó un gran asombro: Vosganian era un poeta, solo había escrito un libro de prosa breve diez años antes; prácticamente, en el campo de la narrativa era un escrito novel, casi un principiante. Pero aquel era el libro de un escritor muy maduro que dominaba perfectamente tanto la técnica literaria como los recursos del idioma. Construía con mano maestra los personajes, manejaba varios registros literarios y usaba un lenguaje depurado, se valía de una lengua literaria brillante y llena de expresividad hasta el último matiz, lo que contrastaba con la mayoría de los escritores rumanos surgidos después del 89, de bastante pobreza lingüística.
Precisamente esa madurez se notaba a la hora de abordar el tema: el genocidio armenio a manos de los turcos. Eso, tratado por un escritor mediocre, habría dado lugar a un libro lacrimógeno, de personajes maniqueos acartonados, unos muy buenos y otros muy malos, pero de escaso o nulo valor literario. Vosganian escribía con distanciamiento, sin odio ni sed de venganza (aunque algunos de sus familiares fueron asesinados por los turcos en las matanzas de 1915), pero sin ahorrar escenas sobrecogedoras donde expone la realidad cruda. El libro posee una extraordinaria fuerza expresiva con la que el autor exterioriza la angustia de un pueblo.
Según iba leyendo el libro, pensaba que una obra de esa enjundia tenía que traducirse al español, que merecía publicarse en una lengua de gran circulación. Surgía un problema: que ningún editor español podría leerlo al no existir otro texto sino el original rumano. Esperé pacientemente a que llegase septiembre y las editoriales reanudasen la actividad tras la pausa del verano. Había que convencer a un editor para que lo publicase sin leerlo, fiándose de mis impresiones y de mi criterio. Tarea bastante ardua: un libro de casi 600 páginas firmado por un autor absolutamente desconocido es una apuesta arriesgada que no todo el mundo está dispuesto a hacer. Afortunadamente, yo venía trabajando en los últimos años con Pre-Textos, una editorial que antepone la calidad literaria de un libro a la cuenta de resultados. Les expuse el proyecto, les pedí un voto de confianza y decidieron embarcarse en este viaje sin tener más alforjas que mis referencias.
Fue una traducción difícil que me llevó diez meses de trabajo bastante duro. Aquí me gustaría citar la definición que del traductor da el hispanista rumano Mihai Cantuniari: “¿Qué es el traductor de un libro? Su mejor lector. Quien emplea en una traducción al menos medio año de su vida para que tú, lector, te la zampes en tres días”.
Como dije más arriba, el libro presenta una multiplicidad de registros lingüísticos: páginas documentales, otras que son un poema en prosa, estilo ensayístico, novelesco, coloquial con profusión de locuciones y frases hechas, etcétera, todo ello aderezado con un lenguaje de altísima calidad literaria preñado de metáforas y símbolos que obliga al traductor a poner en juego todos esos mismos resortes en su idioma a fin de que el lector español obtenga la misma impresión al leerlo que el lector rumano, lo cual lo lleva en ocasiones a tener que hacer verdadero encaje de bolillos con la lengua y retorcerla para extraer de ella sus máximas posibilidades expresivas.
Por otro lado, el libro contiene una gran variedad de referencias culturales e históricas desconocidas para el lector español que requieren las correspondientes notas a pie de página. No soy partidario de las notas en libros de literatura pues distraen al lector y, a veces, el exceso de notas resulta irritante. Las pongo solo cuando es necesario para la comprensión del texto. Aun así, se introdujeron casi sesenta.
Para poder traducir con mayor conocimiento de causa, en 2010, quien esto escribe se desplazó en compañía del autor hasta la localidad rumana de Focsani a fin de conocer de primera mano los lugares donde se desarrollan gran parte de los hechos de El libro de los susurros y poder así realizar una traducción más ajustada. Pude visitar la casa de los abuelos, donde se crió el autor-narrador y en cuyo patio se reunían debajo del albaricoquero (inexistente hoy) los viejos armenios de su niñez para contar historias entre susurros. Fui a la iglesia armenia; al cementerio armenio, con las tumbas de los protagonistas y el panteón vacío de la familia Seferian donde en la época comunista se reunían los armenios para debatir cuestiones trascendentales al abrigo de miradas curiosas; a la calle Patriei, antiguo asentamiento de la gitanería de Focsani y donde tuve la oportunidad de hablar con el hijo de Mantu, el de la tuba; vi los emplazamientos de las tiendas de los viejos armenios en la calle Mayor, hoy ya desaparecidas; la estación del ferrocarril, tan ligada a algunas de las historias que se cuentan en el libro, y por supuesto hice el trayecto desde la iglesia armenia a través de la calle Tabacarilor.
Para esta traducción siempre conté con la colaboración del autor, al que sometí a una auténtica batería de preguntas que me esclarecieran las oscuridades del texto. Hay que tener en cuenta que para traducir del rumano al español hay una escasez de materiales que no sucede en la traducción inversa. Por ejemplo, el rumano no cuenta con un diccionario de uso tipo María Moliner, ni con diccionarios de dificultades como el de Manuel Seco o los de dudas y estilo de Martínez de Sousa. Los diccionarios bilingües son antiguos y contienen gran cantidad de errores, pues en su confección no han intervenido españoles, solo rumanos con un conocimiento del español más académico que real.
El libro de los susurros es una obra difícil de catalogar por su propia riqueza de estilos. Es una amalgama: novela, crónica familiar vista con los ojos de un niño, documento histórico y de costumbres donde los olores del café y la baclava se perciben, pero, sobre todo, la voz de Varujan Vosganian es expresión de la conciencia colectiva del pueblo armenio. Podríamos decir que en un fondo constituido por la macrohistoria del destino del pueblo armenio se insertan microhistorias de personas reales transmutadas en personajes de novela y a las que, en ocasiones, Varujan Vosganian les imprime un ritmo cinematográfico. Por ejemplo, mi personaje favorito, Harutiun Fringhian, el rey del azúcar. Un hombre que huye de Anatolia cuando las matanzas de 1915; llega a Rumania con una mano delante y otra detrás y acaba por convertirse en el rey del azúcar, uno de los hombres más ricos del país. Los comunistas se lo quitan todo y van a echarle el guante, huye al monte con lo puesto, un mono que le prestan y que se pone encima del esmoquin, y con su testamento escondido entre la ropa. Allí se entierra en vida y se convierte en ovejero hasta que se entera de la muerte de Stalin. Sale de su escondrijo a los ochenta años, se instala en Focsani y, en la época más dura del comunismo, logra poner en marcha un negocio de venta de nueces, recogidas del huerto de la que fue su fábrica, entre los bares de la localidad y los domingos en la iglesia armenia de Bucarest, burlando la vigilancia de los milicianos comunistas, mientras agregaba codicilos al testamento en los que legaba a diestro y siniestro una fortuna inexistente. Aquel negocio dio sus réditos: se pudo comprar un abrigo usado y una tumba. Yo leía esa historia fascinante y veía al personaje en una película, encarnado por el gran actor rumano Victor Rebengiuc. Ojalá algún día un director de cine lea este libro y descubra el material potencial que hay en él para hacer una magnífica película.
Cuando uno lee El libro de los susurros inevitablemente se siente inclinado a hacer una comparación entre el holocausto armenio y el judío. Es cierto que este fue superior en víctimas, seis millones frente a millón y medio. Pero en conjunto, yo no podía dejar de pensar que el armenio había sido más terrible. Los nazis, como alemanes que eran, fueron eficaces incluso a la hora de matar en masa, rápido para acabar con el mayor número de personas. Los turcos eran más primitivos, ineficaces y bestiales; mataron menos pero con mayor refinamiento, aun así acabaron con casi todos los armenios. El capítulo 8 del libro, La historia de Yusuf, narra el tránsito de los deportados armenios, a latigazo limpio, por los diez círculos de la muerte, desde Anatolia hasta Deir-ez-Zor, en Siria, pasando por los desiertos de Mesopotamia. En él puede comprobar el lector cómo los tormentos del infierno pueden dejarse sentir en la Tierra.
Me parecía injusto el desigual tratamiento que la Historia había dado a ambos genocidios. Mientras los judíos fueron compensados con la creación del Estado de Israel y la República Federal Alemana pagó cuantiosas sumas de dinero como reparación por su responsabilidad en el holocausto, para los armenios supervivientes aquello fue una etapa más en su vida errante. Se creó una efímera república que a los pocos meses invadieron y desmantelaron los bolcheviques rusos. Nueva huida. Los que se establecieron en Rumania solo tuvieron un respiro de veinte años hasta que el Ejército Rojo invadió el país y se reanudaron las deportaciones y peregrinaciones. Muchos armenios fueron deportados a Siberia. Entre quienes se libraron de la nueva deportación, los más espabilados volvieron a hacer las maletas en pos de otro exilio; los que se quedaron lo perdieron todo, en el mejor de los casos, eso si no fueron a dar con sus huesos en las cárceles comunistas rumanas. Por si fuera poco y, a diferencia de Alemania, Turquía nunca ha reconocido su participación en esta atrocidad ni los responsables tuvieron su Núremberg.
Por eso me sentí solidario con su destino. Y pensé que la mejor forma de hacer patente esa solidaridad era poner este libro en una lengua que lo hiciera llegar a todos los rincones del globo, que rompiera el corsé de la lengua rumana e hiciese de él un libro universal gracias a ese instrumento poderoso que es la lengua española. Que pudiesen leerlo gentes incluso de otras lenguas, pero conocedores del español y que, de esta forma, nuestro idioma fuera vehículo de otras traducciones, que la nuestra sirviese para que las versiones de El libro de los susurros se multiplicaran. Que este terrible mensaje de Varujan Vosganian pueda extenderse por el mundo a lomos del español. La traducción española ha sido un detonante. De varios países la pidieron y hoy el libro se está traduciendo a media docena de lenguas, apenas dos años después de haber salido de la imprenta. Un hecho sin precedentes en las letras rumanas.
Yo no sé si dentro de cincuenta años en Rumania sabrán si Varujan Vosganian fue liberal, conservador o socialdemócrata (¿podrías tú decir, lector, si Dante fue güelfo o gibelino?), pero lo que es seguro es que sí lo recordarán como el autor de uno de los libros más bellos e impactantes que se han escrito en lengua rumana, El libro de los susurros. Un libro que para entonces será un libro universal. Un libro que, a buen seguro, no dejará a nadie indiferente.
Joaquín Garrigós, licenciado en Derecho y en Filología Hispánica, es traductor de literatura rumana. Ha publicado más de cuarenta traducciones al español. Como traductor ha recibido varios premios en Rumania, como el de la Unión de Escritores de Rumania (1999), el Premio Poesis (2006) y el del Festival Dias y Noches de Literatura (2007). En 2004 el presidente de Rumania le concedió la Orden al Mérito Cultural. Fue director del Instituto Cervantes de Bucarest