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Mientras tantoUn mundo para Julius

Un mundo para Julius


Foto fija de la película Un mundo para Julius (Perú 2021).

Acabo de ver la adaptación al cine de la maravillosa novela de Alfredo Bryce Echenique. Es un trabajo fino, detalloso. La actuación de los niños (hay muchos, pero en especial Augusto Linares que hace del Julius mayor) es brillante. En muchos momentos la película me hizo pensar en Truffaut, en los 400 golpes.

El filme abarca el mundo de la historia de Bryce–el de una familia aristocrática peruana en los años 1950s–también desde lo femenino: la directora es Rossana Díaz Costa, peruana con estudios de cine en la Escuela de A Coruña, en Madrid y en Lima.

Es una película con un final que nos ahorra la pregunta (es más: nos la lanza en la cara) que ha perseguido a los cineastas desde el Modern Times de Chaplin, Ladrón de bicicletas de De Sica o documentales más recientes y más cercanos a los latinoamericanos como Al filo de la democracia de la brasileña Petra Costa: ¿puede el cine ayudarnos a cambiar el mundo?

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Sí y no.

Un mundo para Julius es una fiel (hasta donde lo puede ser una película) representación del espíritu que atraviesa el libro entero. Bryce Echenique, un escritor nacido en la abundancia, cuya decisión de irse a París lo obligó a reinventarse como un escritor y profesor bohemio, con ese espíritu buenón y pleno de carcajadas que lo hizo ser querido por el público, por amigos famosos y no tanto.

Ese Bryce cuya vida ha estado cruzada por el aplauso del público y por la vergüenza de las acusaciones de plagio y por el alcoholismo.

Bryce Echenique puso en Julius y en otros textos eso que los peruanos sabemos, porque aparece con regularidad en el espacio público, si bien muchos deciden patearlo debajo la alfombra, esconderlo, no hablar mucho: el Perú es un país de una desigualdad y un racismo profundos

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Es de eso de lo que quiero hablar. Sé que molesta, sé que cansa. También sé que es indispensable seguir hablando.

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Leí Un mundo para Julius en 1988. A los 16 años, en la edición –muy mal engomada– de Mosca Azul. Era uno de los libros asignados por el profesor Valiente en el curso de Literatura. Leí también El Sexto de Arguedas, Redoble por Rancas de Scorza y De amor y de sombra de Isabel Allende.

El universo del que hablaba Bryce resultaba –para mí: joven de clase media limeño nacido después de la Reforma Agraria, enmedio de la más salvaje hiperinflación, metido en la sangrienta guerra desatada por Sendero Luminoso–una suerte de fantasía. Era como descubrir otro mundo.

¿Dónde quedaba ese club maravilloso en el que sufría Julius, ese universo de autos importados, de mujeres hermosas, de jóvenes que jugaban al golf?¿Esa había sido Lima? En 1988, ya no. Si bien las casonas aún estaban paradas y el Country Club seguía en el mismo sitio, ese universo se había esfumado.

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Sin embargo, ese racismo del que habla la novela sí que estaba ahí. Esa tara que nos obligaba a los peruanos a compararnos, a insultarnos. A cholearnos: ese juego cruel.

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En mi casa, de clase media, tuvimos varias empleadas. Recuerdo a alguna muchacha que llegaba a la puerta acompañada de su madre. Algunas eran muy inocentes. Otras eran despreocupadas y abusivas. Algunas (sabemos ahora) nos robaban. Algunas eran hermosas. Otras eran dulces, trabajadoras, muy dedicadas.

No siempre tuvimos empleadas.

Es un trabajo difícil y muchas de ellas se iban hartas, tal vez molestas con el trabajo o con las exigencias de mi madre.  En mi casa se requería que la muchacha estuviera presente de lunes a sábado. Que se levantara muy temprano a comprar el pan, a preparar el desayuno, a limpiar la casa, preparar el almuerzo, regar las plantas, el jardín, lavar y planchar la ropa y preparar la cena. Teníamos un pequeño cuarto en la azotea, y a cierta hora las empleadas se retiraban.

El cuarto tenía un pequeño baño. Ese baño tenía un ventanal al que algunas veces, mi hermano y yo nos trepábamos, para espiar a las muchachas mientras se duchaban.

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Eran tiempos más precarios. Al poco dinero que circulaba, a las poquísimas oportunidades de trabajo, se sumaba una economía centralizada en la capital. Y, desde 1980, el terrorismo que asolaba una vasta región de la sierra peruana. Quienes llegaban a Lima lo hacían huyendo de la guerra o de la escasez. La esperanza, como la de todo inmigrante, era una mejor vida.

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Alguna vez escuché esta historia: «Tu primo (que es tan bueno: un ángel) ha sido acusado por una empleada embarazada. Ella dice que él es el padre. Eso le pasa por ser tan bueno.» Sospecho que ese relato, para mi madre, cumplía con prevenirme de un «error» bastante común entre los muchachos de mi generación: acostarnos con la empleada.

Desde niño, esas muchachas jóvenes que trabajaban en la casa habían sido nuestra único acercamiento a algún tipo de respuesta relacionada con nuestra sexualidad. Con el deseo.

Mi padre nunca supo cómo hablarme de sexo. Mi madre cumplió, tal vez a los 16 años, con darme algún consejo acerca de la importancia de los preservativos. En mi colegio católico, si bien se compartían historias (muy exageradas) acerca de relaciones sexuales o de la masturbación obsesiva, el tema todavía era tabú. Sabíamos que algunos se acostaban con la empleada. Años después supe que uno de nuestros compañeros tuvo un hijo con una de ellas.

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A los seis años (quizá siete), me recuerdo deslizándome con mi hermano por el piso de madera de la sala, con el objetivo de espiar a una muchacha, debajo de la falda.

A los nueve años, una de ellas nos enseñó las tetas a cambio de una brillante moneda de 50 soles que encontramos rebuscando en las rendijas de los armarios viejos.

Con más de veinte años –poco antes de irme de casa– una muchacha que encontré trabajando al regresar de un largo viaje por Sudamérica, me dejó acercarme. La abracé, le besé el cuello, puse mis manos sobre su cuerrpo. Metí mis dedos entre los botones de su mandil, debajo de su ropa interior, dentro de su sexo.

Aquella atracción mutua duró algunas semanas. Nos lamíamos ambos, despacio, cuando yo bajaba temprano a la cocina, antes del desayuno. Me moría por penetrarla, pero ella siempre se resistía a que yo me protegiera. Me  arranchaba el preservativo cuando estaba por metérsela. Quizá pensando en la historia del «primo/ángel» y el embarazo no deseado, nunca lo hice.

Ella le contó de nuestros encuentros a la novia de mi hermano. Quería que fuéramos los cuatro al cine. Una tarde en que estábamos solos en la casa ella me arrinconó y quiso que la tocara. Le dije que nunca más.

¿Era racismo?¿Clasismo? Sí.  Supongo que es difícil no volverse racista en ese mundo de privilegios, marcados sobre la base de colores y de castas. Tampoco es justo hablar del racismo de otros sin fijarnos en el nuestro: también tuve dos enamoradas que a mi familia no le gustaron por el color de su piel. O por su posición social. O por ambas cosas. Sé que me faltó el coraje para enfrentarme a ellos.

Yo sabía que mis padres (también mis hermanos, mis amigos, mis familiares: de algún modo muy bien instalado en mi disco duro) esperaban «más de mí». Y ese «más» también incluía el color de piel de las mujeres que yo podría amar.

Foto fija de la película Un mundo para Julius (Perú, 2021)

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Es 2021. El Perú es otro tipo de país ¿O es el mismo?

200 años después de haberse fundado nuestra democracia, hemos elegido a un presidente que, de cierto modo, representa a todos esos inmigrantes que llegan a Lima: mal servidos por el Estado, muy mal preparados por un sistema centralista.

Y hemos visto otra vez cómo el peruano sigue juzgando al otro peruano por el color de su piel, por cómo se viste y por cómo se expresa. Todavía siguen escuchándose esos insultos contra el hombre público que están centrados en su ignorancia y en su choledad: en el sombrero, en el acento de su castellano, en la falta de educación de su mujer, en su retórica poco preparada, en sus amistades y relaciones tan poco blancas, tan lejos de Lima.

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Un mundo para Julius, igual que la novela, es un filme necesario. Nos obliga a pensar no tanto en el orgullo de ser peruanos sino en la tremenda responsabilidad que acarrea el serlo.

Esa parte de la sociedad que representa el joven Santiago, esa visión del Perú que representa Juan Lucas –para quien todo se arregla dándole una buena propina a la chola–es bueno que sea revisitada, apuntada y erradicada.

O por lo menos intentarlo.

Foto fija de la película Un mundo para Julius (Perú, 2021)

 

 

 

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