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No es piedra lo que permanece. Marc Casals y su mirada sobre Bosnia-Herzegovina

Parte de la magia de las palabras está en que, al tomar vida propia, adquieren el poder de despertar en quienes las leen –o las escuchan– asociaciones o resonancias que no necesitaron estar en la mente de quien las lanzó al mundo. Marc Casals (Girona, España, 1980) ha escrito La piedra permanece (Libros del KO, Madrid, 2021), y el título me evoca el poemario de Gabriel Aresti, Harri eta herri (Piedra y pueblo, 1964). En particular, su famoso poema, ‘La casa de mi padre’. Que es en realidad un juramento o una promesa:

 

“Perderé los ganados,
los huertos,
los pinares, (…)
Me quitarán las armas, y con las manos defenderé
la casa de mi padre;
me cortarán las manos (…)
se perderá mi alma,
se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre
seguirá
en pie”.

 

La frase del título, La piedra permanece, es otra promesa en forma de sentencia, que puede ser, según se lea, advertencia o consuelo. Pero no viene de Aresti. Procede de una cita del explorador francés Albert Bordeaux, una de las dos que abren el libro: “De Bosnia puedo decir lo que encontré, como dirigido a mí, en una placa de mármol grabado sobre una fuente: El agua fluye, la piedra permanece…”. Bordeaux, ingeniero de minas a caballo entre los siglos XIX y XX, llegó a Bosnia en 1890 y regresó años más tarde; en 1904 publicaba sus impresiones en La Bosnie populaire: paysages, moeurs et coutumes, légendes, chants populaires, mines (reeditado por Hachette Livre BNR, 2018), una buena muestra de la literatura de viajes y exploraciones con las que la Europa decimonónica, ávida de descubrimientos, construyó su imagen de otros mundos más allá de sus perímetros mentales, lejanos, exóticos, orientales, ultramarinos. La europea es una mirada que oscila entre la condescendencia y la atracción (como señala la otra cita que abre el libro, del escritor bosnio y croata Ivan Lovrenović: “Occidente fascina (..) por sus posibilidades materiales, (..) [pero] ha perdido profundidad. (..) Los Balcanes son eróticos”). En parte por arrogancia, en parte por inadvertencia de los propios sesgos, esa mirada inquisitiva, pero ajena y –muchas veces– superficial, pesa en ocasiones como una losa sobre observantes y observados, sobre su mutua capacidad para comprenderse. Una losa que obras como La piedra permanece ayudan a mantener a distancia.

 

  1. La casa del padre

El título no viene de Aresti. Y, sin embargo, la asociación no es totalmente arbitraria, porque hay algo de tozudez, de piedra y de pueblo en las historias bosnias que Casals desgrana en su ensayo; hay algo, también, de defensa encarnizada de la casa del padre –del padre y de la madre, de los que fueron, de los que están por venir–, y también de las servidumbres que ésta impone, en los personajes que desfilan por las trescientas páginas de la obra. Miralem, el obrero bosníaco de ‘Silencio en Romanija’, regresa para reconstruir su casa –la casa de sus padres– en su Nadinići natal (hoy en territorio de la Republika Srpska), enteramente reducida a escombros por las milicias serbo-bosnias en los años noventa, tras cuarenta años de ausencia y tras una guerra que arrasó su casa, su país y su trabajo, además de arrebatarle a su hijo. Los ecos de la piedra resuenan también en la voz de la anciana Dobrila, serbia sarajevita (‘La soledad de la frontera’), cuando recibe al forastero que se asoma por su humilde taberna, a la vera del Puente de las Cabras, en una tierra de nadie surgida del último conflicto, entre Sarajevo y Pale: “esto es mi casa, yo nací aquí”, la vemos afirmar, señalando un humilde establo, “en la paja, como Jesucristo”. David Kamhi, judío sefardí de Sarajevo, y uno de los últimos y orgullosos hablantes nativos de judeoespañol en la ciudad, pudo emigrar a Israel al inicio de las hostilidades, y también ‘regresar’ a España/Sefarad al término de éstas, pero escogió en ambos casos permanecer en el hogar de sus padres, donde se apagó hace unos meses. “Contundente tanto en las formas como en el fondo”, relata Casals en ‘Secretos quiero descubrir’, que es también una hermosa evocación del universo sefardí en Bosnia, “[Kahmi] recordó a todos que su patria no era Israel, sino Bosnia; denunció que, si se marchaban, sería el fin de quinientos años de vida judía en Sarajevo…”.

Hay relatos en los que el peso de la ‘casa del padre’, de esa memoria familiar que se transmite sin pedir permiso, adquiere una dimensión más ambigua. En el capítulo primero, Casals alude al komšiluk o vecindario, “fundamental en la cultura bosnia, [que] presenta una doble naturaleza, ya que puede convertirse tanto en red salvadora frente a los apuros, como en fuente de hipocresía y murmuración”. Los vínculos filiales y familiares sufren una dualidad parecida, acaso agravada. ‘Como el agua del Drina’ nos presenta a Mladen, serbo-bosnio de Sarajevo e hijo de un combatiente de las fuerzas de Mladić. Mladen, un niño durante la guerra, se debate hoy entre el peso de sus propios traumas –como el recuerdo de los bombardeos de la OTAN sobre su cabeza– y el legado y la memoria de su padre Dimitar –caído por la artillería de la Armija bosníaca mientras defendía el suburbio de mayoría serbia de Vogošća, donde residían–, por un lado; y el ritmo de una vida frustrante pero que pugna por abrirse camino, que en el caso de Mladen tiene nombre de mujer musulmana, por otro. El padre de Mladen, serbio antes que yugoslavo, tomó las armas para defender a su familia de una Bosnia independiente y –se temía– dominada por los musulmanes; su tío Luka, en cambio, permaneció en Sarajevo durante el asedio, comprometido con una Bosnia multiétnica en la que aún creía. Ambos fueron asesinados por disparos bosníacos. El país de Mladen, entre la ‘casa de su padre’ y la incierta vida por construir de su hijo, entre el retrato de Mladić en su habitación y la “seducción que avanza” con la bosníaca Azra, es una Bosnia malherida –pero también malhiriente– que le atrae, retiene y repele simultáneamente, como hilos contradictorios de una madeja inextricable.

“Esto es lo que hay. Ahora ya sabéis la historia de la familia…”. Las palabras quedan flotando en un caserío de Šujica (Herzegovina occidental), en algún momento indeterminado de los años sesenta: es otra de las escenas que Casals nos invita a presenciar furtivamente, como apostados detrás de una imposible mirilla. En ‘Desperdigados por el viento’, cinco hermanos de corta edad alrededor de una mesa escuchan a su padre, bosnio-croata, concluir así un ejercicio explícito de transmisión de la memoria familiar, que es distinta –“antagónica”– de la que proclaman las conmemoraciones, las aulas y los manuales de la Yugoslavia socialista: es la memoria de los que perdieron la Segunda Guerra Mundial en Yugoslavia, de los que simpatizaron, creyeron o acompañaron el derrotado fascismo ultranacionalista croata, la Ustaša. Uno de los hermanos que escuchan alrededor de esa mesa, Ilija, oye entonces por primera vez hablar sin circunloquios del tío al que debe su nombre, un miliciano ustaša acribillado por los partisanos en las últimas fases de la guerra. Ilija –el sobrino– se encontrará combatiendo medio siglo más tarde por el mismo territorio en las filas del Consejo Croata de Defensa (HVO), el brazo armado del nacionalismo croata en Bosnia, primero contra la Armija, después contra las fuerzas serbo-bosnias. El HVO mantuvo a raya al enemigo y, por tanto, se cuenta entre los vencedores. Pero Ilija, que abandonó el Ejército tras la guerra, no es un vencedor: herzegovino en Croacia, croata en Bosnia, hoy residente en la costa dálmata, siempre un poco fuera de sitio, cada año regresa a su Šujica natal, diezmada como el resto de la zona por la despoblación, para rendir homenaje a sus ancestros y visitar el viejo caserío de su padre, “hoy desierto, vetusto y carcomido por la humedad”.

 

  1. Lo que pasa y lo que queda

Este último motivo recorre el libro: son numerosos los pasajes en los que la piedra se desvanece, desplomada, volada, carcomida, abandonada, olvidada. Se desploma el venerable puente de Mostar sobre el río Neretva, bajo el fuego intenso de la artillería bosnio-croata (“¡Han matado el Viejo [Puente]!”), en ‘Nos conviene cruzar’. Las viviendas de Miralem en Nadinići y de Kemo en Kevljani son reducidas a escombros, por obuses o por sistemático vandalismo, de milicianos o de antiguos vecinos. Vetustas instalaciones industriales como la FAMOS en Hranica, o el complejo siderúrgico de Vareš (‘La raíz de fray Mirko’), agonizan silenciosamente, vacías y abandonadas a su suerte, deglutidas por la maleza y los hierbajos. Salta en pedazos el Markale sarajevita, bombardeado a plena luz del día, y observamos la desolación de la escena a través de los ojos de Omar (‘Un espíritu de Sarajevo’), que ha corrido a buscar a su madre; junto a la piedra arrancada, los obuses han segado las vidas de decenas de civiles. Vuela por los aires, valga la ironía, el aeropuerto militar de Zeljava (entre Bosnia y Croacia), hecho explosionar por un ejército yugoslavo en retirada, “con cincuenta toneladas de explosivos que hicieron temblar Bihać” (‘Musgo bajo la coraza’). Caen los alminares de antiguas mezquitas, objetivos preferidos de la artillería serbo-bosnia, en todo el país; vemos reducirse a cascotes por orden del alto mando de Srpska (‘La orilla desierta del Vrbas’), la histórica mezquita Ferhadija, en Banja Luka, hoy reconstruida, pero que llevaba más de cuatro siglos en pie.

Lo que permanece es otra cosa, secamente resumida en el caserío de Šujica: “Esto es lo que hay”. No siempre la transmisión familiar es así de descarnada y de explícita; no siempre requiere una reunión familiar alrededor de una mesa, solemne y (esto ya es imaginación de lector) toscamente iluminada, quizá por un candil tembloroso y danzante. Pero el discurrir de las historias y las memorias –también de los agravios– de los vencidos y los humillados no se detiene ni siquiera cuando todas las piedras perecen. Se produce incluso en el silencio denso. Y lo hace circulando a través de la trama de los afectos, intangible y caprichosa en ocasiones, pero constantemente renovada. Los relatos de Casals forman decididamente parte de esta transmisión a través de los afectos; se incorporan a ella a través del impulso más elemental a la hora de rendir homenaje, que es el de contar, compartir con otros las historias de quienes no se quiere que pasen (o que sigan pasando) inadvertidos. Al integrarse en esa circulación (“lo justo es que uno intente devolver siquiera un ápice de su generosidad”, reflexiona el autor en su prólogo, refiriéndose a su pequeña patria bosnia, adoptiva y adoptada), y contar la obstinación y la entereza, las resistencias sin esperanzas, las frustraciones y los desgarros que salen a la luz en sus páginas, sobre el fondo de una historia que atropella y atraviesa la vida misma, confundiéndose con ella, desfigurándola… Casals se emplea en desmentir el título que ha escogido para encabezar su libro: no es piedra lo que permanece.

 

  1. Una obra elemental y escurridiza

La premisa del libro es aparentemente –engañosamente– simple. El autor la resume en su prólogo: “tuve claro que el foco [del libro] debía ser los bosnios de a pie a quienes tanto admiraba”. Su estilo es coherente con esa convicción: a diferencia de otras obras de vocación parecida, la presencia del narrador es aquí discreta, casi imperceptible. Casals permanece en segundo plano y se esfuerza por dirigir la atención del lector hacia sus personajes, por transcribir la mirada de éstos, sus fardos, sus aspiraciones. Los acerca así lo más posible al lector, hasta el punto de que éste tiene la sensación de haber compartido con ellos una intimidad rara, un poco sobrecogedora. Esa ilusión de conversación directa entre lector y protagonistas, delicadamente construida, es la atmósfera adecuada para que el primero se sumerja en las claves históricas, culturales y sociológicas de Bosnia y de toda la antigua Yugoslavia, que el autor va desarrollando a medida que avanzan las historias. La compleja y disputada Historia de la región, que puede resultar árida y abrumadora, se va así abriendo con naturalidad, cobrando sentido y cuerpo ante el lector, a través de un mosaico de miradas diversas, contradictorias, pero no excluyentes, de unos personajes que se vuelven familiares.

La premisa es simple de formular, pero difícil de cumplir; el resultado merece saludarse. Es menos simple –y quizá, no demasiado relevante– encontrar el estante o la categoría, la etiqueta de género más adecuada para el libro. Los dieciséis relatos de Casals se leen como pequeñas novelas; viene a la cabeza El jardinero de Sarajevo (Dèria Editors, 2002), de Miljenko Jergović. Allí donde Jergović desarrolla breves cuentecillos, casi nivolas unamunianas, en torno a episodios de ficción sobre el asedio de Sarajevo, Casals pone el foco en las vidas reales de dieciséis personajes –no sólo durante la guerra–, y traza en cada capítulo una trayectoria que es a la vez individual, familiar y colectiva. Pero el libro no es una simple crónica de esas vidas. La trayectoria de cada personaje ofrece al autor un ovillo de hilos –sociales, regionales, históricos, culturales– de los que éste hábilmente va tirando, hasta componer alrededor de ellos una trama en la que, junto con las memorias personales y los legados familiares, se contempla también el turbulento paisaje político en el que los personajes se ven obligados a desenvolverse, que marca los acontecimientos y el ritmo de vida. Más allá, es una perspectiva más global de las sociedades yugoslavas la que se dibuja, siguiendo el rastro de sus intensas transformaciones, especialmente en la segunda mitad del siglo XX: los meandros de una modernización robusta pero irregular, en tensión entre novedad y tradición; el peso de las migraciones y los desplazamientos interiores de población en una sociedad dolorida y sensible al hechizo identitario; unas corrientes culturales dinámicas, contestatarias y atentas al exterior, aunque a la sombra de un autoritarismo de intensidad variable; un desarrollismo vigoroso que transformó el país, sin llegar a estabilizarlo…

El libro se puede leer como una colección de cuentos, pero –y esto hay que repetírselo en ocasiones durante la lectura– no hay un ápice de ficción en las tramas: se trata de un ensayo. Puede parecer una colección de testimonios a la búsqueda de un altavoz, pero esto tampoco es exacto: las conversaciones y las memorias transmitidas de los personajes son un pilar de la obra, pero no el único; y sus protagonistas no piden nada. Es el autor quien les pide permiso para contar sus historias, sorprendiéndose en ocasiones de verlo concedido. Tanto como a éstos les sorprende la petición; en alguna de las entrevistas realizadas con motivo de la publicación del libro el autor relata la escéptica respuesta del protagonista de uno de los capítulos: “si crees que puedes hacer algo con esto…”. Y desde luego que Casals hace algo con esto: una sólida aproximación histórica y sociológica a una realidad compleja y llena de recovecos, cuyo equilibrio es más meritorio porque se adentra en terrenos donde es fácil perder pie o caer en clichés, excesos o banalidades. Un ensayo eficaz y riguroso, despojado de aridez, con capítulos que se leen y se disfrutan –por momentos se devoran– de un tirón, sin más interrupción que la necesaria para tomar aliento y digerir una escena particularmente densa. La amenidad de la lectura lleva, quizá, al último posible equívoco, que el autor aborda en la introducción: aunque el volumen no se presente con el intimidatorio aparato bibliográfico que suele acompañar a las obras eruditas o académicas, el libro es fruto (también) de una larga y concienzuda labor de documentación y estudio. Es una de esas labores ingratas que consiguen su efecto cuando no se nota el cuidado: como mucho, se puede apreciar el esmero en la riqueza de los excursos menos narrativos y más propiamente ensayísticos, en el rigor de las secuencias históricas descritas, en la precisión de los engarces entre éstas y las vidas de los protagonistas.

 

  1. Un ramillete de historias

En las notas introductorias, el autor dedica algunas líneas a examinar la composición y la representatividad de su singular ramillete de historias, su intencionalidad y sus limitaciones. Por ejemplo, ha intentado –y conseguido– un cierto equilibrio entre las mal llamadas “etnias” o naciones constitutivas (según la formulación constitucional) en Bosnia y Herzegovina: bosníacos, bosnio-croatas y serbo-bosnios. Aunque los retratos de Sarajevo –donde el autor reside– son claramente dominantes (casi la mitad de los protagonistas orbitan en algún momento alrededor de la capital bosnia), otras regiones se abren también paso en sus páginas, especialmente Herzegovina (Mostar, Šujica, Trebinje) y Bosnia oriental (Visegrado, Srebrenica). Hay pocas mujeres, reconoce; algo que relaciona con el conservadurismo social bosnio: es más difícil para una mujer compartir su historia con un extranjero; centradas tradicionalmente en el hogar, las vivencias femeninas son, además, más difíciles de encajar en la trama histórica de los acontecimientos.

Se pueden ensayar otros prismas. Sin llevar el ejercicio demasiado lejos, porque las historias del libro surgen de una experiencia vital y afectiva, y no son –no pretenden ser– ningún muestreo estadístico. Pero uno se puede fijar, por ejemplo, en las ocupaciones de los protagonistas. Casi la mitad son obreros, técnicos o tenderos de extracción modesta. Algunos, artistas, buscan o han encontrado refugio y equilibrio en diversas formas de contemplación, de creación y de arte, de resistencia interior: la música o la literatura, la canción folclórica, la espiritualidad, la artesanía. En los capítulos dedicados a unos y a otros, se percibe con intensidad la verticalidad de la Historia: una Historia que se sufre, se encaja o se esquiva con mayor o menor fortuna, pero sobre la que no se aspira a ejercer el menor control.

Otros protagonistas son intelectuales y profesionales liberales: periodistas, cineastas, ingenieros. La relación de éstos con los acontecimientos es algo distinta. Sin dejar de ser pacientes (y no agentes) de una Historia que les pasa por encima, se aprecia en ellos una mayor capacidad de maniobra. Con ella, aparecen algunas de las pistas más positivas que ofrece el libro: el activismo radiofónico de Dario en Mostar, la paciente actividad pastoral de fray Mirko, la incansable agitación cultural de Ratko en Sarajevo. Pero no hay anverso sin reverso, y junto con esta mayor capacidad de maniobra, también surgen dudas como las que atenazan a Srdjan, que se pregunta “si, como serbio y periodista, hizo todo lo que pudo para ayudar a sus conciudadanos” bosníacos expulsados de Banja Luka, en ‘La orilla desierta del Vrbas’. Aparecen formas de reflexión, justificación e inhibición humanamente comprensibles, más o menos teorizadas (“si uno queda atrapado en mitad de una pelea de kafana, lo más cabal es hacerse a un lado…”, razona Gojko en ‘Dos ciudades bajo el sol’); y se vislumbran con más precisión –se vuelven menos abstractos–, en los entornos en que se mueven los personajes, algunos de los mecanismos, arendtianamente banales, que llevaron a amplios sectores de la población más formada a tomar parte activa en la espiral de polarización y violencia.

El generacional es otro prisma posible: la mayor parte de los protagonistas eran adultos o jóvenes durante la guerra. Hace ahora más de un cuarto de siglo de su final: las personas nacidas a partir de 1993 o 1994 no pueden tener memoria viva del conflicto. Leyendo los relatos de Casals, de personas que sufrieron, temieron o simplemente presenciaron con estupor la desintegración de Yugoslavia (y que, en algunos casos, guardan también memoria de la Segunda Guerra Mundial), uno se dice que sería interesante saber cómo la “generación de después” percibe una realidad todavía dominada por los traumas del conflicto, cómo se relaciona con un trauma omnipresente, pero que ya no ha pasado por sus retinas. Con la notable excepción de Ivana, la hija violinista de Alma, nacida en las postrimerías del conflicto –cuya historia, la de madre e hija, ‘Una dama de Sarajevo’, concluye oportunamente el libro–, esta generación está ausente. Probablemente, las historias de esa generación –la siguiente a la del autor–, todavía por germinar o que pugnan por hacerlo en un contexto sofocante, no están aún maduras para contarse; algunas se contarán más adelante, posiblemente lejos de una Bosnia que se vacía.

No hay vencedores. Hay algunos combatientes –Ilija en las fuerzas croatas, Dimitar, padre de Mladen, en las serbo-bosnias; otros como Nihad, el escritor bosníaco de Bihać de ‘Musgo bajo la coraza’, en la Armija, pero no hay propiamente vencedores, con independencia de que el bando en el que combatieran tuviera éxito en sus objetivos militares. Quizá porque en una guerra civil, la mayoría de los que toman las armas lo hacen forzados o convencidos –acertadamente o no– de hacerlo en defensa de su propia vida o de la de los suyos, y no hay victoria –no hay conquista– en un combate que se entabla por la supervivencia. Todo lo más, hay grados en los que se ha perdido –años, empleo, bienes, amigos, familiares, salud, humanidad, la propia vida– una vez cesan las hostilidades. Todo aquel que se ha visto arrastrado a una guerra en su propia casa ha perdido algo de sí en ella.

 

  1. La incomprensión y las resistencias

Muchos bosnios –en particular, bosníacos y sarajevitas– rechazan con vehemencia esta calificación de “guerra civil” para el conflicto que desangró Bosnia en los años noventa. Para ellos, esta denominación de guerra civil no es sólo inexacta, sino también peligrosa, porque enmascara o disimula que se trató fundamentalmente de una guerra de agresión, “importada” a Bosnia pero decidida, planificada y ejecutada por fuerzas exteriores. Pone en pie de igualdad –argumentan–, como contendientes de un conflicto “interno”, a agresores y agredidos. Y no cabe duda de que, en buena medida, Bosnia fue el teatro de operaciones y estrategias hegemonistas y nacionalistas diseñadas en Belgrado, y en menor medida en Zagreb: el baño de sangre en Bosnia no se entiende sin la concienzuda voladura de la convivencia en Yugoslavia emprendida por el caudillo nacionalista serbio, Slobodan Milosević, y los planes de desestabilización, intimidación y limpieza étnica que, desde Serbia y con el apoyo de aparatos de poder político, mediático, y militar bajo su control, puso en marcha en Bosnia y en otras regiones de la antigua federación balcánica.

Pero la influencia de actores y de agresiones exteriores, por determinantes que éstos fueran, no pueden ignorar el hecho de que la espiral que activaron engendró un conflicto verdaderamente fratricida en Bosnia y Herzegovina. Y esa dimensión fratricida, lejos de ser una disimulación, una equiparación o una disculpa, subraya su carácter más devastador si cabe que el de un conflicto convencional, que sigue siendo visible –dolorosamente visible, como reflejan los relatos de La piedra permanece– más de un cuarto de siglo después del fin de la guerra. Devastador y persistente, porque las agresiones, los asesinatos, las vejaciones, las atrocidades, no vienen de extranjeros, de desconocidos que en algún momento regresan a sus casas; sino que proceden de vecinos, de amigos, de conocidos, de familiares. De personas que han formado parte de la vida cotidiana, de personas que seguirán formando parte de ella cuando todo haya acabado. Luka, el tío de Mladen, fue asesinado por un francotirador bosníaco que había sido amigo suyo. Kemo (‘Vencedor de sí mismo’, quizá el relato más duro de la obra), bosníaco internado en el campo de concentración de Omarska, fue interrogado por un antiguo profesor serbo-bosnio suyo de electrotécnica, de afable recuerdo, ahora convertido en frío miliciano con derecho de vida y muerte sobre sus presos; y vigilado por antiguos compañeros de pupitre, ahora guardianes del campo en el que los musulmanes eran hacinados y humillados diariamente.

El desgarro, el vértigo y la incomprensión radical, común a todas las pesadillas de guerra civil en las que se descubre a los vecinos como amenazas, atraviesan comprensiblemente todo el ensayo. Aunque Casals intenta contar Bosnia más allá del tropo de la guerra, ésta resulta omnipresente: es el punto focal en el que colapsan las historias de los protagonistas, a partir del cual divergen de nuevo. Probablemente no puede ser de otra manera. En algunos capítulos –en algunas vidas, en algunas geografías–, la guerra y sus consecuencias absorben todo el espacio; en otros, en cambio, ha sido un episodio doloroso que ha hecho tambalearse, sin descarrilar, una historia que continúa. En los grandes centros urbanos bosnios, bastiones del titismo (Sarajevo, Mostar), allí donde la convivencia entre futuros contendientes, agresores y agredidos, era más intensa; allí donde, de alguna forma, el ideal yugoslavista y pos-identitario se había vuelto más tangible, el hiato entre el mundo de antes y después de la guerra se manifiesta con la máxima crudeza. Fue allí donde la siempre frágil convivencia entre diferentes alcanzó una espesura mayor, superó la consistencia de la ilusión, la propaganda o el espejismo, y sirvió de sustrato más sólido a una red concreta y densa de vínculos y afinidades. Su volatilización fue allí acogida con la mayor incredulidad, tuvo un carácter más destructivo, y generó heridas más profundas, que todavía hoy están lejos de cicatrizar. Es tal el abismo y la ruptura entre una realidad y otra, que incredulidad e incomprensión –en el sentido profundo, no de incapacidad sino de imposibilidad: lo que no se puede comprender, ni integrar en una misma secuencia explicativa– son inevitables.

 

  1. Del ‘komšiluk’ a la ‘sevdah’

Esa incomprensión aflora a veces en pequeños detalles, en lapsus en la manera de explicar lo ocurrido. En ‘Nuestro pan de cada día’, al relatar la disolución de la convivencia en Sarajevo, Casals escribe que “los sarajevitas no alcanzaban a comprender cómo era posible que tantos de sus vecinos se hubieran marchado en secreto, para bombardearles desde las colinas”. La (ligeramente torturada) sinécdoque de la frase puede pasar por mera economía verbal: se entiende que sólo los sarajevitas que se quedaron, no los (muchos) que partieron, sufren esa incomprensión. Pero el hecho de que sea fácil encontrar esta misma formulación, u otras parecidas, en las remembranzas de otros sarajevitas –de otros sarajevitas que permanecieron, indica que las palabras aquí traicionan una dificultad que va más allá del atajo lingüístico: la de asumir que la agresión a Sarajevo fue ideada y ejecutada (también) por sarajevitas, que el impulso fratricida estaba ya contenido en la misma realidad que se hizo añicos y que, por tanto, no hay lugar al que regresar, ni siquiera mentalmente. La imposibilidad de casar la experiencia vivida –y la añoranza– de una comunidad apacible y diversa, multicultural y acogedora, con otra experiencia, no menos vívida, en la que algunos de sus integrantes –esos sarajevitas que dejaron de serlo– se separaron para asesinarla fríamente. Un asesinato retrospectivo, que no sólo suprime la vida en común, sino que vuelve dudosa, translúcida, su propia existencia pasada.

La piedra permanece se abre con una reivindicación –vagamente elegíaca– del komšiluk sarajevita, la cálida comunidad de vecinos, multicultural y multiconfesional, parcial y precariamente reconstruida tras la guerra; y concluye envuelta en los aires melancólicos e íntimos, tercamente sensuales, de la sevdah o sevdalinka, el género de música folclórica bosnia que Alma interpreta con virtuosismo, pariente balcánica de fado ibérico. Del uno a la otra, Casals nos ofrece un recorrido afectuoso por la Bosnia que se reúne y canta, antes, durante y después de –pese a—cada conflicto. Sin disimular las heridas, sin hacerse ilusiones sobre un presente y un futuro frágiles y difíciles, los relatos de La piedra permanece militan abierta y eficazmente contra la pretensión retrospectiva –y prospectiva– de la guerra en Bosnia: la que insidiosamente susurra que no hay nada que hacer, y en realidad nunca hubo, nunca habrá nada que hacer.

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