Son tres de las palabras más buscadas en Google, y su combinación puede ser explosiva.
Supervivientes es una de ellas. Las aventuras de cuerpos modelados como maniquíes de escaparate, pero con mucha menos tela que mostrar, interesan. Y mucho. Si prometiera fotos nunca vistas y que enseñan ese poco que falta por ver o chismes de los concursantes, muchos lectores devorarían hasta el último punto del reportaje.
Probablemente conseguiría el mismo objetivo si el texto incluyera unos números: la cantidad de alcohol de Ortega Cano en sangre en el momento del accidente que ocupó horas y horas de la parrilla televisiva.
Y como la cosa tiene que ver con la caja tonta, la serie Juego de tronos es la otra opción. “Las cosas que hago por amor”, así termina el primer capítulo del nuevo éxito de la HBO. Amor es arrojar a un niño al vacío tras ser descubierto en plena faena con su propia hermana. El sexo y la violencia también funcionan.
Algo de eso intuía el columnista de The New York Times Nicholas D. Kristof cuando dos años atrás comenzaba su columna anunciando cotilleos de George Clooney. Había viajado con él a Darfur y solo en el último párrafo volvía a referirse a ellos. “Me he quedado sin espacio”, lamentaba. No había contado nada de lo prometido y emplazaba a sus lectores al siguiente domingo.
Así consiguió Kristof captar la atención de muchos que hubieran pasado página si supieran que el artículo trataba de las miserias de Darfur. Una entradilla potente asegura el interés del lector. Un truco parecido al del columnista estadounidense es el que he utilizado yo. No pienso hablar de Supervivientes, de Ortega Cano ni de Juego de tronos. Este reportaje abordará las entradillas. Si aún no has dejado de leer, es que he conseguido mi objetivo.
¿Cómo afrontar un reportaje así?
Leer, leer… y escribirlo. Y preguntar. Con esta variable desaparecía un leer y hacía más sencilla la ecuación. Así que escribí a Gemma Saura, la reportera que cubrió para La Vanguardia la revolución de la plaza Tahrir. “La sede del Partido Nacional Democrático, la fuerza política de Hosni Mubarak, ardía anoche en El Cairo, y en esas llamas ardían treinta años de dictadura”, anticipaba en el impecable arranque de su crónica.
“Te iba a recomendar que rebuscaras entre los artículos de Plàcid Garcia-Planas (es casi fanático de las entradillas), pero me ha dicho que ya te has puesto en contacto con él”, me respondió Gemma. Claro que lo había hecho. No me habría planteado escribir estas líneas sin leer Jazz en el despacho de Hitler, premio Godó de Periodismo de Investigación y Reporterismo que recoge sus mejores crónicas de guerra en La Vanguardia.
“¿Qué explica mejor la guerra? ¿Las ofensivas del ejército afgano contra los talibanes o el ansia de los soldados por grabar el combate en sus móviles Nokia?”. Plàcid apuesta por lo segundo. Sus crónicas llevan la mirada de quien descubre que es posible broncearse bajo un bombardeo. La mirada de quien se pregunta qué hay en el lugar donde colgaron el cadáver de Mussolini: un McDonald´s. La mirada de quien pisa el despacho de Hitler en el momento en que suena música jazz; música “degenerada” en el lugar donde el Führer descubrió que podía dibujar un mapa de Europa a su medida. La mirada de quien piensa que “la música y la escritura son una misma cosa”.
La mejor forma de contar una guerra, sostiene, es a través de la paradoja. Como en la entradilla del reportaje El zoo de Kabul: “Se quedan mirándose. El avestruz a la mujer y la mujer al avestruz. Dos rejas separan sus miradas: la rejilla de un burka y los barrotes de una jaula”.
Una entradilla, señala el Libro de Estilo de El País, debe recoger “lo principal del cuerpo informativo”. Aunque eso no significa que constituya “un resumen o un sumario de todo el artículo”. Añade que “ha de ser lo suficientemente completa y autónoma como para que el lector conozca lo fundamental de la noticia solo con leer el primer párrafo”. Su extensión ideal, “unas sesenta palabras”.
La definición, elaborada en 1977, es heredera de las teorías más clásicas. Léase Martín Vivaldi, que pide ser directos y omitir detalles secundarios. Hay que responder a las cinco uves dobles: why, who, when, where y what. El periodismo recurre en este punto al inglés porque el origen se encuentra en Estados Unidos. Tiene que ver con la guerra civil y con el telégrafo: los periodistas mandaban sus informaciones por cable y las dificultades técnicas obligaban a concentrar lo más importante al principio.
Inglés, por cierto, es el idioma en el que escribe la periodista estadounidense Edna Buchanan. Y para ella una buena entradilla queda muy lejos de los esquemas tradicionales, tiene que obligar al lector a “escupir el café, llevarse las manos a la cabeza y exclamar ‘¡Dios mío, Martha! ¿Has leído esto?”.
Buchanan cubrió en una ocasión la historia de un ex convicto. Su nombre era Gary Robinson y estaba impaciente por comer pollo frito. Se saltó la cola, le convencieron para que respetara el turno y, cuando llegó al mostrador, solo había nuggets. Enfadado, le propinó un puñetazo a la mujer que le atendía y un guardia de seguridad, entre la confusión, lo mató de un disparo. “Gary Robinson murió hambriento”, escribió la periodista como primera frase de la crónica.
En España, José María Irujo, que escribe en El País, comenzó así una información sobre las condiciones de los presos en Guantánamo: “Modulá Abdul Raziq, de 40 años, consumía sus propias heces, bebía champú y embadurnaba con excrementos su cuerpo desnudo en una celda de Guantánamo. Es uno de los presos que menos tiempo ha permanecido en el penal, ocho meses”.
El periodista Pablo Mediavilla Costga me recuerda por correo electrónico una anécdota de un amigo costarricense que tuvo clase con Miguel Ángel Bastenier: “Siempre les decía que la entradilla es como el desembarco de Normandía, ‘hay que tomar las playas’”.
Gaziel no cubrió la Segunda Guerra Mundial, sino la Primera. Lo hizo para La Vanguardia y en el arranque de una de las crónicas recogidas en Gaziel en las trincheras recomienda cautela: “La primera y más importante recomendación que se hace a todo lego al penetrar en las trincheras es la siguiente: ‘No sacar para nada la cabeza afuera’. En el sistema de guerra subterránea, el hombre curioso es, infaliblemente, un suicida”.
Si Gaziel era práctico y terrenal, Ramón María del Valle-Inclán, que escribió para El Imparcial desde las mismas trincheras, era épico y divino. Una de sus entradillas dice así: “¡Qué cólera magnífica! ¡Qué chocar y rebotar, que mítica pujanza tiene el asalto en las trincheras!”.
Para que una entradilla sea efectiva el redactor debe pensar en el lector, hacer todo lo posible por allanarle el camino. Y es que, defiende Plàcid Garcia-Planas, “es un cuerpo el que escribe y otro cuerpo el que lee”. Así que entre ellos hay una seducción: “Cuando quieres seducir a alguien, empiezas por la mirada. Quizá acompañada de un gesto con los labios”.
Esa primera mirada, trasladada al papel, tiene más fuerza con una frase corta, “casi como el verso de una poesía, como un haiku japonés”. Un ejemplo de Plàcid:
“Un niño, el niño sonríe y el mundo da un vuelco… La palestina Arin Ahmed llevaba 30 kilos de explosivos y clavos en la mochila. La madre israelí llevaba a su hijo en el cochecito. Se cruzaron. El niño, en ese instante, podría no haber mirado a Arin. Podría no haberle sonreído. Pero la miró. Y le sonrió”.
Pocas palabras, pero certeras, pueden decirlo todo. “Cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí”, de Augusto Monterroso, es uno de los cuentos más repetidos. Si quieres ser ingenioso, cambia la palabra dinosaurio por la que te convenga. Es así como numerosos tertulianos demuestran su gran sentido del humor. Cinco palabras (o seis) necesitó Steven Merezky para dar forma a otro cuento con nudo, trama y desenlace: “Muy confundido, leyó su propio obituario” (He read his obituary with confusion).
Aloé Azid se atrevió a escribir una autobiografía con un simple “Yo”. Y Plàcid asegura que la historia del universo cabe en un telegrama: “Big Bang”. También piensa, aunque este sea otro tema, que los reporteros ahora no escriben mejor que los de los años veinte y treinta, “más bien peor”.
Sirva esta última reflexión para hacer con él un breve recorrido por sus crónicas preferidas en el siglo XX. La primera parada es un ejemplo arqueológico. Josep Boada fue el primer corresponsal de guerra en la historia de La Vanguardia y a esta entradilla le precede el título La mezquita destruida, el primero de los seis telegramas que envió el 7 de noviembre de 1893.
“La mezquita de Sidi Guadiach ha sido completamente derribada por los cañonazos de los fuertes Camellos y Victoria Grande. Júzguese esto de una importancia trascendental por el efecto moral que ha de haber causado al enemigo”.
Plàcid destaca que en solo 36 palabras ya aparece el choque de civilizaciones. “Los españoles destruyeron la mezquita por su ‘efecto moral’”, subraya, en una entradilla que “penetra como una flecha de enorme potencia ideológica”. Casi cuarenta años después, en 1932, “en el Paralelo ha pasado una cosa enorme: nada”. Es el arranque de la crónica de Irene Polo para el semanario La Rambla el día de las primeras elecciones al Parlamento de Cataluña, unas elecciones que se temían agitadas en una avenida –el Paralelo- agitada.
Crónicas desde la esquina en la que se comenzaba a vislumbrar el siglo que enfrentó al mundo en dos ocasiones. Crónicas en el periodo de entreguerras. Crónicas de las consecuencias de la locura nazi. Plàcid volvió tras los pasos de los mejores corresponsales de su periódico en La revancha del reportero. Entre ellos, Carlos Sentís, “el primer español en cubrir la liberación de un campo de concentración nazi”. Aunque encontrar las palabras adecuadas no resultara sencillo.
“En el vasto mundo anglosajón hay una cosa que impresiona casi más que el final de la guerra en sí: el de los campos de concentración alemanes. Yo solo he visitado uno. El de Dachau, a las afueras de Múnich. Visitándolo pasé un rato horroroso. Ahora, sobre el limpio papel donde escribo, no lo paso mucho mejor. Dante no vio nada y por eso pudo escribir sus patéticas páginas del infierno. Yo sí he visto Dachau y quizá por eso no sepa escribirlo”.
Los años sesenta marcan el inicio del nuevo periodismo. Pero antes de entrar en él, la última propuesta de Plàcid coincide en el tiempo con las Truman Capote, Norman Mailer o Tom Wolfe. Titular de la crónica: La oficina de información de las Fuerzas Armadas en Vietnam. Fecha: 22 de junio de 1968. Autor: Javier M. de Padilla. Entradilla: “La oficina de información de las Fuerzas Armadas norteamericanas en Vietnam parece una caja registradora. Cada día, a las 16.45 en punto, celebra su conferencia de prensa en la que se abruma a los periodistas con toda clase de estadísticas de bajas enemigas primorosamente impresas en papel caro”. Plàcid: “Me encanta la ironía que le pone”.
El nuevo periodismo, adelantaba antes, supone un salto estético en las piezas informativas. Los autores estadounidenses introducen técnicas literarias en la narrativa periodística. Entran con fuerza, pues, los diálogos o las descripciones detalladas en los reportajes, para que sean leídos como relatos.
Pablo Mediavilla Costa me comenta que “en síntesis e impacto los norteamericanos son imbatibles, lo llevan en la sangre”, y me envía el arranque de La guerra eterna, de Dexter Filkins: “Los marines estaban apretados contra el suelo del tejado cuando la conversación empezó. Eran las dos de la madrugada. Los alminares destellaban por la luz de los bombardeos aéreos y los misiles cruzaban dejando un rastro de chispas. Primero llegaron las voces de las mezquitas, subiendo por encima de las armas atronadoras”.
Desde Washington, Marc Bassets me propone otra publicada en The New York Times. Es del año 2008 y tiene todos los elementos que impulsó el nuevo periodismo. Porque la crónica de un terremoto no tiene por qué empezar por su magnitud ni por el número de víctimas: “De repente, los pájaros desaparecieron del cielo. Algo extraño ocurría también con los osos panda. Estaban extrañamente nerviosos. Y después, en cuestión de minutos, las verdes montañas sobre la reserva de pandas más famosa de China explotaron como si fueran golpeadas por una bomba nuclear”.
Marc comienza muchas veces sus artículos con una frase corta. “Mike Panetta es un congresista inusual. Un legislador que no legisla. Sin salario ni colaboradores. Sin poder”. La prensa anglosajona explota esa técnica gracias a un idioma que le permite estructurar historias con más libertad. Un efecto que el corresponsal de La Vanguardia ha hecho suyo. Un efecto, no obstante, del que no hay que abusar. “Como dijo Santa Teresa, el exceso mata el placer”, dispara Plàcid, que entiende que eso se puede hacer cuando la frase queda bien dibujada y sin viudas.
Del nerviosismo animal en los momentos previos a la explosión de un terremoto al fin del mundo:
“Quizá no fue la más colosal explosión de todas las guerras yugoslavas, pero fue la más parecida al fin del mundo.
La iglesia de San Miguel, allí sobre la colina, voló entera por los aires y sus piedras llovieron sobre los muertos, demolieron las cruces, partieron las lápidas del cementerio y rasgaron el monumento a los caídos en la Primera Guerra Mundial, hecho todo estalactitas. De la imagen del arcángel San Miguel solo se encontró la cabeza”.
Una entradilla impecable, aunque no para su autor. Plàcid dice que hubiera quedado mejor así: “La iglesia de San Miguel, allí sobre la colina, voló entera por el aire y sus piedras llovieron sobre los muertos”. Demasiadas eses en la versión que se publicó, explica: loS, aireS, suS, piedraS, muertoS…
Y es que la perfección es como si te pincharan en el pecho. “Duele”. En ocasiones es el tiempo quien le da esa cualidad a un texto. Hay entradillas que ganan fuerza con los años. Es el caso de un ejemplo –casi guerracivilista por su fecha, marzo de 1936- de Carlos Sentís: “Encontraremos instalada la televisión en los comedores de nuestras casas antes de que nos demos cuenta. Hace apenas veinte años que la radiofonía daba sus primeros gemidos de bebé… Pero no faltan ni cinco años para que su hija, la televisión, se cuele en nuestras casas”.
Con el tiempo, algunas entradillas adquieren sentido, otras lo pierden y otras, en cambio, lo conservan.
Lo mejor para el final. Son 71 palabras y se publicaron dos domingos entre los que apenas pasaron 19 meses. En la primera ocasión ocupó la página nueve del periódico; en la segunda, la doce. En ambos casos dentro de la sección de internacional bajo la firma de Plàcid Garcia-Planas. El principio y el final de una historia se puede contar con el mismo arranque si es impecable. Por algo es la mejor entradilla que he leído.
“Zabi muestra su mano al reportero. Tiene algunos anillos y dos largas uñas rosas que sobresalen de sus dedos meñique y pulgar.
–¿Por qué te recortas las uñas de los tres dedos centrales?
–Para poder cerrar bien el puño y pegar mejor –responde.
Zabi vuelve a extender la mano para señalar las cicatrices de navaja que se dibujan en su muñeca, entre sus dedos: no es fácil ser travesti en Afganistán”.
Tengo la impresión de que Zabi saca su mano de la fotografía y me coge de la pechera. No me deja apartarme del texto porque tiene una cosa que decirme. Está en la última línea y no me va a soltar hasta que lo lea. Quiere que alguien le saque de ese país: Afganistán.
Plàcid me explica que una crónica es siempre un movimiento hacia un punto concreto, y que el objetivo de la entradilla es justo ese punto: el final del texto. Me reconoce que al principio de su carrera estaba obsesionado con ese primer párrafo tan importante. “Con el tiempo –continúa– me he dado cuenta de que los finales son tan importantes como las entradillas. O más. Cierran el círculo. Es el último beso que das al lector”.
Jaime G. Mora es periodista. En fronterad mantiene el blog La aldea digital.