Que Víctor Lapuente haya escrito en su columna de El País una reivindicación de First Dates como producto televisivo (con ironía y seguramente con ánimo provocador) me ha quitado todos los complejos por ver un ratito casi todos los días este espléndido panóptico humano.
Es mucho más que un placer culpable para desconectar después de un día que ha podido tener sus más y sus menos y antes de meternos en cosas más profundas o simplemente más pretenciosas. Es mucho más que curiosidad o puro cotilleo en un universo humano que nunca vemos en su totalidad, o cuya variedad intuimos pero cuyas voces polifónicas difícilmente escuchamos, porque cada cual estamos metidos en nuestras propias burbujas llenas las más de las veces de fotocopias nuestras.
Por tanto, si First Dates tiene algún valor -que lo tiene, y muy grande, pedagógico, por ejemplo, porque contribuye a abrirnos la mente en tiempos de tantas amenazas que pugnan por cerrárnosla, y nos hace escuchar a todo tipo de personas-, es por mostrarnos a diario ese paisaje formado por nuestros semejantes, tan iguales y tan distintos, con sus miserias, que son las nuestras, y con sus grandezas, que también. Nos ofrece, en definitiva, un paisanaje en toda su diversidad, con sus problemas, pero también con una inmensa fuerza que se intuye muchas veces en muchas personas por reafirmarse y salir adelante.
En un momento de ataques a las tachadas de “políticas de la identidad”, porque, dicen, se están poniendo por delante de las verdaderamente importantes que son las políticas materiales, las que tienen por objetivo garantizarnos a todos el pan de comer y unas mínimas condiciones para la supervivencia y la reproducción, First Dates pone cara a todas las tendencias sexuales, a todas las identidades, y las humaniza frente a las peligrosas tendencias deshumanizadoras contemporáneas. Pero es que no hay tal contradicción entre las políticas de la identidad y las políticas materiales: todas las consideradas minorías que sufren discriminación por ser como son o como quieren ser, la padecen también en lo material, en el trabajo, en sus ingresos, en mayor explotación laboral y mayor precariedad en todos los ámbitos de su vida.
En ese programa, de hecho, se dan cita todas las intersecciones posibles: sexo, género, origen geográfico, clase social e ideología política.
First Dates, en sí, tampoco juzga, muestra, es un escaparate, en el mejor sentido, de la diversidad humana. Y no da la sensación de que usa a las personas para el espectáculo. O sólo lo justo para que estemos enganchados a esas mini-tramas de desenlace binario: sí o no.
Podríamos decir más; First Dates normaliza lo que constituye la normalidad de la especie humana: su diversidad, pero también esa unidad psíquica que la caracteriza y que está en la raíz de la empatía y la comprensión que podemos sentir todas las personas por todas las demás.
Quiero pensar que frente a la pantalla del televisor ha habido alguien que igual ha podido tener miedo o sufrir rechazo y que de pronto se ha visto identificado o identificada con alguna de las personas que van a ese restaurante a buscar pareja y que gracias a eso se siente más fuerte: escucha una voz como la suya nada menos que en televisión, esa gran legitimadora y fuente de reconocimiento social. Por eso, este programa tan frívolo cumple una función doble: da visibilidad a todo tipo de personas, sirve de espejo de reconocimiento a las que más sufren para obtenerlo, pero también funciona para mostrar a quienes no practican el respeto a la diferencia que a todas las personas, aunque seamos distintas, nos mueven cosas parecidas.
Lo de menos del programa para esta espectadora que escribe es que allí se vaya a buscar pareja. Hay que verlo para encontrar cada día una versión reducida de nuestra sociedad, con los cambios que han introducido las migraciones, con la transformación de las mentalidades y las distintas maneras de entender las parejas y las relaciones entre los géneros; cómo conviven esas diferentes formas de ver la vida que no necesariamente se corresponden a distintas generaciones; y, por supuesto, la importancia que a veces tiene la política en el amor, porque nos podemos encontrar a alguien que dice: “Soy una mujer como las de antes, católica y afiliada al PP. Yo quiero un hombre que se vista por los pies, como Pablo Casado”; o a un chico que afirma: “No quiero un ingeniero o un cayetano, quiero un antifa que me regale mecheros”; también a un joven que buscaba “una mujer de su casa”; a alguien que se jactaba de vivir en una “urba” de Móstoles, no en una casa baja del centro, pero que no le importaba juntarse con gente no pija que va en sudadera; o esa pareja que no pudo ser formada por una señora de izquierdas de San Blas y un señor conservador del Barrio de Salamanca.
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