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Mientras tantoFestivales de cine. Valladolid I. El tiempo ya no está

Festivales de cine. Valladolid I. El tiempo ya no está

Cinesporas en el blogo aerostático   el blog de Federico Volpini

 

PERDER EL TIEMPO


Twilight Zone: The Movie, episodio Time Out. John Landis. 1983

En la película Twilight Zone, un accidente donde perdió la vida, el actor Vic Morrow interpreta a Bill Connor que, un día, se despierta siendo negro y con el Ku Klux Klan agradecido por que Connor haya venido a hacerles compañía. El prólogo es la escena del bar, donde Bill Connor -un judío le ha arrebatado el acceso a un ascenso (Morrow era judío)- expone su opinión acerca de los semitas, los afroamericanos y los orientales. No le gustan. Providencial, el tiempo le va a dar la oportunidad de conocerlos: siempre es bueno hablar con fundamento.
Para viajar, el día, que es un viaje en el tiempo.
Imagínese uno si, a mitad de trayecto, se encuentra con que lo han cambiado de tren y el tren es otro. No sabe dónde va. Qué hace él allí. No se puede bajar, porque va dentro.

Refresco de naranja

El tiempo hace ya tiempo que sabe diferente. Lo rozas con los labios. Acaricias el tiempo con la lengua. Te lo metes despacito en la boca. Masticas y la boca no se llena de tiempo. Sabe a poco. A tiempo diluido. A tiempo aguado. A tiempo sin presencia. La culpa no es del tiempo. Es culpa nuestra. Mirándolo de frente, el tiempo no ha cambiado. El cambio está en nosotros, incapaces de hacernos a la idea de que en el tiempo se han subido nuevos usuarios. Que no se nos parecen. Que vienen de otro tiempo, más cercano. Y viven nuestro tiempo como si fuera suyo. Hacen bien. Si vienes a vivir en el presente hay que adaptarse y vivir como viven los que viven en él. Aunque eches de menos el tiempo del que llegas. Que no sabía así. Que lo pruebas ahora y ya no sabe a tiempo.


A Clockwork Orange / La naranja mecánica. Stanley Kubrick. 1971

“¿La comida está bien? ¡Prueba el vino!” La víctima, que surge del pasado. Quien lo dejó en una silla de ruedas y viene a visitarlo en el presente. Y el forzudo que, como hace la gente cada día, camina hacia el futuro.


The Empire Strikes Back / El Imperio contraataca. Irvin Kershner. 1980

David Prowse, el forzudo del almuerzo en La naranja mecánica, en las guerras de las galaxias es Darth Weider. Le robaron la cara. La única vez que Weider se despoja de su casco y muestra el rostro, le ponen otros rasgos, es la cara de otro. Como habían ya hecho con su espada: no es Prowse, mediocre espadachín, el que se bate a láser con Marc Hamill. Como habían ya hecho con su voz, débil y “de granjero” (informa la princesa Leia), sustituyéndola por una voz más dura, más profunda. Dos metros de músculo se asoman a la voz y ésta no los sostiene. Se mira Prowse en el espejo y, ¡ay!, Darth Weider no se parece a Prowse. En el duelo de Weider, Prowse no está. Su tiempo, tanto tiempo pasado en el gimnasio, no fue amable con Prowse. Suele el tiempo tardar más en quitártelo todo. O en dejarte varado, donde el tiempo ya no te acompaña.


Time after Time / Los pasajeros del tiempo. Nicolas Meyer. 1979

Tiempos idos. H.G. Wells persiguiendo a Jack el Destripador, el doctor Leslie Stevens, por el tiempo, que es el que va a matarlos a los dos. Cuando un año termina ¿por qué el año que viene no ha venido? Un año que comienza. Comienza, ¿para qué?, ¿por qué no lo ha hecho antes?, ¿dónde andaba ese año? El tiempo, según llega, ya se ha ido. Otra cosa es la luz, que va despacio. Que la ves y no está. Por lo que tarda. El tiempo no. Y «dentro de un minuto» es «dentro de un minuto» en todas par­tes, salvo en países cálidos, a los que afecta la luz especialmente. Cierto también que el tiempo comprime los espacios. Por prisa que se de quien los ocupa. Consideremos a el hombre que venía dentro de un minuto. El hombre que venía dentro de un minuto no podía moverse. En un minuto tienes muy poco sitio. Aunque eso sí: quienes vienen dentro de un minuto llegan pronto. En un minuto. Y salen. Tan contentos.


Caligula. Tinto Brass. 1979

El tiempo, que hizo dios a Calígula y Calígula a McDowell. Para ser dios, si está uno en el sitio indicado y en su tiempo, basta con que se diga. Todo dios se examina en convincente y saca nota el dios más sanguinario. Interpretar a dios es otra cosa: eso lo hizo McDowell y quienes determinan lo que han dicho los dioses en sus libros sagrados. Que no dan menos miedo que Calígula. Que son más y que se perpetúan en el tiempo. Hay quien cruza los dedos implorando que el tiempo no sea circular. Quizás inútilmente. Igual no se trata de rezar, rezar ¿a quién?, sino de plantarle cara al tiempo. Ahí la memoria ayuda. Hace cuarenta y seis años, abril de 1975, en Valladolid, ¿aún Festival de Valores Humanos y Religiosos?, Valladolid estrenaba La naranja mecánica. Eran años en los que el cine, luz el cine, tardaba cuando venía a España. Cuatro años La naranja mecánica. Siete años If. Tres años Calígula. Sólo un año Time after time. El cine, a España, venía caminando.


If. Lindsay Anderson. 1968

España, entonces, era diferente. Un lema, que era España. Un lugar apartado del mundo en el que residía la censura. Y no es que no la hubiese en otros sitios. Pero, en España, era la censura un modo de vivir. Un modo de vivir con alegría. Desde arriba. Como conviene al pueblo.


Los chicos del Preu. Pedro Lazaga. 1967

Los chicos del Preu, precediéndola un año, a estas cosas convienen adelantarse, ir antes de que pasen, será el If español. Antes, incluso, en 1963, Bochorno, Juan de Orduña. Antes, Canción de juventud, 1962. Antes, Botón de ancla, 1961, con una primera versión en 1948: la sana juventud española se asomaba, puntual, a los cines. La película se hacía y se estrenaba.
Hoy es el ayer que mañana nos dará tanto miedo.


La naranja prohibida. Pedro Gonzáles Bermúdez. 2021

En La naranja prohibida, que refiere el momento de ese tiempo en España, 1975, el de la calle, que no es, o que no es siempre, el del gobierno, el ambiente cultural que se respira, los coloquios, los encuentros, las lecturas, la expectación generalizada ante el estreno, aparece un grupo de jóvenes de hoy que, lógicamente, no han visto La naranja mecánica, que ignoran su existencia y que, preguntados al respecto antes de verla, comentan, condescendientes que, seguro, los jóvenes de entonces, menos preparados, más pacatos, inmaduros los jóvenes de entonces, se escandalizarían fácilmente. Ellos, ya, no. No sería así ahora. Ven La naranja mecánica. Se les vuelve a preguntar a la salida. En el rechazo, algunos, incómodos los más, coinciden en que es una película que, hoy, no podría hacerse. Como If. Como La vida de Brian. Como, seguramente, cuando vienen los indios, Centauros del desierto. Pasajeros del tiempo, cada día pisamos tierra nueva y un día, de repente, blanco que se despierta siendo negro, negro que se despierta siendo blanco, mujer que sale de la cama hombre, no nos reconocemos. Peor, si el mundo al que abrimos los ojos nos es del todo ajeno. Con un cambio de piel, con un cambio de sexo, podemos apañarnos, sacarle rendimiento: “¡anda: ser era esto!” Aprendemos. Nos ponemos a ello e incluso disfrutamos. Que el mundo en torno nuestro haya cambiado, de un día para otro, eso nos deja huérfanos. Cuenta Bernal Díaz del Castillo que al llegarle a Cortés desde la costa los informes escritos y confiados a mensajeros indígenas, los indios, que oían repetir palabra por palabra lo que habían oído, se miraban entre ellos con asombro: pensaban que el papel hablaba. Esa magia espantaba al azteca, al mixteca, al tlascalteca. Pronto la comprendieron y se hicieron con ella. Pronto la utilizaron con provecho. Supongamos que, tras la Noche Triste, hubiesen derrotado al invasor. Que hubieran superado en el número, el coraje, la astucia, la desesperación, a la tecnología. Que, antes de que llegaran portugueses, ingleses, franceses, holandeses, hubiesen sometido al español. Que, revuelta que se extiende pueblo a pueblo, sociedad de naciones, frío a frío, desde el helado norte a la Tierra del Fuego, hubieran aparejado un enjambre de naves e invadido, ellos, el Viejo Mundo, Europa, África, Asia. Y que, una vez dueños del orbe, se hubiesen comportado como quiere el creyente con los ídolos, destrozando las estatuas de los dioses antiguos, derribando los templos, quemando bibliotecas, borrando de la faz de la Tierra la escritura. Por perniciosa, entonces. Ahora, un vocabulario más y más reducido, la curiosidad limitada a la experiencia propia e inmediata, por inútil. ¿Es preciso, al mal tiempo, ponerle buena cara? Pero ¿qué es el mal tiempo? ¿El tiempo que no es como uno quiere? Un cuento de la ciencia-ficción, distopía a lo H.G. Wells, describe un mundo futuro en el que la humanidad ha vencido al dolor, la enfermedad, el odio, la lucha por la supervivencia o por el lucro, la competitividad. Un futuro para el hermano hombre, felicidad, buena disposición, deseo de agradar, donde despierta, criogenizado en el pasado a la espera de remedio para su mal, un individuo rico, aventurero, cazador, amante de los riesgos. Lo curan, lo introducen en la nueva sociedad y le oyen, incrédulos, quejarse de la vida tan aburrida, monótona, carente de interés, a la que lo condenan. Los sabios del país, como los indios de Cortés, se miran entre sí, conferencian, convienen en que negarle la felicidad a quien la pide sería cruel. Y le inoculan la peste bubónica.
Dan cita. Pero hay tiempo.

 

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