En esta temporada de Adviento decidí seguir el ejemplo de la Santísima Virgen María al meditar la historia de Belén en mi corazón. De modo que volví al Evangelio de Lucas, en la versión del rey Jacobo, donde la conocí. Soy incapaz de recordar cómo es posible que pueda contar la “historia de la Navidad” de Lucas, 2 de memoria.
Esa antigua epopeya sigue obsesionándome; es un drama cristiano lleno de mundanidad y melancolía.
La mundanidad estuvo ahí desde el principio. La misma gracia de Dios no “se hace carne” en un Edén idílico, sino en las duras realidades de un mundo lejano y al mismo tiempo cercano al nuestro. Sin embargo, está tan lleno de nostalgia –ese “anhelo melancólico y deseoso”–, que ni siquiera la madre de Jesús puede asimilarla, no toda a la vez. “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”.
Quizá deberíamos meditar sobre la mundanidad del Evangelio que aún nos rodea, con toda la melancolía que podamos reunir.
Meditemos esto: Jesús nació en Belén debido a los impuestos: “Salió un decreto de César Augusto para que se realizara un censo del mundo entero”, es decir, un conteo con fines fiscales. Los sucesos de ese viaje a Belén comenzaron en un mundo dominado por ejércitos ocupantes, autócratas corruptos, políticas públicas injustas y la economía, economía y economía.
¿Es que no ha cambiado nada? Como dice el Nuevo Testamento, Dios se hace carne en una familia de fuera de la ciudad que está buscando la oficina del censo de Belén. ¿Puede la historia ser más “mundana” que eso?
Lo cierto es que sí. A José lo acompaña su “esposa encinta”. El texto dice claramente que, según lo que era común en el siglo i, la mujer llamada “bienaventurada” era una viajera que aún no estaba casada, en avanzado estado de gestación, que dio a luz al “Logos hecho carne” en lo que equivale a un aparcamiento en el Motel Belén VI. Esa historia no es solo mundana, sino totalmente terrenal.
El mundo tal como era y sigue siendo
Era una mujer fuerte, María de Nazaret, que cantaba canciones radicales y políticamente incorrectas con las primeras náuseas matutinas. En Lucas, 1, cuando se entera de lo que le espera, María canta el Magnificat, un himno de mundanidad y nostalgia, mitad coro de alabanza y mitad manifiesto socioeconómico. Según la New English Bible, lo canta así:
“Tell out, my soul, the greatness of the Lord; rejoice, rejoice my spirit in God my Savior. For God has regarded the low estate of God’s own hand maiden, lowly as she is. From henceforth all generations will call me blessed, so great is God’s mercy, the Lord the holy one.
[Proclama, alma mía, la grandeza del Señor; se regocija, se regocija mi espíritu en Dios, mi salvador. Porque Dios ha contemplado la humilde condición de su propia doncella, por muy humilde que sea. De ahora en adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque grande es la misericordia de Dios, el Santo Señor]”.
El versículo 1 parece espiritual, incluso melancólico, pero el 2 se vuelve mundano en su época y en la nuestra:
“The arrogant of heart and mind God has scattered. God has torn imperial powers from their thrones, but the humble have been lifted up. God has filled the hungry with good things; the rich sent away empty.
[A los arrogantes de corazón y mente Dios ha dispersado. Dios ha arrancado a los poderes imperiales de sus tronos, pero los humildes han sido enaltecidos. Dios colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió vacíos]”.
Como cuenta la mamá de Jesús, su nacimiento tiene consecuencias para quienes no tienen nada y para quienes lo tienen todo. Es el mundo tal como era y como sigue siendo. Esta Navidad “mundana” requiere que nos enfrentemos a nuestra propia arrogancia, que exploremos la humildad y hagamos todo lo posible para colmar a los hambrientos con cosas buenas, como aquellos que fueron a toda prisa a Mayfield (Kentucky) y a otros estados a auxiliar a las comunidades y las vidas diezmadas por los recientes tornados.
¿Tenía razón María, después de todo? “Dios ha arrancado a los poderes imperiales de sus tronos, pero los humildes han sido enaltecidos”. La gracia de Dios no es un derecho, sino un don inesperado, revelado para aquellas personas ignoradas que habitan el mismo país que el resto de nosotros.
Por cierto, los pastores tenían mucho miedo, pero la historia de Belén apenas nos produce temor alguno. La hemos domeñado considerablemente tras narrarla durante dos milenios. Hemos entonado canciones de ángeles en el centro comercial, a veces inquietos porque los empleados exhaustos no nos dijeron “Feliz Navidad” tras llevar nuestras tarjetas American Express al templo de Mammón. Sin embargo, la palabra radical para los humildes y los hambrientos que trajo el bebé de Belén apenas nos sobresalta.
Jesús de Nazaret creció, como saben, y sus palabras sobre poner la otra mejilla, esforzarse un poco más y amar a los enemigos y al prójimo como a uno mismo deberían preocuparnos y empujarnos a la transformación en un mundo donde las personas siguen tratándose unas a otras de forma despiadada, a menudo en defensa del dios de alguien. Los lugares torcidos aún no se han enderezado, los lugares accidentados lo son más todavía y no se nos da mejor preparar el “camino del Señor” que a nuestros antepasados en el desierto.
El niño Jesús llegó al mundo con un plan imposible: “En la tierra paz”. Ahí es donde chocan la mundanidad y la melancolía. Dos mil años después, todavía no hay paz en las “regiones alrededor del Jordán”, y mucho menos en toda la tierra. Sigue habiendo puestos de control militares en Cisjordania: solo han cambiado los soldados y las armas.
“Anhelamos la paz porque no tenemos otra opción, en un mundo lleno de armas que ni siquiera las despiadadas legiones romanas concibieron jamás”.
Ahí está la melancolía. Anhelamos la paz porque no tenemos más remedio en un mundo lleno de armas que ni siquiera las despiadadas legiones romanas concibieron jamás. Por eso nos aferramos a las palabras del Jesús adulto: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios”.
¿Pacificadores? Seguro, pero en innumerables frentes. ¿La paz con la COVID-19? Todavía no, ya que seguimos en guerra por las variantes y las vacunas. Otros hablan de una “guerra civil fría” en ciernes, previendo derramamientos de sangre, milicias ciudadanas armadas, supremacistas blancos violentos y nacionalistas cristianos por todas partes. ¿Paz racial? ¿Paz política? ¿Paz familiar? ¿Paz con la naturaleza, o es demasiado tarde?
Sin embargo, a veces nos topamos con posibilidades no imaginadas, con una pequeña muestra de paz. He pensado en ello a menudo desde la muerte de mi querido amigo Samuel T. Gladding, veterano profesor de orientación psicológica en la Universidad de Wake Forest. Sam fue un académico, escritor y profesional de renombre internacional en el bello arte de la orientación psicológica, y fue invitado por Nueva York para asesorar a quienes habían perdido a sus seres queridos tras el 11-S y por la Virginia Tech en 2007 tras los tiroteos múltiples en su campus.
Una vez le pregunté a Sam qué significaba para él ofrecer ayuda después de esos momentos de muerte y destrucción vistos por todo un país. Dijo algo así: “No se puede curar a las personas después de ese tipo de trauma, y siempre puede haber una ruptura en su interior por tal tragedia. Así que tienes que tratar de ayudarlos a recoger los pedazos de su vida confrontando el recuerdo y la realidad”. En Becoming a Counselor: The Light, the Bright, and the Serious, escrito en 2002, Gladding escribió: “de bregar con las dificultades y el dolor pueden surgir recursos internos, y se pueden aprovechar los recursos externos para que, en medio de la angustia, la ansiedad o el abatimiento, podamos ser diferentes de un modo mejor, sin acritud”. Sam Gladding sí era un pacificador.
“El evangelio de Cristo nos llama y nos fortalece para recoger los pedazos de lo que se ha roto en nuestro interior y en aquellos a nuestro alrededor”.
El evangelio de Cristo nos llama y nos fortalece para recoger los pedazos de lo que se ha roto en nuestro interior y en aquellos a nuestro alrededor. Al hacer eso nos aferramos a la melancolía, a esa mezcla de tristeza y expectativa, el mundo como es, y como podría ser. Y, a veces, aunque solo sea por un momento, esa melancolía estalla en alegría real. Es la alegría que seguramente experimentó María cuando rompió aguas lejos de casa; la alegría de los pastores que fueron “a toda prisa” a descubrir “esto que el Señor nos ha dado a conocer”; el “anhelo melancólico” de una época donde las pistolas de 9 mm se convierten en rejas de arado y los AK-47 en podaderas.
Es esa insistencia anhelante en que, por la diligencia del evangelio y la gracia inesperada, las mujeres y los hombres de buena voluntad pueden decidir ser voces en el desierto y “no estudiar más la guerra” en el campo de batallas o en las urnas. Porque si la melancolía mundana de ese antiguo himno, “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra” continúa eludiéndonos, entonces será mejor que tengamos mucho miedo. Meditemos sobre ello este año, en nuestro camino a Cisjordania: a Belén, ya saben.
Traducción: Verónica Puertollano
Original text in English
Este texto fue publicado originalmente en Baptist News Global. Reproducido con autorización expresa del autor.