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AcordeónDe Jaren. Un viaje a Holanda y algunas preguntas

De Jaren. Un viaje a Holanda y algunas preguntas

Lo que siguen son las observaciones de campo de un turista incómodo. Incómodo por principio, pues a algunos no nos gusta el turismo. Adoramos viajar y acercarnos a lo extraño, pero aborrecemos las imitaciones, los clichés, las frases hechas que se repiten en medio mundo. Lo peor de todo es que además se puede poseer un sexto sentido para adivinar la impostura, la imitación ridícula de los modos de vida locales que se escenifica para el extranjero, normalmente en inglés. En casi todos aquellos lugares que los turistas visitan, sea Túnez, Rusia u Holanda, la gente vive lanzada “hacia delante”. Hacia la garantía de soledad conectada que es el modelo de Occidente y de espaldas a esos modos de vida comunitarios y tradicionales que, en versión edulcorada, los lugareños te venden al por mayor.

 

Lanzado hacia delante, también el turista huye de sus raíces, de manera que entre todos mantenemos la mascarada de celebrar el culto a un pasado que en nuestro fuero interno despreciamos. El lugareño odia íntimamente la vida tradicional que te vende enlatada. Y te la vende, bastante cara, para que tú también la malgastes. De esta manera, los países se degradan lentamente unos a otros. Sin embargo, como la degeneración avanza acompasada, carece de diagnóstico. Todos terminamos contentos con esta lenta clonación de nuestros modos de vida.

 

Todo lo elemental y primario, desde el agua a la vivienda, el orgulloso desarrollo moderno lo vende caro, como si fuera el final de una cadena sofisticada. Tiene gracia saber que las antiguas casas fluviales de los pobres en los canales, barcos de madera convertidos en viviendas en una ciudad que carece dramáticamente de espacio (aparcar en Amsterdam es tan caro como en un aeropuerto), están ahora de moda y se venden a un alto precio, pues está prohibido amarrar ni una sola más.

 

Existen sin embargo distancias entre unos países y otros. A diferencia de España, es evidente que Holanda no tiene nada de provinciana ni se desprecia a sí misma. Diluido el vínculo suramericano, España vive deseando escapar del mundo árabe hacia un europeísmo que casi nadie comparte. A los holandeses, en cambio, les rodea una llanura marina y terrestre que les ha invitado continuamente a la aventura exterior. No sienten complejos con su historia, no desprecian su ser ni su pasado. Por el contrario, con un talante más germano que francés o británico, cuidan con esmero cada una de sus esquinas, del pasado y del presente.

 

Tulipanes rojos y amarillos: “Spanish colours for a dutch flower”. Las flores, igual que el trabajo sobre tejidos y joyas, son solo un signo más de un cuidado del detalle que se respira por todas partes. A veces, también en el aspecto adorable de algunas personas. Es posible que conocerlas deshiciese el hechizo, pero la apariencia de algunas mujeres era a veces divina. En la memoria, algunas ciclistas circulando vestidas para cenar, levemente maquilladas y con tacones. Y aquella dulzura rubia de Volendam que confesaba con un poco de vergüenza, mientras nos servía la mesa, que no sabía español.

 

De cualquier manera cada viaje (Carintia, San Petersburgo, los Balcanes) divide el verano en dos. Durante julio escalas hacia la partida, acumulando experiencias de reserva antes de un destino incierto. Después, parte de agosto vives saboreando lo que abandonaste fuera y en tu lugar natal, dándole vueltas a lo que viste y pensaste en esos lugares lejanos, que te recuerdan y no te recuerdan a lo que dejaste en tu punto de partida. Una y otra vez compruebas que, cuanto más te hayas atrevido a experimentar con tu vida lejos, los viajes son siempre un rodeo para volver, para regresar al laberinto natal que siempre te espera, infinitamente variable. Una y otra vez, la tarea es revisitar la enormidad que te ha tejido, en la que has crecido.

 

Ése al menos el caso cuando se tiene un lugar como El Picón en el campamento base, un escenario profundamente “cosmopolita”, no fácilmente superable en sus cien lugares encantados. Tanto después de atravesar la claridad verdiazulada de las rías gallegas, como después de Amsterdam o Gante, te espera siempre el silencio de ese espesor vegetal, una hechizada mezcla de naturaleza e historia, una eternidad en forma de ruina. Supongo que algunos somos afortunados por esta vuelta, con el misterio del laberinto de troncos y el follaje colgante, la curva de los caminos en sombra, el trabajo y el olor de la madera, la brisa despeinando la hierba.

 

No has tenido sin embargo el sosiego necesario para abrir un solo libro, tampoco el de Pessoa que espera con pasajes como éste: “Y así, contempladores por igual de las montañas y de las estatuas, disfrutando los días como libros, soñándolo todo, sobre todo para transformarlo en nuestra íntima sustancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán a ser cosas ajenas de las que podremos disfrutar como si vinieran con la tarde”. Es el relativo desierto de la vida en Madrid el que hace más fácil un cierto orden, la medida y la lectura. En los días de vuelta piensas que el trasfondo grandioso de esa Galicia profunda hace más insoportables las mezquindades de la vida cotidiana y la neurosis de la vida familiar. Allí la contemplación te desarma, la intensidad lo dificulta todo. El amor (amor al amor) lo dificulta todo. Vives tres minutos en uno, por eso encaneces prematuramente.

 

Así que aquí estás por fin, con el verano a tus espaldas y dispuesto a rumiar durante un mes. Largo, tibio, oscilante verano, incluyendo escarceos amorosos, travesías marinas, estrés familiar y trabajos de madera, cuyo aroma adoras. Un emblema sencillo, heredado del pasado: te gustan los árboles, su presencia misteriosa. Bosque, bosque, bosque. Es posible que no hayas “veraneado”, pero el verano y su umbría han pasado por ti, dándote energía y trabajo para los próximos meses.

 

Entremedias, el sobrino modélico que te acompaña a Amsterdam no deja de representar esa complejidad natal que nunca te abandona. Eso, más la terquedad y la convicción rígidas de la juventud, que en cierto modo son las tuyas. Posiblemente, también las de todos los adultos que, por razones morales y estéticas, se niegan a “crecer”. Eso, más la seriedad, la pulcritud moral y la delicadeza que Ignacio pone allí donde va. Era divertido ver cómo las holandesas, jóvenes y no tan jóvenes, se derretían con su apostura de 1’90, sus modales renacentistas, su inglés con acento español y su educación esmerada. Lo cual, por cierto, llevó a algunos chistes sobre la ambivalencia sexual de nuestra pareja en lo alto de la torre Westerkerk.

 

También es cierto que, viniendo de España, existen varias razones para sentirse un poco acomplejado al cruzar Holanda. Llama la atención esa liberal prosperidad norteña, que se remonta a siglos atrás. Bonanza económica que se manifiesta todavía en un palpable talante comercial, afable y atento con un extranjero de quien hoy vive Amsterdam. Toda la nación transpira espíritu emprendedor, iniciativa, sonrisas, cultura cosmopolita, liberalismo. Las mil flores, omnipresentes y labradas con cuidado, parecen expresar el espíritu del país, a medias (un poco como Alemania) entre la labor febril y las sonrisas, a la vez industrial y amante de los entornos cuidados.

 

Cada flor parece representar unos centímetros de calma ganados al mar y a la tierra inclemente en la que los holandeses nacieron. También representa un candor que ha de ser a la vez cultivado y traicionado por el espíritu industrial. Toda Holanda parece oscilar entre la cordura comercial y una locura bohemia, vacilación que no deja de expresarse en la riqueza de la pintura flamenca y también en la esquizofrenia de Van Gogh.

 

Una pequeña nación, en todo caso, que cuida con pasión lo pequeño. Plantas en las ventanas, molinos, quesos, bicicletas, cerveza, puentes y canales, vacas, flores, pequeños cafés. Caminamos, caminamos, caminamos, dejando atrás caras, casas, mundos desconocidos. A un lado, una relación barroca con la cercanía y el relieve de cada criatura. Al otro, la lejanía protestante que se entremezcla en la limpieza de los paisajes y los interiores burgueses.

 

Se diría que la competencia impresionante de los pintores interioristas y paisajistas, de Veermer a Frans Hals, no deja de trabajar el cuidado que toda la nación mantiene con los detalles. Los pintores flamencos y holandeses reflejan la veneración que una estirpe de navegantes, con el viento en los ojos, mantiene por algunos bienaventurados momentos de reposo y los mil matices que de lo real. El claroscuro de Rembrandt es el de las veredas actuales en los canales. La habitación roja, amarilla y verde de Van Gogh, con toda su mágica animación y su distorsión sureña, expresa una empatía pueril que permite vivir los interiores como si fueran un paisaje y los exteriores como una cercanía respirable. Las flores, otra vez, simbolizan el abrigo, la dulzura de la llanura. Es posible que, como se dice de los estadounidenses, los holandeses sean también niños grandes que añoran su habitación.

 

Atravesando el Singel, el Oudezijds Voorburgwal, vemos muy poco de la pereza y la suciedad sureñas, por lo demás tan amables. Se respira en Holanda una pulcritud constante y sonriente. Aunque sospechemos que esta cultura (más o menos como en todas partes) podría degenerar en una pesadilla si falla algo, si cometes un error grave, mientras eso no ocurre incluso la gente de piel más oscura circula transida por este afán de precisión y trabajo en el destino individual propio de las culturas protestantes. Culto que se manifiesta en el frenesí del simple tráfico de bicicletas. A veces el ambiente elegante, los hombres y mujeres perfectamente vestidos en sus vehículos de dos ruedas, recuerdan un poco el aire de Berlín. La buena educación, la tolerancia con lo ajeno se manifiesta en que incluso las bicicletas evidentemente abandonadas se dejan pudrir colgadas de sus cadenas, sin que nadie las destroce o se tome la molestia de retirarlas.

 

Herederos de un rico pasado de metrópoli, medio mundo aterriza y se muestra en Amsterdam, en los mercados, en los restaurantes, bares y pubs, en los coffeeshops, de los que a veces salen auténticas nubes de humo: “Disculpe, aquí solamente puede tomar las drogas que se sirven en el establecimiento”. Por supuesto, todo ello con el inglés como esperanto universal, que los holandeses hablan con mucha mayor soltura que los españoles. Opulencia norteña unida a un civismo que entre nosotros, en el sur, asombra. Los ventanales a ras de calle carecen de verjas, como si los asaltos fueran inconcebibles. De hecho, apenas se consiguen ver policía por ningún lado, como si la ciudad entera se rigiera por sí misma. Resultan sencillamente inimaginables en un país como éste los tumultos que acaban de suceder en Inglaterra.

 

El mal tiempo nos acompaña en todo el viaje, como si la auténtica unidad europea estuviera constituida, del canal Rokin al río Moldava, por un clima antipático que también azota el verano. Pero hasta los aguaceros parecen caer en Holanda con armonía norteña. Y uno, que es un sentimental, hecha a veces de menos la fealdad y el desorden católico. Por eso te quedas prendido de algunas casitas labriegas, algunos bosques viejos vistos al pasar en el viaje a Brujas. ¿Pobreza holandesa? ¡Sí, por favor! Algo parecido a eso es lo que vemos en el pueblecito de Marken, antiguo enclave remoto de pescadores del que aún quedan señales en las pequeñas casas de madera, las callejuelas, el viento fresco, los muelles con verdín.

 

Sea por la calidad del terreno, sea por la extensión infinita de los cultivos en el país de Spinoza y Rembrandt, los bosques en Bélgica son mayores y más frecuentes que los de Holanda. La explotación intensiva de todo el territorio, la condición encharcada de un suelo ganado al agua, lleva a que incluso las vigas de roble de iglesias y monumentos holandeses hubieran de ser importadas de Suecia y Noruega.

 

Después de todo, caminar es la actividad más sofisticada, más aún que contemplar los cuadros de Van Gogh. Nieuwe Zijde, los Anillos, Plantage, Oude Zijde. La ciudad es tan irregular en su trazado, impuesto por el agua y los canales, que puedes estar andando una hora entera y acabar volviendo exactamente, sin saber cómo, al punto de partida. Casas apiñadas frente a nuestros largos paseos, canales, árboles en la orilla, puentes. Veredas de olmos. A veces vemos un poco de suciedad en el agua y las orillas, la justa para darle humanidad al empuje comercial de la ciudad.

 

Las casas han crecido apiñadas en un espacio angosto, rodeadas por los canales en un terreno ganado al limo. Están tan juntas y apretadas huyendo del agua, en un suelo probablemente tan inestable, que cada casa y cada manzana parecen atadas con viejas grapas de hierro para mantener la cohesión del conjunto. Llaman también la atención las grúas que coronan las fachadas, como si el espacio angosto impusiera escaleras interiores mínimas y la necesidad de subir y bajar los materiales de comercio por fuera.

 

De todas formas, cuando viajas con una agencia y sin amigos locales, has de limitarte a especular, pues no consigues visitar ninguna casa que no esté de antemano preparada para el turista. La condición del viajero es así. Por una parte, se le conceden confidencias que al vecino no se le hacen; por otra, casi nunca consigue lo que se dice entrar en ninguna estancia.

 

Esta es un poco la paradoja universal del lujo: te aísla del entorno, de la suciedad y del relieve de la vida. ¿El turista viaja para librarse de la gravedad, de la tierra irregular, del eterno retorno de sus propias “escenas primitivas”? No hay nada como los instantes de pobreza para tomar tierra, para intercambiar unas palabras y cruzar miradas animales. Y nosotros dos los tuvimos en Amsterdam, esos momentos de pequeña necesidad que abren puertas. También una sutil ironía que a veces acompaña a las dificultades del verano hecho trizas. “¿El clima de mañana? Nosotros los holandeses preferimos no hablar de ese tema”. Por el contrario, si todo funciona el tedio es perfecto, pues la fluidez del decorado empobrece la experiencia. La seguridad nos mata poco a poco, eso es todo. Afortunadamente, nuestros divertidos problemas de comunicación establecen casi siempre corrientes de simpatía. A pesar de ochenta años de antigua dominación española, no sufrimos ninguna animadversión por parte de los holandeses, todo lo contrario. La nación vive desde hace mucho tiempo segura de sí misma y conectada con medio mundo.

 

La combinación de dureza protestante y sensibilidad católica parece trenzar las características del país. ¿Es también esto lo que convierte a los Países Bajos en modelo para el sueño de unificación europea? Ni ascética norteña ni abandono sureño: una especie de moderado hedonismo, matizado por las buenas maneras y el tino en los negocios. El liberalismo en materia religiosa es antiguo, hasta el punto de que estas tierras fueron lugar de asilo para los judíos que huían de la Península. Como decía uno de los guías, la estratégica posición geográfica y las características del territorio han supuesto que la mitad de las grandes batallas europeas (también con España) se han librado en estas llanuras, sean belgas u holandesas. De esta pasado turbulento les ha quedado a los holandeses la costumbre de aceptarlo todo, de ser hospitalarios con todo.

 

Aparte de media pijería mundial, la mitad del Occidente alternativo se junta en Amsterdam, tanto o más que en Lisboa y en Berlín. Italianos, españoles, franceses, sudamericanos y alemanes por todas partes, cada uno siguiendo su programa más o menos mimético. Del Rijksmuseum a la casa de Anne Frank, tiene gracia comprobar cómo en vacaciones la gente se somete a un automatismo paralelo al del resto del año. Como la turbamulta se concentra en pocos sitios, en muchos lugares encantadores donde estuvimos, de Amsterdam a Brujas, mi sobrino y yo estábamos prácticamente solos, sin el molesto alboroto turístico. Así ocurría por fortuna en De Jaren, nuestro pub favorito al borde del canal Amstel. Las luces de las casitas inclinadas, las lanchas que pasan con gente divirtiéndose hasta el fin del día, los camareros exquisitamente educados. La cerveza de Ignacio y mi Black label ante el atardecer rojizo de la ciudad, mientras los rumores se apagan con las mesas al borde del agua, la lasitud del atardecer y los patos que nos miran.

 

A veces estos nuevos vecinos parecían italianos del norte. Cierta tosquedad española, estadounidense o rusa, quedaba muy lejos. Por supuesto, quedan lejos esas barriadas espantosas que vemos en las ciudades y villas españolas, expresión del desarrollo salvaje de una cultura que no hizo a tiempo su revolución moderna. Recorriendo en bicicleta un tramo del Camino de Santiago, el comienzo de la provincia de La Coruña y del “desarrollo” no podía ser más desolador. Después del encanto rural de la zona de Melide, las afueras de Arzúa (dignas de la peor Rumanía de los años 50) expresaban el empuje brutal de un desarrollo tardío, apresurado, desconsiderado con todo lo que arrasa.

 

De cualquier manera, nuestro carácter cambiante resuena y se modula en los largos recorridos por los paseos marinos, en parques extraños, a través de desconocidos canales y veredas holandesas. Cada viaje es como una experiencia de introspección, pues a cada paso retocas tu ser, le das otra vuelta. Si llueve, eres uno. Si de repente sale el sol, eres otro. Bendita, torturante labilidad. Cosa que por cierto, también te puede ocurrir al lado de tu casa, en las callejuelas de Combarro o el muelle de Carril.

 

Pero lejos, por la debilidad de los lazos, estás desprotegido y las preguntas resuenan de otro modo. ¿Quién soy, quién soy ahora ante este entorno extraño? ¿Soy el que era? ¿Soy fuerte o soy débil? ¿Huraño o mundano? Así hasta que el siguiente encanto local te arranca de tu interrogación. Viajar te libra de ti mismo y te arroja a ti mismo. La nación holandesa es tan liberal, la condición de turista es tan liberal, que hasta te permite serlo contigo mismo. De ahí el monólogo interior continuo, solo a veces un poco lancinante.

 

Personajes desconocidos en museos y cafés: como te fijas, a algunos vuelves a encontrarlos en el otro extremo del día. Amables dependientes de hotel, orillas de canal, atardeceres en cielos irreales. Y nuestro cansancio infantil de noche, después de cruzar cien escenas. Y mi retiro alguna tarde al vestidor de la habitación en el hotel, repasando un texto propio que ahora apenas entiendes.

 

En Rusia hubo algo de esta constante interrogación, pero fue distinto. La grandeza del entorno, el viaje en solitario y las conversaciones con medio mundo, le pusieron un desgarro a la experiencia que aquí falta, en este viaje matizado por el programa. Con todo, a la vuelta regresas no sólo cargado de imágenes, sino también un poco agotado. Si coincides con una de esas reuniones masivas de una familia numerosa (¡catorce mujeres juntas, propias y extrañas!), casi tienes que esconderte.

 

Después, otra vez tus gintonic en terrazas de verano, solo o acompañado, mientras el mundo gira ante un abigarrado fondo boscoso o marino. Cuando una voz suena en el teléfono móvil toma cuerpo ahí una lejanía que ya estaba presente, vibrando en el halo de la escena. Ah, qué haríamos el resto del año sin estos altares del verano.

 

 

Ignacio Castro Rey es filósofo y crítico de arte, autor de libros como Votos de riqueza (A. Machado Libros) y Roxe de sebes (Noitarenga). En FronteraD ha publicado ¿Una segunda transición? y Si esto es amor. Escribe el blog www.ignaciocastrorey.com

 

 


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