“La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre […] Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser veloz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis”.
Milan Kundera, La lentitud
Nada está quieto, todo se mueve. Cualquier proceso contiene en sí una velocidad, un ritmo. Nuestro cuerpo y el cuerpo del mundo siempre se están moviendo. Nuestra piel y la corteza del mundo se mueven de la misma manera que el Universo nunca está estático. La ciencia y las matemáticas intentan demostrarnos que hay una razón para estos movimientos (los del cuerpo, los del mundo, los del universo en expansión), o más bien que todo movimiento puede ser razonablemente calculable, predecible; hasta el azar aparentemente tiene su propia lógica. No obstante, a cualquier ser humano le gustaría poder gestionar la velocidad de sus acciones y de sus pensamientos a su manera, hasta aquellos y aquellas que deciden libremente vivir como esclavos de algo o de alguien, de unas ideas o de unas consignas, de un trabajo, de un proyecto o de una finalidad. Mi proyecto es convertirme en el esclavo de la lentitud “hasta que la muerte nos separe” y el Tiempo, mi tiempo, se detenga en mí.
Este artículo lo que analiza es cómo la velocidad se ha ido imponiendo en nuestra vida cotidiana, pero también propone cómo podemos vivir lentamente sin que por eso disminuya la intensidad de nuestra vida diaria, de nuestro trabajo, de nuestras relaciones sociales y familiares. A fin de cuentas lo importante es que las “máquinas” sean cada vez más rápidas y que nosotros seamos “menos máquina”, más humanos, más capaces de disfrutar de nuestro tiempo.
La (vida) entre paréntesis. La conquista de la lentitud
La aparente libertad también tiene su movimiento: por voluntad propia, partimos de un punto y vamos hacia otro. ¿Pero a qué velocidad queremos desplazarnos entre esos dos puntos? ¿Tenemos la libertad de escoger parte del movimiento de nuestro cuerpo? Ya sabemos que podemos hacer muy poco para cambiar dos momentos de nuestra existencia: el nacimiento y la muerte, el principio y el fin. Inclusive aquellos y aquellas que deciden suicidarse, escaparán a la lógica de estos dos extremos: nacer y morir.
Un paréntesis se abre, nacemos, otro se cierra, morimos. Así la fórmula ingenua sería, NACIMIENTO>(VIDA)>MUERTE. Pero para Milan Kundera, en su novela La lentitud, hay otra fórmula que se basa en “la matemática existencial”, un asunto que veremos más adelante.
El suicidio (al menos que sea porque estemos en una situación límite y queramos tener una muerte digna) es solo una aceleración de un extremo del proceso por el que todo ser humano tiene que transitar: nacer y morir. Creerse más libre porque uno se quita la vida es tan absurdo como pensar que somos libres en general: nadie nunca es completamente libre, siempre estaremos atrapados entre dos paréntesis. Paradójicamente el suicidio es solo una aceleración del proceso vital, una alteración de “la matemática existencial”.
Lo que sí está claro es que hay parte de nuestra existencia que podemos controlar relativamente: la de la velocidad a la que vivimos, la de convertirnos en los dueños nuestra lentitud, la de conquistar la lentitud, hasta que el paréntesis final se cierre.
Yo devoraba el Tiempo en mi juventud, ahora lo mastico lentamente, lo rumio, lo disfruto y lo digiero como un manjar efímero, porque vivir es a veces un sabroso fruto y otras un fruto amargo.
La vida es una composición musical, una partitura, que vamos escribiendo cotidianamente con nuestra propia sangre. “Vivir y morir con medida es la suprema, única ley; ley musical más que racional” (María Zambrano, El pensamiento vivo de Séneca).
La vida también es un texto, una escritura y, simultáneamente, una lectura. Escribir es siempre un acto de vampirismo: no solo nos bebemos la sangre de los autores y autoras que leemos, sino que cuando escribimos nos convertimos obligatoriamente en el lector o en la lectora de nuestra escritura: somos vampiros que nos bebemos nuestra propia sangre, o más bien la sangre y la savia del Tiempo.
Si tenemos suerte, nuestros textos serán leídos, (bebidos) por otras personas, pero jamás esas otras personas sabrán cuál fue la velocidad y el ritmo real de nuestra escritura, de nuestro pensamiento, de nuestra existencia. Lo más posible es que esas otras personas se informen sobre cuándo empezamos a escribir un texto y cuándo lo terminamos, pero nunca sabrán cuánto tiempo tardamos en escribir una palabra, una frase, un párrafo.
Por otro lado, yo tampoco sé cuánto tiempo tardó un hombre o una mujer en vestirse, en maquillarse, en preparar todo lo que tiene que llevarse antes de salir a la calle. Hoy en día de lo que no se puede olvidar nunca esta persona es de llevarse su MÓVIL; ese otro YO electrónico del cual jamás podremos separarnos. Este aparato es el testigo de que la persona está viva, en movimiento, es decir, entre paréntesis. Vaya donde vaya, su móvil va con la persona, pero es posible que sus planes, sus movimientos, se vean repentinamente paralizados, detenidos; o sea que todos sus planes y sus movimientos choquen con el paréntesis que se cierra, un paréntesis que con un poco de suerte puede ser solo provisional o que, muy a pesar de él o de ella, sea definitivo: (…)
Saber perder el tiempo
Cuando yo era profesor en la Universidad de la Ciudad de Nueva York con frecuencia los estudiantes me preguntaban: “¿Qué diferencia hay entre la forma de vida en España y la manera de vivir en Estados Unidos?”. Yo siempre respondía lo mismo: “en España sabemos perder el tiempo”. Eso es hace ya “muchos años”, ahora el estilo de vida de los norteamericanos se ha globalizado y son pocas las personas que saben perder el tiempo; una sabiduría que para nada es incompatible con vivir plenamente y trabajar de una manera eficiente.
Una persona cuando sale de su casa nunca suele pensar que ese paréntesis del que hemos hablado antes se va a cerrar, por eso quiere hacerlo todo lo más rápido posible y, en su rapidez, en su velocidad está lo que él o ella piensa que es la vida. Una vida lenta es para esa persona una “pérdida de tiempo” y nadie quiere malgastar su tiempo. “El tiempo es oro” y de este modo, como se hace en La Bolsa de Valores, la inversión más segura es siempre el oro. ¿Y si le diéramos la vuelta a ese dicho popular y llegáramos a la conclusión de que el verdadero oro es precisamente lo contrario, saber perder el tiempo, vivir lentamente? Porque, si nos organizamos bien, hay un lujo que está al alcance de todos, “El lujo de ir despacio” (Claudiu Mihaila).
Precisamente de este maestro de las artes marciales y del tai chi, Claudiu Mihaila, en una larga conversación que tuve con él, aprendí que al igual que el bambú tarda siete años en echar sus raíces para luego crecer muy rápidamente, el equilibrio es fundamental en nuestra propia vida: hay que consolidar nuestro conocimiento, lentamente, antes de crecer. Claudiu me dio varios ejemplos de esta armonía entre la lentitud y la velocidad, entre ellos el siguiente: “El león anda despacio, con calma, pero cuando ataca lo hace con rapidez”. También aprendí que “tener kung-fu”, en China, no necesariamente significa tener una fuerza y una habilidad especiales para la lucha, sino que un artista calígrafo que ha alcanzado cierto nivel en este arte de la escritura debe “tener kung-fu”; algo así como lo que en Andalucía se conoce como “tener duende” en todas las formas del flamenco, en el cante, en el baile, en la música.
Caligrafías de la vida lenta
La caligrafía de la vida es bastante imprevisible, pero la caligrafía en general es una forma de vivir el lenguaje más lentamente. El solo hecho de escribir a mano ya ralentiza nuestro pensamiento, lo sosiega, pero si decidimos practicar el arte de la caligrafía, en cualquier idioma, ya entramos en otra dimensión de la temporalidad: el tiempo de la lentitud y el de la contemplación de la forma, de la escritura.
El arte de la caligrafía se ha perdido casi por completo en Occidente (salvo en los tatuajes, en algunas obras de arte, en el grafiti y lo que ahora se conoce como el lettering o el arte de dibujar letras), pero tanto en Oriente cercano y medio (en el mundo árabe y en algunos países musulmanes, por ejemplo) como en el más lejano, Japón y China en particular, la caligrafía sigue siendo un arte, una práctica muy apreciada y muy bien pagada.
Como dato curioso, uno de los calígrafos más famosos del mundo en lengua árabe es una mujer española: Nuria García Masip, nacida en 1978 en Ibiza, creció entre España y Estados Unidos. En 1999, tras finalizar sus estudios universitarios, viajó a Marruecos donde desarrolló su interés por el arte islámico. Actualmente vive en París.
En una de mis estancias en Estambul conocí a un calígrafo musulmán. Cuando entré en su estudio me sentí como si estuviera en una burbuja atemporal. Había piezas de caligrafía en árabe por todas partes; la lengua turca se escribía con caracteres árabes hasta principios del siglo veinte. El calígrafo era un señor mayor, de pelo blanco, delgado y con una mirada que te daba paz. El calígrafo sabía bastante inglés como para poder comunicarnos. Yo le dije que solo quería ver cómo trabajaba. Él me ofreció un té y me dijo que me sentara frente a él, en el otro lado de la mesa sobre la que él estaba trabajando. Por lo demás, no me hizo ninguna pregunta y durante varias horas permanecimos en silencio: él haciendo una pieza de caligrafía árabe y yo observando cómo la hacía. Trabajaba con una minuciosidad y una lentitud admirables; una lentitud de la cual yo me contagié y provocó que me sintiera tan relajado como si estuviera meditando.
Repentinamente entró una joven musulmana. Entonces el calígrafo me miró y me dijo que esa joven estaba haciendo una tesis doctoral sobre su caligrafía. Nos saludamos y comprendí que debía marcharme, aunque él ni ella me dijeran nada. Al despedirme del calígrafo le dije que me gustaría volver de nuevo para verle trabajar. Él me respondió que podía volver cuando quisiera y a la hora que me viniera bien que, inclusive si había alguno de sus alumnos con él, yo podía sentarme y estar con ellos el tiempo que quisiera.
Al salir a la calle estaba tan relajado que repentinamente me di cuenta de que la realidad seguía ahí fuera, que durante unas horas había estado viviendo en una burbuja sin tiempo y sin lugar, en el espacio de la escritura lenta, de los rasgos de tinta hechos con diferentes tamaños de cañas, y que repentinamente volvía a entrar entre mis dos paréntesis, es decir, en mi existencia agitada, pero sin ninguna prisa por ir a cualquier otro sitio.
Unos meses después, ya en España, tomé un breve curso de caligrafía árabe en la Casa Árabe de Madrid. Entonces comprendí que es un arte muy complejo y que para dominarlo hace falta practicarlo durante más de una década. A pesar de todo, esto hizo que mientras estaba ensimismado en algún ejercicio de caligrafía árabe me olvidaba de mis preocupaciones, tenía que estar tan concentrado para no cometer errores que no podía pensar en nada más. Esto me convenció de que debía hacer todo más lentamente, como si vivir fuera una forma de escritura, de caligrafía.
El tiempo de la tortuga y el demonio de la velocidad
Andrea Köhler, una periodista y escritora alemana, corresponsal de cultura en Estados Unidos, publicó en el año 2018 un libro dedicado a analizar todo tipo de “esperas”: El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera. En él leemos lo siguiente:
“El aburrimiento llega cuando ya ni siquiera sabemos qué esperamos. Lo único que uno percibe es ese vacío, que muchas veces se inflama hasta convertirse en asco existencial, es ‘el latido del tiempo en uno mismo’.
Pero esta exclusiva irritación ha dado pie a bibliotecas enteras de negras reflexiones de una gran fecundidad literaria: ‘Nada es igual de lento que las cojas jornadas, cuando bajo pesados copos de años nevosos, el hastío, ese fruto de la falta de afanes, toma las proporciones de la inmortalidad’, versificaba Baudelaire en Las flores del mal, ese ciclo de poemas en el que las flores del instante poético se cortan a la vera de los grandes bulevares. Con él llegó por un tiempo la tortuga marcando el paso de los bohemios en la gran ciudad, frente al furor de la aceleración industrial que quería hacerse con los pasajes de París”.
Andrea Köhler va más allá de señalar este “tiempo de la tortuga” de los bohemios parisinos del siglo diecinueve, y señala cómo, a pesar de la aceleración que caracteriza la vida cotidiana de los urbanitas, nuestra sentimentalidad parece seguir siendo lenta: “Pues aunque hayamos adaptado en parte nuestro equipo sensorial al tempo acelerado, los sentimientos conservan su lentitud”.
La autora, además de reflexionar sobre la lentitud sentimental y, basándose en un ensayo de Odo Marquard, Tiempo y finitud, afirma que “a aceleraciones excesivas nos topamos con los atascos de nuestra inextirpable lentitud […] Pero el ser humano mejora los motores al tiempo que refuerza los dispositivos de frenado. Y, así, aunque la vida sigue acelerándose, nuestras lentitudes se infiltran por otros lados”. Y, parafraseando a Odo Marquard, nos habla de una “doble vida temporal que atraviesa tanto nuestra cultura como nuestra cotidianidad […] Siempre somos ambas cosas, liebre y erizo, y esta doble vida temporal nos protege –cual separación de poderes del tiempo– de vivir únicamente con hambre de futuro, aprisa, o despacio, dominados por la lentitud. Si no fuera así viviríamos solo a medias. Y la vida es demasiado corta para eso”.
Milan Kundera, en su novela La lentitud (1995), ya se preguntaba. “¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza?”.
Pero además, Kundera asociaba la velocidad a nuestro deseo de olvidar, a nuestra voluntad de borrar, tachar el pasado para poder seguir viviendo y disfrutando del vértigo existencial sin parar, sin hacernos preguntas, sin pensar demasiado: “Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido. Evoquemos una situación de lo más trivial: un hombre camina por la calle. De pronto, quiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese momento, mecánicamente, afloja el paso. Por el contrario, alguien que intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrir acelera el paso sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra aún demasiado cercano a él”.
De esta simple ecuación, velocidad=olvido, lentitud=memoria, Kundera deduce lo que él llama la matemática existencial: “En la matemática existencial, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido”.
Es más, Kundera lleva su fórmula a un extremo aplicable a la civilización actual: “nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma. Ahora bien, prefiero invertir esta afirmación y decir: nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya no desea que la recordemos; que está harta de sí misma; asqueada de sí misma; que quiere apagar la temblorosa llamita de la memoria”.
Borges, Carlo Rovelli y las refutaciones del espacio-tiempo
Jorge Luis Borges en su libro El Aleph publicó un cuento con el título de ‘La espera’, donde un hombre que usurpa el nombre de su enemigo, Alejandro Villari, esperaba todos los días “que el diario, una mañana trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari”. Este hombre espera sin preocuparle demasiado el paso del tiempo: “Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales […] trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones […] Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida”. Pero Borges hizo la gran descarga intelectual sobre su idea del tiempo en tres textos fundamentales: ‘La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga’, ‘Avatares de la tortuga’ y ‘Nueva refutación del Tiempo’. Estos tres artículos son en verdad un solo ensayo, porque tanto sus referencias como el tema central son variaciones sobre el mismo argumento: la realidad o la irrealidad del tiempo. Resumido así parece muy simple, pero en verdad son tres textos muy complejos, tanto desde el punto de vista conceptual como filosófico. No obstante, uno no acaba de quedar totalmente convencido de que la idea del tiempo ha sido “refutada”.
No menos inquietante, y a su vez fascinante, es el libro del físico italiano Carlo Rovelli ¿Y si el tiempo no existiera?: “si dispusiéramos de instrumentos suficientemente precisos, podríamos ver las ondulaciones del espacio-tiempo, y por eso decimos que la teoría de Einstein, el espacio-tiempo es curvo”. Y partiendo de esta teoría el autor llega a la conclusión de que “la visión común de la materia, la mecánica newtoniana, no puede aplicarse de ningún modo a los objetos microscópicos. Hay que sustituirla por una mecánica cuántica […] Todo sucede como si esta energía fuese granular: formada por pequeños paquetes de energía, o cuantos de energía […] una especie de granos o de cuantos que llamamos fotones”.
Y así vamos llegando a una definición de esa mecánica cuántica: “…en todo movimiento hay un componente de azar, una indeterminación intrínseca […] Se abandona, pues, el continuo y el determinismo, dos estructuras básicas del pensamiento clásico sobre la materia. El mundo observado desde muy cerca es discontinuo y probabilístico […] Por tanto, debe haber granos de espacio. Además, la dinámica de esos granos ha de ser probabilística. De modo que el espacio ha de ser descrito como una nube de probabilidades de granos de espacio […] Este es el problema de la gravedad cuántica: construir una teoría matemática que describa estas nubes de probabilidades de granos de espacio y comprender lo que significan”.
¿Pero a qué viene todo esto?, se dirán ustedes, pues lo que a nosotros nos interesa es la definición cuántica del tiempo: “Y, por tanto –sigue diciendo Rovelli–, es el espacio-tiempo el que ha de convertirse en granular y probabilístico, no solo el espacio. Ahora bien, ¿qué es un tiempo probabilístico?”; la respuesta queda “en el aire”.
Todo lo hasta aquí dicho, aunque no lo entendamos completamente, importa mucho porque para lo que Rovelli nos está preparando es para “construir un esquema mental que nada tiene que ver con nuestra concepción usual del espacio y del tiempo”. En este sentido, más allá de las teorías de la física, lo que el movimiento slow (lento) nos propone es algo semejante: que pensemos en cómo gestionar nuestro marco mental sobre el uso del tiempo, tanto en nuestra vida laboral como en nuestro tiempo libre.
En el apartado del libro de Rovelli que lleva el título de ‘La ausencia del tiempo’ es donde encontramos alguna información más relevante para nuestro tema: “El tiempo no existe. Habrá que aprender a pensar el mundo en términos no temporales, aunque intuitivamente resulte difícil […] Y, sin embargo, es útil imaginar que existe una variable t, el verdadero tiempo, a la que no podemos acceder, pero que se encuentra detrás de todas las cosas […] Volvamos ahora a nuestra época, a la gravedad cuántica, y al significado de esta afirmación: el tiempo no existe. Esto quiere decir simplemente que el esquema de Newton ya no funciona cuando hablamos de lo infinitamente pequeño. Era una estrategia excelente, pero solo es válida para los fenómenos macroscópicos, es decir, a nuestra escala […] El mundo microscópico no puede ser descrito mediante ecuaciones de evolución en el tiempo t”.
Lo interesante es que ahora deberíamos pensar el tiempo no como ese fluir continuo y universal al que estamos acostumbrados, sino que “el tiempo, igual que el espacio, se convierte en una noción relacional, que solo expresa una relación entre los distintos estados de las cosas […] Debemos aprender a pensar el mundo no como algo que evoluciona en el tiempo, sino de otra manera. En el nivel fundamental, no hay tiempo. Para cada objeto, el tiempo es la manera en que cambia en relación con otros objetos. La nueva imagen del mundo que está a punto de configurarse en la física básica es la de un mundo sin espacio ni tiempo. El espacio y el tiempo habituales simplemente desaparecerán del marco de la física básica, del mismo modo que la noción de centro del Universo desapareció de la imagen científica del mundo. Lo que queda en su lugar son relaciones entre objetos”.
¿De qué nos puede servir a nosotros esta teoría? Pues, en efecto, el tiempo lento, la lentitud, es de hecho una imagen que nos hacemos nosotros mismos de cómo utilizamos “nuestro tiempo” respecto a cómo lo hacen otras personas y, también, cómo nos relacionamos con ellas; sin esas otras personas (esos objetos de la física) no podríamos definir nuestra lentitud. Es decir, que es una cuestión “relacional” y, por lo tanto, de lo que hablamos cuando decimos que vivimos “lentamente” no es solo que nuestro tiempo se ralentice, sino que en relación a otros usos del tiempo el nuestro es diferente y solo podemos describir esa diferencia por “comparación”.
Siempre nos queda la posibilidad de rebelarnos contra todas estas teorías, científicas y sociales, de no dejarnos llevar por “el demonio de la velocidad” y preguntarnos, como lo hace el protagonista de la novela de Luis Sepúlveda Historia de un caracol que descubrió la importancia de la lentitud, ese caracol que quiere saber el porqué de la lentitud de los caracoles; en nuestro caso sería más bien el preguntarnos el por qué llevamos una vida, individual y colectiva, en la que la velocidad es algo así como un dios invisible, un dios al que obedecemos sin cuestionar esa dinámica de la aceleración masiva que nos domina a todos.
La lentitud es bella. Mater Celeritas
Cuando en el año 1909 Marinetti publica su Manifiesto futurista, además de la violenta descarga de adrenalina que inspiraría no pocos movimientos fascistas y misóginos, casi como adelantándose a la idea cuántica de que el tiempo y el espacio no existen, leemos lo siguiente: “El Tiempo y el Espacio morirán mañana. Vivimos ya en lo absoluto porque ya hemos creado la eterna velocidad omnipresente […] Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad”.
Un siglo después se podría decir que esta desmesurada exaltación de la velocidad (la cual la seguimos padeciendo en todos los niveles de nuestra vida cotidiana) se ha visto contrarrestada por el movimiento slow, y por la idea de que “la lentitud es bella”, según el antropólogo japonés Keibo Oiwa, Slow is beautiful (La lentitud es bella) un libro que vio la luz en el 2001, concediéndole un valor estético a nuestro mejor amigo, que también es nuestro peor enemigo, el tiempo.
En el año 2018, José Luis Gallero y Jorge Riechmann publicarían un volumen fundamental, una especie de maravillosa y aterradora “casa de citas”, donde se demostraba que la aceleración de todo lo que tiene que ver con nuestra vida laboral y cotidiana (desde la época de la Revolución Industrial) está llevándonos no solo a la extenuación individual sino también a la extenuación de nuestro planeta. El título del libro era bastante explícito: Mater celeritas. Materiales (biofísicos, políticos y poéticos) para una cronología de la aceleración.
La portada del libro, una fotografía realizada por Mireia Sentís, también dejaba claro de qué trataba este volumen: un edificio de Nueva York donde en la fachada hay incrustado un enorme reloj como si fuera el ojo de Dios que aparece plasmado en los billetes del dólar. Y es que ese fue el inicio de la tragedia humana: la invención del reloj mecánico que, con el calendario, dominaría, y domina, todos los aspectos de nuestra vida.
José Luis Gallero, desde la introducción, ‘Aquí, ahora y aceleradamente’, describe así el contenido del libro: “la historia de la aceleración, es decir, la historia del dinero y de la técnica, pero también del arte y la cultura, es la historia de la humanidad. Mater Celeritas: una mirada fulgurante a la cronología –desde el big bang hasta la primavera del año 2018–, para saber aproximadamente dónde estamos, de dónde venimos, adónde nos dirigimos. Expresiones como hacia el abismo, ante el abismo, al borde del abismo se repiten en sus páginas. La suerte del planeta es hoy tan desesperada como la de cada uno de sus habitantes. En efecto: no habrá decrecimiento –económico, demográfico, armamentístico– sin un coordinado y titánico esfuerzo de ralentización”.
Jorge Riechmann también aporta su propia puerta de entrada a lo que nos espera en el interior del libro con su prólogo que titula ‘Poliamor y aceleración social’. La sexualidad es un tema frecuente en los libros relacionados con la lentitud y las prácticas sexuales tántricas. Escribe Riechmann: “Es cierto que los seres humanos podemos sacarle algún gusto ocasional a la velocidad –ahí están para demostrarlo las montañas rusas de los parques de atracciones y todo ese mundo de las carreras de motos–, pero la vida buena queda del lado de la lentitud”.
Entrando ya en lo que es “la carne” del libro (una extraordinaria cronología, “acelerada”, desde el origen del Universo hasta nuestros días en solo unas doscientas páginas) nos encontramos en el siglo VI antes de Cristo cuando Confucio escribe: “No quieras que las cosas se hagan deprisa, ni te fijes en los en los pequeños beneficios. Si las cosas se hacen deprisa, no se llevarán a cabo los asuntos importantes”. Saltamos a Cicerón, quien nos dice: “Nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo”. Seguimos avanzando, ya estamos en el año 58 de nuestra era, y Séneca constata: “Gente apresurada, cuya misma prisa aparta del camino”. Y nos preguntamos, ¿de qué camino se trata, del camino hacia la virtud y la sabiduría o del camino hacia una vida más lenta, sencilla y placentera? Desde luego los estoicos intentaban llevar una vida austera y sosegada (las cartas a Lucilio de Séneca lo demuestran), pero no siempre el Poder les permitiría vivir y pensar como ellos hubieran querido.
Seguimos nuestro “lento” recorrido por la colección de citas que nos ofrece Mater Celeritas y nos topamos con el monstruo que nos devoraría a todos, ¡la invención del reloj en el siglo once! Y Josefa Sarrionandia (1984) subraya: “La aguja de los segundos –en los relojes– no se introdujo hasta el siglo XVIII, precisamente en la época de los primeros pasos de la revolución industrial y del capitalismo… Desde que apareció la medición precisa… el tiempo se convirtió en mercancía”. Pero ya antes, en el siglo XVI, aparece “el primer reloj de bolsillo”, y, por lo tanto, ya los relojes no están solo en las torres de los edificios oficiales y de las iglesias, sino que empezamos a llevar “el tiempo” con nosotros, lo cual despertaría en los humanos un nuevo impulso que los alejaba del horario natural (de sol a sol) y entrarían en un bucle enfermizo que se agravaría con el reloj de pulsera: ¡mirar constantemente la hora que era!
Atrapados por el paso del tiempo, no sorprende, pues, que Goya pintara, ya en la segunda década del siglo XIX, el terrorífico cuadro Saturno (Crono) devorando a un hijo, que era una alegoría feroz del paso del tiempo. En este sentido, es pertinente citar una película reciente de ciencia ficción, In Time (puesto que una reproducción del cuadro de Goya aparece en una de las escenas). En la sociedad que se sitúa la trama del filme, el dinero no existe puesto que todo funciona según el tiempo que posee cada persona, el cual se encuentra en un implante que se lleva en el brazo y que está controlado por “el dueño del tiempo”, que no es dios sino un hombre que guarda la “eternidad” en una caja fuerte. En esta película de ciencia ficción, como en la sociedad actual, hay ricos y pobres, salvo que la riqueza es poseer mucho tiempo y la pobreza lo contrario, tener el tiempo justo para sobrevivir; además de la precariedad en la que viven estos “miserables”, porque todo se compra y se vende con “tiempo”, desde una manzana hasta unas zapatillas. Hay “bancos de tiempo”, fábricas en las que a los empleados y empleadas se les paga con “tiempo”, etcéterz.
Pero volvamos a Mater Celeritas donde se cita a Ortega y Gasset cuando escribe: “Era, pues, famosa la flema de Velázquez. Pero flema es el superlativo de la calma, y el flemático un multimillonario del tiempo, aquel a quien siempre le sobra el tiempo”. Antonio López García, el famoso artista del realismo español, gran admirador de Velázquez, parece que también está en sintonía con el pintor del Siglo de Oro en cuanto a su relación con el tiempo: es bien conocido que el artista de Tomelloso tarda años en terminar sus cuadros. El caso del monumental óleo sobre lienzo La familia de Juan Carlos I es paradigmático de su voluntad por hacer las cosas “lentamente”: lo inició en 1994 y lo terminó en el 2014, o sea, veinte años pintando una familia que, por lo tanto, debió cambiar mucho durante ese tiempo pero que él inmortalizó en una cierta “atemporalidad” cuyos secretos solo el artista conoce.
Para permanecer en el ámbito del arte, Vincent van Gogh, en una de las cartas dirigidas a su hermano, le dice lo siguiente: “Trabajo mucho y deprisa. Al hacerlo así, trato de expresar el paso desesperadamente rápido de las cosas en la vida moderna”. Y es que, en efecto, desde el siglo XVIII, lo “moderno” estaba asociado con la rapidez, con la velocidad; durante la modernidad y la posmodernidad la aceleración fue aumentando en todos los aspectos de nuestra vida laboral y cotidiana y, también, en el arte. Además de que los pintores usaban en sus cuadros el acrílico porque se secaba más rápido que el óleo, por todas partes surgieron los concursos de “pintura rápida”.
Ortega y Gasset, en su famoso La rebelión de las masas, apunta: ”el culto a la pura velocidad que ejercitan nuestros contemporáneos… la vacía velocidad con la cual matamos espacio y yugulamos tiempo… podemos estar en más sitios que antes… consumir en menos tiempo más tiempo cósmico… significa que han sido proyectados sobre la historia montones de hombres a ritmo acelerado… Si este tipo humano sigue dueño de Europa y es definitivamente quien decide, bastarán treinta años para que nuestro continente retroceda a la barbarie” (en Mater Celeritas).
Pues bien, señor Gasset, la barbarie ya está aquí: devoramos tiempo, nos devoramos a nosotros mismos, nos quemamos apresuradamente, yendo de un lado para otro como gallinas sin cabeza, porque quien no se mueve rápidamente en las grandes ciudades, de un país a otro, de un continente a otro, se convierte en un ser anodino que solo navega por internet.
Hemos pasado de ser considerados sujetos humanos durante el periodo de la filosofía existencialista, primera mitad del siglo XX, a ser solo “consumidores” (de bienes, de espectáculos, de viajes y de tiempo), segunda mitad del mismo siglo, y, ahora, ya en el siglo XXI, internautas en la supuesta era del conocimiento, encadenados en una red de teléfonos móviles, geolocalizados en todo momento, embruteciéndonos cuando la inteligencia artificial es cada día “más inteligente” y nosotros menos libres, más esclavos del tiempo y de todo tipo de máquinas. La digitalización de las gestiones (públicas y privadas), no siempre nos simplifica la vida, sino que nos estresa, nos separa de los otros seres humanos y nos “roba tiempo”.
Ya en 1932, advertía el austríaco Hermann Broch: “Este mundo sin esencia, sin quietud, este mundo que solo encuentra y mantiene el equilibrio en una rapidez cada vez mayor, este mundo ha convertido su precipitación en actividad aparente del hombre”. En los años 80, cuando empezó la terrible pandemia del SIDA, para la cual no se ha encontrado todavía una vacuna que nos defienda de ese virus, el artista David Wojnarowicz creó una obra muy emblemática, no solo para aquellos que padecían esa enfermedad (de la cual él murió), sino creo que también como símbolo del precipicio al que está abocada la forma de vida apresurada norteamericana. En la obra se ven unos búfalos cayendo por un precipicio, que en realidad es “la foto de una foto (diorama)” que se encuentra en el Museo de Historia Natural de Nueva York.
Pero sigamos explorando Mater Celeritas. Josep Pla, en La vida lenta (1956), una serie de notas o diarios, escribe: “A veces, la vida parece más larga que la eternidad”. Y es que aquí Pla da en el clavo: la lentitud no solo se mide por los segundos de un reloj, sino que es también un “estado de ánimo”, una percepción que nada tiene que ver con el tiempo real, sino que depende mucho de cómo emocionalmente nos relacionamos con el espacio y el tiempo, con las personas y con el mundo. De alguna forma volvemos a formularnos la pregunta del libro de Carlo Rovelli: “¿Y si el tiempo no existiera?”.
Hannah Arendt, en La condición humana (1958), ya pensaba que “La decisiva reducción de la Tierra fue consecuencia de la invención del avión. Cualquier disminución de la distancia terrestre solo se gana al precio de alienar al hombre… proceso de renovación cuyo aumente de la velocidad es la única constante”. No olvidemos que, precisamente, la construcción en colaboración entre Francia y Reino Unido del avión supersónico Concorde (1976-2003), que volaba a más de 2.000 kilómetros por hora, y que permitiría atravesar el océano Atlántico en unas pocas horas, se estrelló trágicamente en el año 2000. Por esta razón, y por su baja rentabilidad, el sueño de que la población civil pudiera volar como en un avión de guerra terminó con la desaparición de estos aviones unos años después. No obstante, el ser humano es muy tozudo, y ahora ya se está promocionando la creación de naves espaciales que permitan hacer viajes turísticos a la Luna.
A pesar de toda esta celeridad que nos esclaviza en nuestra vida, podemos desacelerar la máquina en que nos hemos convertido leyendo un libro, por ejemplo, de poesía. No sorprende, pues, que Eugenio Montale, en su discurso en la Academia Sueca, cundo recogió el premio Nobel, 1975, dijera: “Las comunicaciones de masas y sobre todo la televisión han tratado, no sin éxito, de anular toda posibilidad de soledad y reflexión. El tiempo se vuelve más veloz… En tal panorama de exhibicionismo histérico, ¿cuál puede ser el lugar de la más discreta de las artes, la poesía”. No obstante, ya mucho antes, 1936, otro italiano, Cesare Pavese, escribiría un libro de poemas cuyo título era Lavorare stanca (Trabajar cansa), y es que en verdad no creo que la poesía tenga que ser forzosamente una de las artes “más discreta”, de lo que sí estoy seguro es de que “trabajar cansa” y escribir poesía también. Quizás por esas dos razones, porque mi poesía no es nada discreta y porque uno se cansa de escribir, en 2017, publiqué el que sería mi último (en todos los sentidos de la palabra último) libro de poemas, La noche de Europa.
Vamos a terminar este rápido recorrido por Mater Celeritas con dos citas inquietantes: “Todo es cada vez más rápido, y nosotros cada vez más lentos. He aquí el verdadero drama de una generación que amaba la lentitud y aspiraba hacer pocas cosas y bien hechas” (José Luis Gallero); “La prisa es un ácido corrosivo de los más altos bienes que nos ofrece la vida” (Jorge Riechmann). Pasemos, pues, a describir, someramente, cómo empezó y como se está desarrollando un fenómeno mundial conocido como el movimiento slow, o sea, la lentitud como un paradigma que se puede aplicar a todos los aspectos de nuestra vida.
El movimiento ‘slow”. Elogio de la lentitud
Cuando en el año 1979 Julio Llamazares publicó su primer libro de poemas, La lentitud de los bueyes, no se hablaba de la España vacía ni el retorno de lo rural era una moda, todo lo contrario, la poesía de la ciudad era la predominante en nuestro ámbito cultural; tampoco el ecologismo estaba de moda en nuestro país, salvo algunos adelantados. En pleno furor ya de la Movida Madrileña, ¿a quién le iba a interesar el campo y el aire libre? Los jóvenes querían muchas drogas, mucho sexo, una vida urbanita acelerada e interminables noches rebosantes de alcohol y de cocaína.
Desde la portada del libro de Llamazares, ya en su edición de la editorial Hiperión (1985), llamaba la atención la imagen bucólica de dos campesinos labrando la tierra con un arado tirado por seis bueyes; unas montañas nevadas en el fondo completaban la idílica imagen rural que nada tenía que ver con la agitada vida del Madrid donde el poeta vivía.
Desde el primer poema escribe Llamazares: “No es un error la lentitud, ni habitan nuestra alma las oquedades del conocimiento./ En algún zarzal lejano anida un pájaro de aceite que nace con el día. Siento su sed granate algunas veces. Su abandono es tan dulce como el nuestro./ Su lentitud no está desposeída de costumbre”. En el libro entero la naturaleza, los temas de la soledad y de la lentitud serán constantes y Llamazares nos dejará imágenes serenas tan poderosas como esta: “La lentitud estaba en la raíz del corazón”.
Otro amante de la lentitud es Carlos Fresneda, a pesar de que su trabajo de corresponsal le ha obligado a estar siempre “alerta”, bien informado y dispuesto a viajar constantemente. Cuando yo lo conocí en Nueva York publicó un libro que también parecía ir a contracorriente en España: La vida simple. De los excesos de la sociedad de consumo a la busca de nuevos estilos de vida (1998). La verdad que por aquellos años yo estaba más bien viviendo una vida de “excesos”, nada simple, y el tema de su libro no me atraía demasiado y, por lo tanto, solo leí dos apartados: ‘La reconquista del campo’ y ‘Sobrevivir a la ciudad’.
Desde el principio escribe Fresneda: “A lo mejor podemos encauzar los días sin pegarnos necesariamente con el reloj. Romper las cadenas que nos atan como esclavos al trabajo. Acabar nuestra relación enfermiza con el dinero y gastar un poco menos. Bajarnos del tren de alta velocidad y retomar el control de nuestras vidas”.
En el libro de Fresneda hay una sección directamente ligada a nuestro tema, ‘De prisa, de prisa’. En el apartado titulado ‘¡Tiempo!’, escribe: “Nuestras vidas se parecen cada vez más al patético ir y venir de un entrenador de baloncesto […] pendientes de los minutos y los segundos como si fuesen el filo de una guillotina y estuviésemos siempre con un pie en el patíbulo […] Al final, todos los inventos que se supone sirven para ganar tiempo no consiguen sino crearnos una angustiosa opresión y situarnos permanentemente al borde de la taquicardia, obcecados con el paso presuroso de las horas”.
En general, en su libro toca todos los temas que hoy en día interesan mucho más en España, y en gran parte de Occidente, que cuando Fresneda publicó su ensayo y que, de algún modo, son ya parte del movimiento slow. No es de extrañar, pues que el autor escribiera a manera de resumen: “Conclusión: el fast-food es la epidemia que a mayor velocidad se está comiendo el planeta”. Y, precisamente, sería ya en el año 2004, cuando un escocés, Carl Honoré, publicó un libro que se convertiría en un best seller mundial: Elogio de la lentitud. Un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad.
El libro de Carl Honoré abarca casi todos los mismos temas que yo ya conocía superficialmente por el volumen de Carlos Fresneda, pero, claro, al ser un anglosajón ha tenido mucha más repercusión. Así, el escocés va describiendo todo lo que atañe al movimiento slow, desde la comida slow, la medicina, la música, el trabajo, el sexo, las ciudades y los pueblos slow, el ocio hasta la educación slow de los niños.
Sería muy complejo, y extenso, exponer aquí el recorrido completo del movimiento slow que hace Honoré, desde el romanticismo y los trascendentalitas norteamericanos hasta hoy. Escribe Honoré sobre la finalidad de su obra: “la gente está aprendiendo a mantener la serenidad, a conservar un estado de lentitud interior […] Uno de los objetivos de esta obra es mostrar cómo lo hacen […] A pesar de lo que digan algunos críticos, el movimiento slow no se propone hacer las cosas a paso de tortuga. Tampoco es un intento ludita de hacer que el planeta entero retroceda a alguna utopía preindustrial. Por el contrario, el movimiento está formado por personas como usted y yo, personas que quieren vivir mejor en un mundo moderno sometido a un ritmo rápido. Por ello, la filosofía de la lentitud podría resumirse en una sola palabra: equilibrio. Actuar con rapidez cuando tiene sentido hacerlo y ser lento cuando la lentitud es lo más conveniente. Tratar de vivir en lo que los músicos llaman el tempo giusto, la velocidad apropiada”.
No obstante, es importante señalar que el origen contemporáneo del amor a lo lento nace en Italia, aunque el manifiesto Slow Food, de Carlo Petrini lo presentó en París en 1989; precisamente la ciudad donde, ochenta años antes, se había publicado el primer manifiesto futurista escrito por otro italiano.
Alberto Vitale, quien vive en Bra, el pueblo italiano que es ahora “el hogar” de slow food, en el 2002 fundó Slow Sex (sexo lento, www.slowsex.it ) que propone que el buen sexo debe tener como mínimo los siguientes componentes: “ternura, comunicación, respeto, variedad y lentitud”. En cuanto a la rama del urbanismo que se conoce como slow sities (ciudades lentas), el manifiesto, Città Slow, “contiene cincuenta y cinco promesas, tales como reducir el ruido y el tráfico, aumentar las zonas verdes y las islas peatonales, apoyar a los agricultores de la localidad y las tiendas, mercados y restaurantes para que vendan sus productos, promover una tecnología que proteja el medio ambiente, preservar la estética y las tradiciones culinarias de la localidad, y fomentar un espíritu de hospitalidad y buena vecindad”. Y, precisamente el pueblo italiano de Bra, “está llevando a cabo las cincuenta y cinco promesas. En su centro histórico, la ciudad ha cerrado algunas calles al tráfico, han prohibido las cadenas de supermercados y los llamativos letreros de neón”.
En definitiva, como dice Carl Honoré, “hemos perdido el arte de no hacer nada”. Frente al “turbocapitalismo” Honoré propone un “capitalismo lento”: “el movimiento slow [no] es enemigo del capitalismo. Por el contrario, le ofrece un chaleco salvavidas […] una alternativa lenta podría hacer que la economía trabajara para nosotros, y no viceversa. El capitalismo lento podría significar un crecimiento inferior, algo difícil de fomentar en un mundo obsesionado por el índice Dow Jones, pero la idea de que en la vida hay algo más que lograr un máximo PIB o ganar la carrera de ratas, está consiguiendo cada vez más adeptos, sobre todo en las naciones más ricas, donde aumenta el número de personas que están considerando el elevado coste de sus frenéticas vidas”. O sea, capitalismo sí, pero menos voraz, más humano: “Desacelerar será una lucha hasta que escribamos de nuevo las reglas que gobiernan casi cada esfera de la vida: la economía, el lugar de trabajo, el diseño urbano, la educación, la medicina…”.
L’International Online es una plataforma europea para el pensamiento crítico en general en la que se entrelazan arte, política y economía (dos museos españoles forman parte de esta plataforma, el Reina Sofía de Madrid y el MACBA de Barcelona). Su más reciente publicación lleva el título de Degrowth and Progress (Decrecimiento y progreso), o sea, como Carl Honoré diría, “desaceleración y progreso”. Pero la historia humana nos recuerda que el supuesto impulso civilizador consiste en arrasar rápidamente con todo aquello que se opone a la idea de progreso. La cuestión es cómo armonizar un progreso sostenible sin que a un nivel individual y colectivo no seamos devorados por Cronos (como en el cuadro de Goya antes mencionado). Queda, pues, en nuestras manos, la decisión personal de saber cómo queremos vivir esta existencia tan corta, “deprisa, deprisa” o lentamente. Al final, por mucho que aceleremos o desaceleremos la vida siempre termina igual, con la muerte, una muerte que acecha igualmente a la tortuga y a la liebre.
El vacío de lo veloz. ‘El lujo de ir despacio’
Paul Virilio, en su libro La velocidad de liberación (1995) nos ofrecía ya una visión un tanto apocalíptica sobre lo que nos esperaba en el futuro con la irrupción de las nuevas tecnologías, el trabajo y el ocio a distancia y, en última instancia, la teleexistencia, algo que inesperadamente hemos estado viviendo durante más de un año ya con la aparición la COVID-19, una enfermedad producida por un virus que se ha expandido por todo el planeta a una velocidad asombrosa, lo cual ha puesto en evidencia que la globalización de todas nuestras actividades no solo tiene ventajas sino también peligros que hemos sufrido en carne propia a nivel local.
“La velocidad del nuevo medio electroóptico y acústico –escribe Paul Virilio– se transforma en el último VACÍO (el vacío de lo veloz), un vacío que no depende ya del intervalo entre los lugares, las cosas, y, por tanto, la extensión misma del mundo, sino de la interfaz de una transmisión instantánea de las apariencias lejanas”. Y es que el autor considera que estamos acostumbrándonos a “existir en pantalla” (o a través de las pantallas) abandonando así todo lo bueno y lo malo que se da en la experiencia de la cercanía, no solo entre los seres humanos, sino también en nuestra vida cotidiana, en el trabajo, en el ocio, en esa proximidad que por conflictiva que pueda ser nos hace más humanos. De ahí que Virilio proponga: “debemos preguntar por la cara oculta de las nuevas tecnologías, antes de que ellas se impongan, a nuestro pesar, a la evidencia”.
Y es que, sigue diciendo Paul Virilio, “si la revolución de los transportes de siglo pasado ya había provocado una mutación del territorio urbano en el conjunto del continente europeo, la actual revolución de las transmisiones (interactivas) ocasiona, a su vez, una conmutación del medio ambiente urbano, en el que la imagen prevalece sobre la cosa de la que es imagen; al convertirse poco a poco la antigua Ciudad en un aglomeración paradójica, las relaciones de proximidad inmediata ceden el paso a las interrelaciones a distancia”.
Llega así el pensador francés a la conclusión de que “al fin de este siglo [XX], no quedará gran cosa de la extensión de este planeta no solo contaminado sino también estrechado, reducido a nada por las teletecnologías de la interactividad generalizada”. En verdad no creo que su pronóstico sea del todo acertado, pero sin duda, especialmente en las grandes ciudades, cada día está la gente más distanciada y, por otro lado, se empieza a añorar las relaciones directas face to face, del “cara a cara” que se ve suplantado por los contactos a distancia de Facebook, entre otras plataformas de la interacción a distancia.
Todo esto nos llevaría a no prestar atención a nuestro entorno cotidiano, a las pequeñas cosas que nos rodean en nuestra vida diaria: “Es el fin del mundo exterior; el mundo se vuelve de pronto endótico [infraordinario, lo contrario de lo exótico]; un fin que implica tanto el olvido de la exterioridad espacial cuanto el de la exterioridad temporal (now future), en favor únicamente del instante ‘presente’, de ese instante real de las telecomunicaciones instantáneas”. Y ya, llegando a una visión un tanto apocalíptica, dice Paul Virilio: “Sedentarismo terminal y definitivo […] fruto de telecomunicaciones que entreabre la posibilidad inaudita de una ‘civilización del olvido’, sociedad de un ‘en directo’ (live coverage) sin futuro y sin pasado, por ser sin extensión, sin duración, sociedad intensamente presente aquí y allá; dicho de otra manera, telepresente en el mundo entero”.
Frente a la perspectiva geométrica del Renacimiento italiano Paul Virilio nos advierte que ahora vivimos cada vez con más frecuencia en “una perspectiva electrónica: la del tiempo real de la emisión y de la recepción instantánea de señales de audio y vídeo […] Se quiera o no, hay ahora, para cada uno de nosotros, desdoblamiento de la representación del Mundo y, por tanto, de su realidad. Desdoblamiento entre actividad e interactividad, presencia y telepresencia, existencia y teleexistencia”.
Yo no soy tan pesimista como el pensador francés, más bien creo que poco a poco (sin descartar los aspectos prácticos de la “telepresencia”) el ser humano, en los países más desarrollados, también está empezando a apreciar la cercanía, la vida lenta, la proximidad física y emocional.
En el pueblo donde yo vivo, Tomelloso, Ciudad Real, España, un día, cuando estaba paseando por una de sus calles, me llamó la atención un cartel que decía lo siguiente: “El lujo de ir despacio”. Llamé al timbre del local donde estaba este cartel y me abrió Claudiu Mihaila (de quien ya hemos hablado al principio de este artículo), el dueño y maestro (bicampeón del Mundo, Wushu Taijiquan Chen Style 2019). Claudiu es rumano y se estableció en Tomelloso hace 20 años. Sin conocernos de nada me abrió la puerta de su local y quise saber algo más sobre esa frase que había visto. Él me dijo que era parte de su forma de vivir, me ofreció que un día quedáramos para tomar un té y charlar.
Quizás Paul Virilio (y los pensadores que he citado en este artículo) tenga razón y estemos acercándonos al abismo de un mundo en el que la velocidad lo devore todo y vivamos en un presencia del ahora que, en realidad, es una forma de ausencia suicida. No obstante, siempre podremos poner el freno que nos impone la economía y la sociedad, siempre podremos permitirnos “el lujo de ir despacio”.
Coda final: el movimiento ‘slow news” (noticias lentas)
Cuando ya tenía terminado este artículo, por pura casualidad, vi un documental, Slow News (2020), del cineasta italiano Alberto Puliafito, basado en un libro del mismo título, del año 2011, del profesor de periodismo en la Universidad de Oregón Peter Laufer. Mientras estoy escribiendo este final, viene Jamila (en árabe significa bella y se pronuncia “Yamila”), mi perra podenca, que requiere que la acaricie durante un rato y así lo hago. Si he estado trabajando en este artículo durante más de cinco meses por qué preocuparme ahora en terminarlo a toda la velocidad. Disfruto de unos minutos jugando con Jamila y vuelvo al ordenador.
El título del libro de Peter Laufer, el fundador de este movimiento de noticias lentas, es muy explícito: Slow News. A Manifesto For The Critical News Consumer (Noticias lentas. Un manifiesto para el consumidor crítico de noticias). El eslogan de su manifiesto es “Yesterday´s News Tomorrow”, algo así como “Las noticias de ayer, mañana”. Es decir, que seamos pacientes y que leamos los periódicos en soporte de papel, tomándose un café o una cerveza en la cafetería más cercana, en el que vienen las noticias de “ayer”.
El contenido del libro de Laufer (al igual que el documental de Puliafito) es mucho más profundo que esta recomendación superficial. En realidad, el mensaje que nos quiere trasladar es que no nos debemos dejar atrapar por la velocidad de las “noticias de última hora”, esos titulares con los que nos bombardean en la radio, en la televisión y en internet.
Pero el manifiesto va más allá de esta simplificación: se trata de casi un manual de autoayuda para que el consumidor, o la consumidora, de noticias se convierta en una persona que desarrolle una forma crítica en su acercamiento a lo que es la información de todos los medios de comunicación. Al final de cada apartado de su libro Peter Laufer nos da algo así como una receta, una fórmula o una recomendación para que pasemos de ser consumidores de noticias rápidas (titulares) a ser consumidores críticos y selectivos. Desgraciadamente este libro (que no ha sido traducido al español) no será leído por la gran masa de consumidores adictos a las noticias rápidas.
Ahora, cuando estoy terminando de escribir esta “coda”, se me acerca mi otra perra, Lara, y de nuevo interrumpo la escritura para darle un poco de cariño. No tengo prisa, pero sé que tengo que terminar el artículo con alguna frase contundente, una frase que resuma todo lo que he escrito. Aquí va: desde que se fundó la revista digital fronterad (hace 12 años) comprendí que era preferible publicar (y leer) artículos en los que pudiera disfrutar de una lectura lenta y con una extensión que no fuera la de las noticias instantáneas de internet. Tan es así que cuando un periódico me pidió que escribiera una columna mensual le dije al director que lo sentía, que yo no podía, ni sabía, escribir tan rápida y asiduamente. Esa misma filosofía de la lentitud la he ido llevando a mi propia vida cotidiana: trato de hacer todo lo que es necesario “lentamente”, incluyendo leer y escribir sobre temas que no tengan “fecha de caducidad”.