Un pueblo de una sola calle ¿Conoces otro? No quedan más pueblos de una sola calle en mi memoria. En el que vivo ahora tiene dos autopistas, tres o cuatro formas de alcanzar el mismo punto. ¿Pierde algo un pueblo al que le crecen calles por todos lados? ¿Se pierde mucho quien camina lejos de esas calles, al lado de las chacras de olivos, sobre el puente de Malpaso, la Panamericana que llega a Lima, el avión que sale del aeropuerto Jorge Chávez y no regresa más?
Jaquí está unido con Ayacucho por una larga quebrada. La cadena de cerros se prolonga hasta Pausa y más allá. Siguiendo el cauce del río –cuando se acaba la trocha afirmada– los ayacuchanos hacen pastar sus animales y los guanacos saltan entre las piedras.
Tengo la imagen de las pintas en las paredes, con los nombres de los partidos. Figuras de estrellas, de lampas, nombres que yo conocía: tíos, primos. Como si yo hubiera nacido en una democracia y no en esa noche de dictadura de 1972.
(Sospecho que cuando yo pude entender lo que veía –en los 80s– la democracia peruana era como una de esas flores solitarias que aparecen cada tanto sobre el llano inmenso. Un brote nuevo, una esperanza.)
Un chorro de agua. Un solo caño en la plaza de Jaquí. El sol hirviendo sobre nuestras cabezas. Pisando la tierra y los pedruscos de la calle. Los viejos sentados en las bancas de concreto. La tía de pelo blanco y sin dientes que te saluda al cruzar. Los muchachos sentados en la vereda frente al bar, con una caja de cerveza. El tío Aureliano, colorado él, camina ensombrerado frente a los muchachos, sin mirarme.
En la noche, arrastrando una silla hacia el cine. La tía Chabuca apuntando con una linterna. Los primos Marcelo y Osquitar, perdidos en esa inmensa oscuridad, por algún lugar en esa tibieza que se percibía a la luz de las Petromax cuando entrabas al cine. Y empezaba: Los viajes de Gulliver.
(Mucho después, en 1990, ya no hubo cine sino un televisor al fondo de la sala. Películas con Terence Hill y Bud Spencer. Balas que rebotaban en las paredes, en los vasos, en las cacerolas de hierro. A veces había en la pantalla peleas de kung fú.)
Una niña entre las paredes de quincha, yendo hacia el huerto. Su madre andaba desquicida, anunciando el fin del mundo entre los jaquinos y las curaciones que haría con sus orines sagrados.
La tía Carmen abriéndonos la casa que daba a un terral, muy pausada. Caminando entre las cosas que ella guardaba, tan antiguas. Los pocos animales yendo de un lado a otro en el corral. El lugar donde se quisieron meter a la comisaría cuando bajaron del cerro a tomar el pueblo. Una explosión en la pared de adobe descascarada. La pintura blanca saltando por los aires.
¿Por qué caminaba tres horas, bajo ese sol intenso? ¿Para llegar a la chacra que perteneció a mis abuelos? Si ellos ya no vivían. Si en Anqui apenas si había agua, un poco de comida. Algodón y papas. Recuerdo con tanto cariño ese camino silencioso entre las piedras. Esos pasos cortos entre los cerros que pasaban por mi lado, mirándolos en cámara lenta.
De adolescente, yo ya tenía memorias de Jaquí.
Eran imágenes de niño, arropado en la oscuridad. Las luces de la Toyota Corolla haciendo brillar las piedras del cauce seco, las pircas, las alambradas, los palos que hacían de postes. Los golpes del camino irregular, debajo del auto. La lentitud con que avanzábamos. La pequeña luz enmedio de la noche anunciando la casa de los abuelos, el final del largo viaje desde Lima. Estacionar junto al enramado. Un árbol de pacaes. Caminar al lado del corral. El olor del guano de las vacas. Las buganvilias y las tunas detrás de las piedras. La leche caliente por la mañana. La caña larga con la que se abría la claraboya de madera al amanecer, para que entrara el sol a nuestro cuarto oscuro.
Una Navidad. Corriendo por la casa de Jaquí. Chocando frente a frente con mi hermano a la medianoche, en la locura de celebrar. El golpe seco.
El atúd en el que pusieron a mi abuela para que la velaran. Mi abuelo que fumaba con gran estilo, su gorra verde, su paquete de cigarrillos en la mano. Su sonrisa socarrona, el bulto en la frente. El humo. Él fue el primero que me dejó fumar.
Pienso en Jaquí. Hoy es martes y estoy en los Estados Unidos, en un pueblo cerca de Nueva York. No sé por qué pienso tanto en Jaquí y en su pequeña calle por donde entraba alguna vez con mi familia, a despedirnos de mi abuela. En ese cementerio sin grama (porque allí no llueve).
Estoy ahora bajo una luz blanca, frente un librero enorme, y solo pienso en el olor de la tienda de Manolito: esos sacos de grano amontonados, la lentitud del camino desde la casa para ir a comprarle unos cuadernos de notas, un lapicero. Para empezar a escribir.
No sé por qué pienso en Jaquí. Tal vez porque esta mañana me ha bajado la presión, porque siento un dolor persistente. Cuando llega el anuncio de nuestra fragilidad, a uno se le da por desandar el camino. Quizá porque he hablado con mi madre y su voz me lleva lejos en el tiempo. O será porque he leído un cuento, en un libro verde: Nadar de noche de Juan Forn. Ahí Forn habla de cómo los vivos y los muertos, al final llegamos a encontrarnos en el mismo sitio.
Tal vez porque hace frío y cuando pienso en Jaquí siento calor.